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El semiólogo salvaje

lunes 13 de agosto de 2018
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“El semiólogo salvaje”, de Rafael Castillo Zapata
Fotografía: Contrapunto

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El primer Roland Barthes se me atravesó en forma de duende en un pasillo del Pedagógico de Maracay. Era una aparición saltarina que entraba y salía de las páginas de un libro. Me hablaba, más bien me susurraba, y no lograba entender nada porque lo hacía en francés y las pocas palabras que me llegaban a la sesera —en un español demasiado acentuado— flotaban a mi alrededor como insectos alocados.

Cuando lo nombraba no sabía si eran graves o agudos su nombre y su apellido. Me sentía “estructurado” por la manera de mirar el sujeto desde una fotografía que encontré en la biblioteca de la institución. De cara fina, un tanto narigudo. Bueno, casi lo olvido. Roland Barthes era materia de estudios —casi obligados— en aquellos años de mediados y finales de la década de los setenta. Y para los que andábamos entre signos y símbolos añejados por Ferdinand de Saussure, la gramática generativa y transformacional y demás añadidos que entrañaban la morfología y la sintaxis, tanteábamos aún en la gramática de Bello, a quien sentíamos más como prócer que como académico.

He retornado a Roland Barthes gracias a este libro de Rafael Castillo Zapata, El semiólogo salvaje. Lo reviso con temor porque es un libro para especialistas, para gente dedicada a estos asuntos peliagudos del discurso.

Acosado por mi ignorancia —de la que aún gozo— vacié en algunas páginas instantáneos trabajos de investigación donde por algún recodo aparecía Barthes, pero nada, no era gran cosa. Hasta que llegué a la Universidad Simón Bolívar a trasnochar una maestría de la cual emergí feliz gracias a las atenciones magistrales de muchos profesores, entre ellos Manuel Bermúdez, Isaac Chocrón y, para más señas, Ana Pizarro, quien nos habló mucho de Barthes y de Tel Quel, de las aventuras semiológicas de ese Rolando castellanizado. Entonces pude agarrar un poco el carril, aunque todavía me veo enredado en algunos matorrales de su lenguaje.

He retornado a Roland Barthes gracias a este libro de Rafael Castillo Zapata, El semiólogo salvaje, reeditado por El Estilete en Caracas, 2017. Lo reviso con temor porque es un libro para especialistas, para gente dedicada a estos asuntos peliagudos del discurso. Un día me entretuve en un tomo titulado Roland Barthes por Roland Barthes, que Monte Ávila hizo público en 1978, texto en el que naufragué varias veces pero en el que también pude constatar que Castillo Zapata acierta cuando usa la expresión “salvaje”, toda vez que R. B. se atiza él mismo y regresa a su ser semiológico como un muchacho desquiciado en Bayona. Bueno, pero lo relevante de todo esto es que nuestro autor, un estudioso del señor Roland, además de poeta celebrado, nos entrega un material de investigación, una tesis que nos llega con un excelente prólogo de María Fernanda Palacios, en el que ella desentraña un tanto lo que más adelante trabaja Castillo Zapata.

 

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¿Qué decir de un libro luego de leer el texto de la profesora Palacios? ¿Cómo encarar sus páginas si ya el lector se ha paseado por el perfil del autor y del contenido de la obra?

No me queda sino recurrir al halago por estas páginas reeditadas, por estas páginas que me obligan a sentirme en las palabras de Alfonso Reyes y Charles Baudelaire cuando afirman, respectivamente, más allá de mi pecado original como “lector” de Barthes, lo siguiente, para entrar en cierto calorcillo:

…la crítica no es necesariamente censura en el sentido ordinario. La crítica también encomia y aplaude. Más aún, explica el encomio y enriquece el disfrute…

(***)

Yo creo, sinceramente, que la mejor crítica es la que resulta entretenida y poética; no esa otra, fría y algebraica que, bajo pretexto de explicarlo todo, no tiene ni odio ni amor y se despoja voluntariamente de toda especie de temperamento…

¿Tienen sentido estas palabras para llegarle a Barthes? No sé, pero se me ocurre que al hablar de disfrute encontramos en el sujeto de estudio un verdadero caudal donde la crítica va más allá de ella misma. Barthes crea, inventa, es un literato en el sentido lato de la palabra. Es un investigador que se extrema desde los signos de la literatura hasta llegar a otros rigores. Se engarza en los asuntos de la política, la ideología, la economía, etc. Por otro lado, su temperamento “salvaje” lo hace portador de una poética y una hermenéutica en las que los signos despejan los sentidos de las palabras. Su objeto de estudio está centrado en eso, en los significados. De modo que quien tenga curiosidad por este tema podrá disfrutar y encontrar “amor y odio” (aunque no se sientan tan viscerales) en esos signos que el ser humano ha creado y recreado.

