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La corteza no basta, se descubre

lunes 14 de noviembre de 2016
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“La corteza no basta”, de Sandy Juhasz1

Una cubierta verbal asoma el poema, lo descubre. La corteza de su sonido se hace otra voz, la que alberga la poesía, “esa palabra (que) muerde la lengua”.

De esta manera podría comenzar la lectura de este libro de Sandy Juhasz, a quien cabe preguntar, ¿acaso quien traza esa voz, quien la pronuncia, es la boca del otro?

Una oración, el componente espiritual del sonido poético, traza el espacio para poder ser. Y ser es estar. Un ser y estar que prevé la presencia de un lugar salvaje, dotado por una fronda que se enfoca en la metonimia de la mímesis.

En La corteza no basta (Oscar Todtmann Editores, Caracas, 2016), la autora sugiere usar un estilete para cortar y descubrir lo que hay en el interior, en el espacio que se encuentra en “el limpio silencio (que) nos junta en el rezo de la mantis / para que la flor mordida por el gusano / sea el único vacío / que oscurezca la tierra”.

Podría tratarse de una poética o de la preparación para develar un instante místico, más allá de lo religioso. O simplemente, tentativo.

El poema sigue cubierto por esa trama que lo oculta, que lo arropa o mimetiza. Lo esconde mostrándolo al lector: condición aparente de una lectura iniciática que se sostiene en la medida en que la oficiante, la que escribe y se oye a solas, sabe que el poema la agobia, la hace cuerpo en otro.

 

El poema que se oculta emerge en el cuerpo sospechado o conocido.

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Este libro, que se ancla en varios temas, tiene en el amor, palabra tan peligrosa y a la vez delicada, una especie de piedra arrojadiza, un vocablo ajeno, que pertenece a quien la pronuncia sin dejar de ser de otro. La lengua, la que se succiona, la que se besa o se lame y la que se habla en un lugar, corporizan la imagen de la ausencia, un espacio también oculto que posibilita la asimilación del poema que huye, se desplaza. Es decir, la poeta también huye hacia alguien que siempre deja un rastro ineludible, el cuerpo. El cuerpo del otro. El ajeno y el que se es. Se elude, muchas veces, el cuerpo que se usa como propio.

Y como el engaño, el olor del cuerpo en el deseo mismo, el que se advierte como un “reino sin palabras”.

Más allá de ese reino, otro reino, el selvático como símbolo, el que nace para ser cazado en la bestia que se calca en ese otro.

En el tigre de Borges, el que emerge del reflejo de la ceguera.

Me acuesto en el espejo de la noche/ sin romperlo / los tigres vienen por mi piel / lluviosa de labios / dulce en la lengua tentadora / la luna nunca se seca / rayo de un goce secreto / suplica el fuego la mirada zorra / irreal como mi cuerpo / al piel de un árbol / soñando tigres.

 

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En la búsqueda de despojar el poema de su envoltura, el cuerpo, interregno y a la vez lugar preciso, habiendo sido doble, se hace uno solo, una sola savia, una sola metáfora. Un cuerpo o los pedazos de él.

Un cuerpo que se construye en el poema para ser otro o de otro, no prescinde de la indagación. Es necesario verterlo en el texto. Hacerlo texto, poema/estadio que el mismo corpus (y aquí es necesario decir del vacío ya nombrado) revierte, se hace tierra baldía, desierto, sequedad.

De esa manera, el poema que se oculta emerge en el cuerpo sospechado o conocido.

 

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La geografía mimetiza el temblor, se hace paisaje al nombrarla.

Imágenes recurrentes en esta poética: cuerpo, selva, tigre. La figura de la bestia frecuenta el temblor de la voz que la traza. De allí a la muerte, sólo para asomarla como referente amoroso: la fiesta del cuerpo, la de sus líquidos contenidos bajo la piel: el renacer desde la luz. Y un animal que acecha en medio de la selva verbal.

La voz que dice es hembra, como su lengua, la que muerde y la que habla.

El espacio metonímico, tan dado en este libro, tiene sitio en los sueños, en una especie de flora vocálica y carnal que despeja la corteza, el ocultamiento: la geografía mimetiza el temblor, se hace paisaje al nombrarla, en un río, el Orinoco, en un trueno, en la distancia, en el silencio que Bashō invita a recorrer a través de un árbol indagador, como el de la sabiduría budista.

Entonces, ese “único vacío” trasciende. Y lo hace al “Nacer en selva”:

Una selva puede nacer en cualquier lugar / en las ruinas que llevamos dentro / o en la huella de lo nuevo que se asoma / la he visto en la chispa de las piedras / y en la cercanía de las almas que se tocan.

He aquí el lugar. He aquí el sitio donde irrumpe el poema al romper la corteza y ser lo que anhela: cuerpo, lengua que habla, lengua que ama, lengua que toca. Bestia que acecha.

Alberto Hernández

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