
1
En alguna palabra arde una llama. La poesía se encarga de encenderla. Pero también de apagarla. Desde el mismo instante en que la palabra se posesiona de quien la pronuncia, la llama podría sacudir el aire ardoroso del sujeto que escribe. Pero en la llama, en su interior, también está la sombra, ese instante cuando el ser se desacomoda y activa la tristeza.
La belleza de las llamas (El Taller Blanco Ediciones, Colección Voz Aislada; Cali, Colombia, 2023), de Ricardo Mejías Hernández, es el tránsito de un tiempo de angustias, de convulsiones espirituales: la poesía lo dice con toda la fuerza de su belleza o de su dureza: quien escribe se abre al mundo entre el sueño y la duermevela, entre un invierno visto desde una ventana hasta el silencio que cubre los momentos de la soledad: la poesía canta desde lo insondable, desde un hombre que precisa de muchas voces para poder respirar.
En una suerte de prólogo, el autor de este libro escribe:
Sueño el otro lado de la noche, / lo vivo con sus astros apagados, / con los escalofríos / encendidos, / con las palabras amarillas / que mis dedos esculpen. / Vuelvo al espejo, / sin tiempo, / desahuciado del verbo / y la sonrisa.
Dicho el poema, susurrado desde la imagen que refleja el espejo, el ánima del autor se debate entre la noche y sus sombras, entre el “verbo” que podría negársele y la alegría de ser.
La poesía, esa tentación, procura recorrer todo el espacio de quien acude a ella: y en ella misma se vacía.
Cada verso, cada extensión de la palabra, se convierte en una llama temblorosa.
2
La voz se desahucia del verbo. Se aproxima más al nervio, al interior que augura el contenido que lo imanta a su significado. Es decir, el poeta se desdobla y se añade otro en:
No tengo otro signo que el reflejo (…) un océano extinto de futuro…
Verbo deprimido, apremiado por la realidad que lo comprime, de allí que:
Me basta un pedazo de mundo,
con un sorbo de agua (…)
Mi invisibilidad me forma (…)
mi caída al futuro.
Cada verso, cada extensión de la palabra, se convierte en una llama temblorosa, tal vez insegura de sí misma, y el yo de quien la mira, también tembloroso, “un náufrago”. Una pregunta: “¿Quién sabe del enigma de la tierra?”, hasta verterse en esta frase: “el oscuro campo de la pena”.
El poeta no esconde su condición de acosado por su propio interior, por sus sombras e intermitencias, su sensibilidad lo arrima a un final que todo ser advierte:
La brisa del designio / mueve / mis venas / y rubrica mi tumba.
La muerte, tema inevitable muchas veces en la poesía, hace su entrada.
De ella, estas imágenes:
Y mis labios quieren reposar
en el misterio de los últimos
tiempos, hacia los túneles
de la desmemoria.
Insiste en no deshacerse del reflejo, de esa sensación interior que lo acosa:
Son tristezas tan prolongadas,
hasta
Es momento de cenizas.
Es un libro del dolor, de la espesura del dolor, de una patología tan humana que se convierte en desgarramiento.
3
El yo, aferrado a un altercado con él mismo, se pregunta:
¿A dónde van mis horas
si lo que ocurre se convierte en negro
reloj,
en inminente caída?
Este es un libro doloroso. Es un libro del dolor, de la espesura del dolor, de una patología tan humana que se convierte en desgarramiento, en un pesimismo cuya fuente está en la misma poesía, a veces oscura, construida desde un espíritu que siempre se busca y sólo encuentra salida en las palabras, en lo que ellas producen, en lo que trazan para que otros las oigan.
El poeta se duele, se agudiza su pena en medio de las contradicciones que el ser concita:
Despertar de espaldas a la llama (…)
Oscuridad. Nada.
Nadie.
4
Una llama es bella en la medida en que envíe un mensaje. La llama de una vela contagia: en la soledad de una habitación expresa un lenguaje en el que tanto la vela como quien la mira recrean la misma llama, la inventan.
En el centro de la llama hay un espacio donde reina la sombra: “mi antigua iluminación”, dice el poeta: “la llama ardiente y roja de mi ayer”, lo que indica que la llama, como el mismo ser, tienen su tiempo, su término, su lugar oscuro, su centro donde nace la misma llama.
La voz de quien escribe podría cerrar con estos versos:
Aún queda una herida
que no ha llegado
a cerrarse.
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