Podría parecer traído por los cabellos que Reyes y Baudelaire llegaran a estas líneas cuando sabemos que andaban en otras intemperies de la escritura. Pero bien. Sus citas podrían ser materia de discusión.

 

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¿Qué dice María Fernanda Palacios, entre otras cosas, sobre este libro Rafael Castillo Zapata? No me arredraré en citarla varias veces. Bien vale la pena.

“Los buenos libros nunca terminan de escribirse, los buenos lectores nunca terminan de leerlos”. Este aliento aforístico comienza el prólogo, en el que también dice de ser un texto que había sido publicado por Fundarte en 1997.

“Este libro es un ensayo crítico y la crítica, lo sabemos, es un diálogo que se impulsa y se sostiene en una tensa conexión con la hora presente y en esa actualidad se afincan tanto su autoridad como su caducidad…”, lo que no quiere decir que nuestros dos citados arriba no estén actualizados. Y así, destaca: “El acento de la semiología como disciplina al salvajismo de una vocación compartida”.

Se desliza la escritora por la historia de un tiempo europeo, el que vivió Roland Barthes, tiempo que lo guio hacia “una trayectoria a través de los signos”, de lo que se desprende que “la crítica que no critica la obra, la crítica que al reiterarla la realiza desplegando las intenciones y tensiones que la habitan”, al referirse a Walter Benjamin y tocar el tema del deseo como impulso desde una frase para fundar un mundo. Afirma también Palacios: “Este libro es un relato”, porque cuenta el viaje de una disciplina, y llega a la meta en la que “la equívoca transitividad de la crítica” destaca como un itinerario teórico.

 

Se trata de un estudio apretado, denso, repito, para estudiantes o profesionales cuyo perfil atienda a la investigación lingüística.

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Dejo atrás a la profesora Palacios, con todos mis baches, y me detengo en un texto de La cámara lúcida, de R. B., que nuestro autor usa como epígrafe: “Soy un salvaje, un niño —o un maníaco; olvido todo saber, toda cultura, me abstengo de heredar otra mirada”, y se me ocurre el Barthes poeta, el Barthes sintetizador de su psique, del niño que habita un universo de signos que lo agobian. El Barthes ser humano. El salvaje que lee, que desnuda las palabras, que las ve por detrás, que se mete en las vidrieras de los avisos publicitarios, en la propaganda de los partidos políticos y en la ideología, en lo que dice el teatro, en el ser de las palabras.

Castillo Zapata vacía esta investigación en cinco escritos: “La verdad del deseo”, “Abreviaturas de las obras de Barthes citadas en el texto”, “El árbol narrado”, “Por el camino de Brecht” y “La ciencia arrebatada”.

Se trata de un estudio apretado, denso, repito, para estudiantes o profesionales cuyo perfil atienda a la investigación lingüística. A semiólogos y curiosos de la semántica. Es un libro de tal utilidad que debe formar parte de la bibliografía de quienes en universidades y espacios donde abunda la materia verbal se dedican a hurgar en las vísceras de los signos. De modo que también es un libro visceral porque el autor venezolano lo pone todo en esta exigente materia.

Descargo algunas afirmaciones de Rafael Castillo de cada uno de sus intersticios para poder acceder a una aproximación a su trabajo:

Barthes… “este enamorado a muerte de los signos del hombre, de los signos del mundo”, de modo que más allá de la dificultad para entrarle a los signos, se trata de un sujeto mundano, cotidiano, que anda a la caza de la comprensión de la realidad a través de los sentidos.

