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La caja, de Carmen Leonor Ferro

lunes 6 de noviembre de 2023
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Carmen Leonor Ferro
En La caja, Carmen Leonor Ferro convierte la ausencia de su hermana en un poema donde el dolor se concentra en las diferentes instancias. Lisbeth Salas

1

La poesía es la mejor estrategia para abordar la muerte. Su manera de decirla revela el rigor y el vigor de la palabra como conjuro. Desde la pérdida, los signos del tiempo convergen con y en la memoria, en y con los más delicados detalles donde la ausencia se transforma en la fuerza de una voz que traza la espiritualidad.

La muerte, esa socorrida y dolorosa metáfora, transita como un bálsamo, como una mirada que no cesa de estar en el instante en que el infinito, la eternidad del otro, aparece como imagen transfigurada, como traslación emocional y creativa.

La muerte es el momento del verso que contiene el silencio.

La muerte se transforma en conocimiento del otro, del que queda vivo. Es una forma de aprender de la ausencia, de los espacios que el otro ocupaba, de las cosas que tocaba, de las palabras que decía, de la vestimenta que usaba.

Desde el otro que se marcha, desde su vacío, una voz se encarga de ocupar el lugar que antes era la fuente vital de quien ahora no es parte del tiempo que transcurre.

Carmen Leonor Ferro nos introduce en la muerte de su hermana. Convierte su ausencia en un poema donde el dolor se concentra en las diferentes instancias, desde el pasado para darle forma a la memoria en el presente: su hermana sigue viviendo en cada verso, en cada gesto, en cada deseo.

Relata en este libro la presencia de la edad primera, desde los recuerdos en la pequeña geografía de la casa, en los afanes y lamentos producto de esa ausencia, de esa rasgadura que se traduce en cuatro estancias: “La caja”, “La memoria”, “Los hombres” y “El ayuno”.

 

“La caja”, de Carmen Leonor Ferro
La caja, de Carmen Leonor Ferro (Dcir Ediciones, 2023). Disponible mediante contacto con la editorial

2

Una caja, sin añadirle un adjetivo, puede contener los más olvidados objetos. Un cofre. Puede ser una experiencia donde caben todas las cosas guardadas por el afecto: los retratos de la familia, los recados hogareños, cartas, milagros en la mirada detenida de un niño que ahora es un adulto o un anciano. Y hasta el mismo polvo que los años acumulan sobre la piel de esas cosas. Huellas que permanecen como una mirada. Pero una caja mortuoria, funeraria, contiene el cuerpo silencioso de alguien destinado a hacerse invisible, a hacerse recuerdo u olvido.

En el poema de Ferro va la hermana con un deseo que se cumplió al pie de la letra:

Mi hermana había pedido que al morir / le pusieran un traje // que había comprado hacía tiempo en un mercado / de Venecia / una prenda hecha de retazos zurcidos en seda oscura…

Así comienza a hablar este libro, cuyo título envuelve el proceso de un ritual donde el dolor es la ofrenda que la muerte acepta como acuerdo por el misterio que ella misma implica.

Cada verso de este poemario —cada segmento de este aliento dolido— es un relato: el relato del deseo final, el de la mirada puesta en las fotos y documentos guardados en el cofre de la hermana muerta: “el pasaporte italiano”, “los papeles de familia”. El relato de “Mi madre (que) no reza / también ha perdido las blasfemias / exhala un vaho incierto / que va y viene”. El relato de la lluvia en el camposanto. El relato de “los varones / (que) cargan la caja / en sus espaldas”, el de los árboles movidos por el viento. El relato del entierro, el del foso comparado con el fondo del cofre donde hablan los objetos de la difunta.

Y luego:

Bastan pocos minutos al principio
después podrás permanecer
más tiempo,
cuando el hábito se haga a tu medida
y finjas entender la premura
no te sorprenderá aquella parte de la historia
que de alguna forma esperabas,
perdonarás a los que pronuncien tu nombre
y acaso la oscuridad no dañe más
tu pupila abierta.

Esta oración, esta “parte de la historia”, resume los diferentes relatos que contiene esta primera parte del libro: el tiempo ha cumplido su misión. Una mirada inerte en la memoria.

Todo ha terminado
la tierra cubre lo que ha de florecer.

Ha quedado el cuerpo, la imagen de la eternidad, como una semilla.

Y luego otra despedida, la de la hermana viva:

Aquella noche tomé el avión que me trajo a mi casa
donde ahora intento escribir frases
que me permitan devolverle
a la historia su holgura
como abrir una ventana
en medio del verano
y dejar que el viento esparza las últimas
hojas de una buganvilia cobriza
o respirar profundo y avistar a lo lejos
el claro de un camino que parecía sin final.

 

3

Una escritura del habla, como la que se añade cada día en nuestra lengua. Una escritura que habla desde la memoria, suerte de luto que recuerda la permanencia de quien una vez estuvo en la casa, en las palabras. Cada verbo conjugado demuestra la presencia de quien ya no está. En la casa, los rastros, las huelas de una y muchas veces. El tiempo dio en esta bella imagen:

No hay pasado sin árboles.

