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José Tomás Angola: Sin freno concebido

martes 26 de julio de 2016
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José Tomás Angola
José Tomás Angola. Editorial Ígneo

1

Quien conduce un vehículo escribe el poema sobre la velocidad, que le permite dejar atrás estorbos y caprichos. Revisa el celaje de la polis y se embriaga con el olor a aceite de motor y gasolina. Quien escribe poemas sobre vehículos y sus órganos vitales, vive en un país dislocado. En una ciudad cuyo caos forma parte de la rutina, del metabólico horario de calles y avenidas.

El autor de este poemario traza los versos en medio de un dogma automotor.

José Tomás Angola elabora una oración desde el confesionario de un carro. Sin freno concebido, Editorial Actum, Caracas 2006, se concibe como un auto sacramental donde caben la ciudad entera, sus ruidos, sus venas y arterias a punto de reventar. Y afirmo auto sacramental porque el título conduce a pensar en un sujeto arrodillado (en este caso sentado) frente a una ventanilla por donde emerge la respuesta de quien podría absolver pecados sumados a penas y desgracias.

El autor de este poemario traza los versos en medio de un dogma automotor.

Y viaja en el texto desde el calor que emana de una máquina forzada por las colas, los frenazos, pero sobre todo por la velocidad que le imprimen la ansiedad o el saberse dotado de tantos conocimientos acerca de vehículos y sus circunstancias, que son las mismas del conductor. O de quien observa la rotación de las ciudades.

Y desde su posición frente a la consola crea una poética. Así:

He dicho siempre
que el ruido es la ausencia del silencio.
Nada más sincero que él.
Tormentoso en las noches
en las que ni siquiera
queremos oír nuestros propios lamentos.
Los escapes de los autos son los padres del ruido.
Pasean por las venas de las ciudades,
Deambulan por pasadizos inimaginables
Y roncan despertando la molicie de los soñadores.

Acaba de surcar un auto.
Su grito de monóxido me alarma,
me recuerda que aún el silencio

No ha llegado.

 

2

“En el reflejo de un retrovisor” la voz es el vehículo. Humanizado es la crítica de la ciudad, el lamento del que sale de la casa (o del garaje) y se convierte en personaje que mira hacia atrás, hacia lo que deja a su paso, como si se tratara del tiempo que se acumula en la memoria.

El carro habla por la boca del poeta. El automóvil tiene un ojo que vigila los pasos ya dados. Se describe, se relata, se desnuda, muestra su organismo y lo pone a prueba ante su propia humanidad.

…Así soy,
tronido
nunca explosión,
así soy,
llave
nunca encendido
y esta autopista de desesperanza
inundando mi alma de caracol (…)
Así soy,
antena
nunca radio,
así soy,
velocímetro
nunca motor.
Desvarío
en un paisaje de egoístas,
y apenas una señal de tránsito
para tantos ciegos manejando.

El poema es desde su propia descripción. Desde su autoproclamación como animal de las vías. Y desde él mismo como texto y contexto: las patologías devenidas en desperfectos al final del poema.

Un carro es también un ser doliente. Su conductor, un petulante, “una mirada señera”.

La imagen de retrovisor recurre en auxilio de las horas agotadas. La velocidad no se limita ante el girar de las agujas del reloj, ante la muerte lenta de la ciudad.

Y así, la nostalgia, la tristeza de llegar a ser despojo, chatarra, olvido, vejez. Un carro es un tajo en el recuerdo. Nadie deja de ser el primer carro de la familia.

 

3

César Aira acaba de afirmar que el escritor debe ser un sujeto de escritura rara. Pues bien, este es un libro raro. Es un poemario extraño porque choca contra el lector acostumbrado a leer textos sobre temas más cercanos a sus pasos, a sus costumbres.

Escribir poemas donde los vehículos sean los personajes parece labor de ociosos, pero no es así. El hombre de hoy vive en un carro, duerme en un carro (autobús o tren), fornica en un carro, se desplaza por el aire en un carro que vuela, en uno que flota, en otro que —ansiolíticamente— lo hunde en el sueño. O en la muerte.