“Barthes ha hecho de esa errancia —y errar, lo sabemos, es obrar con error y andar, además, vagando, vagabundeando— (…) desde su propia gana semántica; es decir, desde su propio apetito de los signos; es decir, desde su propio deseo”. Habla Castillo del muchacho salvaje de Bayona, de su aventura como semiólogo salvaje, “minada por el aburrimiento y las crisis de exclusión”. Es decir, digo, por haber vivido rodeado de signos cuya comprensión le fue cercana: en carne y huesos, para luego teorizarlos. Hombre de ciudad sonora, ciudad en la que Proust, Balzac o Plassans siguen estando presentes, como sus maestros Gide y Camus, sus leídos. Y luego las voces de Michelet y la escena brechtiana, el padre de “La Madre Coraje”. Onírico y utópico, un errante que se arraigó en los significados de los signos. Códigos, claves, abreviaturas que le dan cuerpo a este libro donde también perduran, para aclarar al lector que está cercado por nomenclaturas. Las ramas de un árbol. Imposible de podar: “Todo me envía mensajes (…) signos que piden a gritos ser descifrados”, escribe RCZ. Y más adelante, esta imagen que lo afana en poesía: “la mecánica loca de la significación”, en la que está imbuido Barthes. Determina que el semiólogo es un prisionero de los signos, de las “cosas que hablan”. Por eso, “está condenado a plantearse continuamente la pregunta por el sentido”.

(Imagino al niño, al joven, al adulto Roland, o Rolando, ese personaje esquizofrénico, lector de voces reales, callejeras, ficcionadas o ficcionalizadas, que lo siguen por todos lados: lector de signos, facilitador de escombros que iluminan, que hablan).

 

5

Pasión, seducción, sentidos, sombras y luces. ¿No se podría afirmar aquí que el semiólogo era un solitario signado por los signos? Íngrimo en una habitación. Íngrimo en una plaza llena de gente. Voces, avisos, parpadeos de neón, estallidos en el cielo. Las lecturas, los autores, la literatura, el cine, el teatro, las artes plásticas, el canto. Por eso, igual: “La semiología no es otra cosa, para él, que la investigación atenta y detallada de esa fatalidad de la significación”.

El último ensayo predica sobre el sistema que trabajó Barthes, el que lo asedia. El semiólogo es un sujeto sígnico. Está marcado como Caín.

¿Qué significa “significa”?, le preguntó una niña avispada a su padre novelista. Y el padre, como Barthes, se sintió aturdido, pero dio con el signo que convenciera a la niña, salvaje por su inteligencia. Los “poderes ordenadores y reguladores del lenguaje”, dice RCZ. Y es la niña, el niño díscolo, selvático por las lianas que lo enredan entre los signos.

La política, el teatro ideológico, la fascinación por la estructura dramática. Los signos en escena. Nombra Castillo a Phillipe Sollers: “Brecht el que conduce en línea recta al territorio donde Barthes se coloca a la sombra de Sollers”. He aquí que sale a relucir la idea que continúa fija en algunos signos de nuestro tiempo actual decadente: el marxismo, el leninismo, aquella sombra arpía que descorazonó a más de uno, pero Barthes no creía en militancia alguna. Alguien o algunos lo pusieron en un pedestal “progresista”. Se sostuvo en Brecht. Y Castillo se pregunta por qué no en Camus o en Sartre. Estuvo comprometido, pero “su objeto deseado” estaba en lo que decían los signos del teatro del alemán.

El último ensayo predica sobre el sistema que trabajó Barthes, el que lo asedia. El semiólogo es un sujeto sígnico. Está marcado como Caín. Recorre el universo de las palabras, de los asomos de algún balbuceo humano, oral o escrito. Y por eso:

…la semiología bartheana, seducida por el espectáculo incesante de los signos, se ha mostrado desde los orígenes como un campo de maniobras movedizo e inestable, impredecible, abierto a los avatares del azar y su ajetreo.

El juego del sentido, de los sentidos. Con esa idea termina RCZ su estudio, y yo, decidido a revelarme signo opaco, me refugio en Pierre Guiraud para que me refresque que “la semántica es el estudio del sentido de las palabras”, y desde esa clara explicación —que se anidó como acecho en Roland Barthes— retorno a esa añeja lectura gracias a Rafael Castillo, a María Fernanda Palacios y a los duendes que ambulan por el mundo y nos convierten en signos.

Alberto Hernández
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