

“Valora al loco / su indiscutible propensión a la poesía / su árbol que le crece por la boca / con raíces enredadas en el cielo // Él nos representa ante el mundo / con su sensibilidad dolorosa como un parto”.
Raúl Gómez Jattin
1
Un yo dolido, asombrado por lo que el mundo podría ofrecerle, camina por las calles. Su sombra se adhiere a las paredes de su Cartagena. Su rostro de árabe resumido en trópico lo denuncia como un viajero sempiterno en el interior de sus dolencias mentales. El hombre habla solo, lo hace con los árboles, es más, se hace árbol y es madera propicia para seguir flotando en el mundo que le tocó vivir en su Colombia natal. El hombre no se resigna, dice de su nombre, se nombra y se consigna. Se reclama, se va al pasado y habla de su padre, de su madre, de sus andares y fracasos vistos por el otro que lo creía devoto burócrata, mientras la poesía recorría sus arterias. El hombre no matiza las palabras: las dice con todos sus tumores, con sus llagas, con sus costras y también con sus amores perdidos, extraviados y también olvidados, aunque como nata se mueven en su memoria. Es un hombre de yo compulsivo, autobiográfico, el que le arranca las máscaras a la hipocresía, no se esconde. El hombre es un poema de brutal lucidez. Transparente desde su condición de iluminado por la locura, por su interior encendido y dado a profetizar el futuro del tiempo, el tiempo del futuro y su nada.
Raúl Gómez Jattin es ese hombre, el que extiende la mano y recibe una limosna de los fantasmas. El que se sienta en los escalones de una iglesia y ve pasar los galones del poder, la frecuencia abortiva de los que lo miran por encima del hombro. No obstante, Gómez Jattin sonríe como el loco de la Mancha que sabía que el mundo giraba bajo las patas de su caballo, de su rocín asmático y flaco.
Su pulsión, la poesía, una voz inmancablemente clara, redonda desde la realidad de sus fantasías, desde las fantasías que la realidad no podía soslayar porque el poeta creaba a diario el mundo desde sus alucinaciones lúcidas, desde sus laceraciones, desde sus latigazos a su ser cuestionado por él mismo, sin quejarse, vapuleado por una suerte de felicidad que lo embargaba y que lo empujaba a escribir, a soñar en poesía, a sufrir en poesía, a pensar mientras la ciudad, las calles y su gente huían hacia sus propios escondites.
2
A Gómez Jattin lo encontramos en sus poemas, en su “fracaso”, en su insistencia al decir que no existe, que es un hombre de temer, que su condición es riesgosa para la mujer que podría amar:
Los poetas….amor mío
Los poetas…..amor mío…..son unos hombres horribles
unos monstruos de soledad……….Evítalos siempre
comenzando por míLos poetas amor mío…..son para leerlos
léelos…..Mas no hagas caso a lo que hagan
en sus vidas.
Y desde ese mismo texto se desprende el yo que lo representa, el que lo sumerge en lo más hondo de su lucidez mental:
De lo que soy
En este cuerpo
en el cual la vida ya anochece
vivo yo(…)
La poesía es la única compañera
acostúmbrate a sus cuchillos
que es la única.
Y mientras se registra interiormente, mientras recorre ese yo maltratado por el pasado familiar, por la abuela árabe, se va despojando de sus vocativos, hasta desaparecer:
Ellos y mi ser anónimo
Es Raúl Gómez Jattin todos sus amigos
Y es Raúl Gómez ninguno cuando pasa
Cuando pasa todos son todos
Nadie soy yo……..Nadie soy yo.
El yo se borra. Es un fantasma que anda por las calles. Duerme en una plaza, anda descalzo, está casi calvo. Hiede sus axilas, pero sonríe. Su cara de medio oriente se orea con el sol y mira hacia las fachadas de los edificios donde alguien hace el amor o agoniza.
Entonces vuelve a él en un
Retrato
Si quieres saber del Raúl
que habita estas prisiones
lee estos duros versos
nacidos de la desolación
Poemas amargos
Poemas simples y soñados
crecidos como crece la hierba
entre el pavimento de las calles
Y se califica de marihuano, decepcionante. Sus padres, sus “viejos”, lo veían como el más inteligente de la camada, pero “en vez de hijos, unos menesterosos poemas” fue lo que engendró.
3
No dejó de amar Gómez Jattin. No dejó de decirlo, de escribirlo. No dejó de poetizar el amor. De recordar a las mujeres que amó, a los hombres que amó. Por eso esa “Pequeña elegía”, la del poeta árbol, deshojado.
Y se sigue dibujando:
Los habitantes de mi aldea
dicen que soy un hombre
despreciable y peligroso
Y no andan muy equivocados(…)
Tranquilos
que sólo a mí
suelo hacer daño
Se desplaza el hombre, casi suicida. Sin zapatos, sucio por afuera, transparente por dentro.
Mientras agoniza en sus palabras, se le aparece la abuela, ese “monstruo mitológico”.
Pero él sigue, hasta dejar de ser la carne o el hueso que andaba por las calles.
Su poesía, una de las más originales de nuestra lengua, nos sigue doliendo.
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