Entonces, un poemario en el que hablen los carros es muy extraño para quienes no se han despojado de ciertos dogmas. Humanizados se hacen este nosotros que lo habitamos, que lo usamos, que lo chocamos, que lo manoseamos, que lo bañamos, que lo acariciamos, que lo hacemos nuestra mujer o nuestro macho. Es más, el carro, el automóvil, el vehículo, el coche, como quiera llamársele, es un personaje de carne y huesos porque quien habla lo hace desde él para ser él.

Una poética del movimiento, en este caso de la velocidad. Sin freno concebido traza las rutas, los caminos, las calles, las autopistas. Y por ellos, el destino del viajero. En suma, carro y pasajero se hacen un solo cuerpo. Salen juntos, llegan juntos. Y cuando no llegan, se quedan juntos —destrozados— en la carretera, hechos añico, un desastre de la velocidad, porque la muerte también es pasajera. También forma parte de esa poética que se desplaza o se detiene abruptamente.

 

4

Extraño este libro. Rara esta poética. Como debe ser.

El poema arriba a esa muerte en el nombre de Pancho Pepe Cróquer, el narrador deportivo y también corredor de carros. El nombre se repite en cada golpe, se hace lugar en el instante del choque, en mismo momento de la muerte.

…Al final siempre estará el muro
eterno
para chocar
y volvernos esquirlas de algún recuerdo.

En muchas imágenes periodísticas aparece el carro destrozado de Pancho Pepe, mas no el rostro del conductor. Carro y cuerpo derrotados por el golpe se fundan en los hierros retorcidos de la máquina. La gasolina y el aceite derramados son la sangre de Cróquer.

Una vez revisada la escena del accidente, el carro pasó a ser fetiche y la voz del corredor a las cintas de grabaciones, para memoria de los oyentes. Y su cuerpo intangible, al cielo, mientras el otro cuerpo, el de carne y huesos, reniega aún de las sombras en el cementerio. Así quedó en los diarios.

Extraño este libro. Rara esta poética. Como debe ser.

 

5

En poesía los temas no tienen límites. Y así en todos los intentos creativos. En nuestro país se ha escrito poesía donde el beisbol es el personaje. En narrativa el boxeo, las carreras de motos, el mismo beisbol y hasta las peleas de gallos derivan en correlatos que dicen de otros tópicos, máscaras/justificaciones para hablar de la realidad, de esa cosa que muchas veces estorba y que es necesario abortarla con la ficción.

José Tomás Angola se aventuró con los vehículos y el perfil borroso de un conductor. De un ojo que se encarga de revelarse a través de un parabrisas o de un espejo retrovisor.

La modernidad no es un atajo. Sigue allí.

Y en esa porfía, el autor se ajusta el cinturón de seguridad frente al espejismo de un yo acosado:

Mi rostro se vuelve viruta de cristal.
Como en la fotografía de un alarido
mi cara es imagen latente en el parabrisas.
Oigo el chirriar de ruedas,
crepita en distorsión la máquina
y mi brazo es escudo de santo caballero
ante el basilisco de un volante feroz.
Mil veces morder las astillas,
mil veces lágrimas en la frente
y soy un Cristo sin corona
empapado en el bermellón de mi propia cascada.
¿Cómo llegué hasta este barranco?
¿Qué sinuoso camino me llevó al anochecer?
(**)
Abro los ojos y alguien busca cerrármelos.
Con aguja e hilo cosen mi desvelo.
Ir y venir la costura y aún no quedan juntas
Las partes estalladas de mi holocausto.

¿Logre escapar?
¿Me perdí de algún laberinto que inventé?

Y así hasta el sueño en algún lugar preterido. En el extravío con los ojos cerrados frente al opaco vidrio del parabrisas.

El modelo de un carro. Su marca comercial. La mirada puesta en la carretera y en los cementerios. El viaje, la gasolinera, el costado de un monte. La brisa, un túnel, una llave que gira, un largo decir en el camino.

Y el final, “A fin de cuentas el que manejó la tinta / puede ya no estar / y ahora sólo estás tú / con tu propia ciudad penitente”.

El libro, el poemario, el lector bajo el sol. Un vehículo ronca como un animal herido. Los poemas flotan. El futuro sigue allí, anclado en el presente. Mientras un hombre abre una portezuela y enciende el motor. Por ahí anda la realidad, desbocada.

Tosemos con el humo. El poema ayuda a respirar.

Alberto Hernández

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