Y el poema continúa su curso en el lugar donde se vivió, donde aún se vive gracias a los recuerdos, la presencia activa de la ausencia:

los de San Bernardino / tienen los nombres pegados en los troncos.

Son los árboles bautizados, como para que sigan existiendo al pronunciarlos bajo su sombra:

a veces están tan cerca / algo de la historia se ilumina.

Una poética del lugar, con la hermana en cada paso, de niñas, y el tiempo allí, siempre el tiempo como animal inatrapable.

La imagen de los árboles, la metáfora de la permanencia mientras “mi madre / medita una decisión”.

Quien habla lo hace desde la inocencia. “soy una niña / sigo sus pasos // siento su respiración forzada / cuando se alza de la mesa // vivo su pesadumbre / y comienzo a conformar la mía propia”.

Y vuelve, el poema en la poeta, la mirada hacia quien ya no está, a quien en el pasado era su parte amorosa:

mi hermana parece demasiado pequeña para saber / no puede dormir sola / los ojos fijos en las sombras del cuarto / los oídos ceñidos al crujir de las maderas // yo la abrazo / y espero que pase la hora más densa.

El miedo de las niñas se disipa.

 

4

Nada es el olvido. Cada voz que aparece en el texto invita a “Deshilvanar la memoria / destejer su trama // imaginarlo todo de nuevo / devolver la cinta // rehacer los diálogos / rescatar cada imagen del hoyo”.

Cada detalle está en quien escribe y deja el recado en el lector: “La memoria viaja por terrenos baldíos (…) la memoria / es un poco de azar / vertido / en la ecuación”.

Aquella imagen de los ojos abiertos para recibir la muerte, y esta para consagrarla:

vengo a desentrañar las señales / su mirada sostenida.

El tiempo pasado, lo que ha quedado atrás, sigue en presente.

 

5

La muerte no es un argumento. En todo caso, una anécdota. Una cuenta por pagar. El luto representa la cuantía de la muerte en cuanto en tanto dolor: cuánto se lamenta, la muerte es un desvío, una vida desleída, leída, borrada, simulada, olvidada.

No obstante, el tiempo. No obstante el momento, se desliza el llanto como una alegoría, como una instantánea que se deja en la caja de los recuerdos.

La madre sigue llorando. No obstante,

Llorar a los hombres que se van / como si el futuro viniera de la memoria // esa extraña complicidad / entre tu abatimiento y aquellos días // como ir contra el pasado.

El tiempo, esa cuerda que suele romperse: la muerte en el poema es continua, es como “volver a meditar el sueño // destruir la trama // sufrir el absurdo de nuevos personajes” e inventar una filosofía de la ausencia.

Esta vez la voz del poema habla en masculino, dice de alguien que ya no está, que se ha hecho ausente, que no es. El poema pronuncia el hogar, lo subraya, lo duele:

No lo volví a ver / pero yo había perdido la casa tantas veces / que supe cómo atravesar aquel yermo / detenerme cada tanto para sentir el cuerpo fragmentado / y no tratar de olvidarlo a ultranza / eso tentaba la memoria aún más / como la podredumbre / a un buitre.

 

6

La palabra de la muerte, ella misma, no deja de estar desde el recuerdo de quien se ha marchado. La memoria insiste. Todo el poema para confirmar que el dolor forma parte de una travesía:

Cada vez más pequeña
el ágora
que ocupo

y más grande
mi forma de pensarte

mi urgencia diaria de verificar
que no has muerto

buscándote en pequeñas escenas

—caminas hacia el cuarto
preparas un té—

sujeta al vicio
de imaginarte

construyo esta bitácora
donde no aparezco.

Mientras, la madre sigue en sus quehaceres de despedidas, de verbos consagrados por el vino, por la espera de quien no llegará.

El poema se resiente de él mismo.

Habla de los hombres, de sus sueños, de una mirada. Del tiempo prohibido, el futuro como sinónimo de olvido.

No obstante, “nos queda // pensarás // la memoria, // honrarla con el sueño / no cambia nuestra visión desdibujada…”.

 

7

En “El ayuno” nos encontramos en familia. No hay nombres, celajes humanos, remembranzas. Alguien reclama retornar en una palabra. La muerte ha quedado un poco atrás. El pasado es el hoy ante la mesa con el pan, el agua y el café listos para ser tomados.

Y así,

en esta parte de mi vida / hallo sólo fragmentos…

Vuelve la voz de la niña, la que era con su hermana, la que no deja de recordar, la que ayuna y seguramente no reza con la madre.

de pequeña solía rechazar / los alimentos / ante los ojos extraviados de mi madre / me dediqué a devolver a la intemperie / jugos amargos.

La familia se congrega en el poema: lucen las miradas del día. Se hace trozos del tiempo, voces apagadas mientras las horas pasan:

cuánto ayuda lo imperfecto a contar una historia / las niñas se sientan a la mesa / los padres discuten asuntos punzantes…

Y así, otra vez:

las hijas / mastican pausadamente / crudas verdades // soy lo que falta en cada lugar.

El poema cierra su curso con este eco:

cuando ya no pueda imaginar / un cuerpo errante / pensaré en ti.

Alberto Hernández
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