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La vida, un viaje. Un permanente viaje. La vida, la Odisea: la memoria es un hilo que teje cada segmento de paisajes, entornos, lugares, descubrimientos, pensamientos, sustos, miedos, sonrisas, sorpresas: la vida es un viaje por el mar, por el aire, por tierra, por los sueños.
También es un viaje mientras no se viaja, porque la memoria es capaz de reconstruir todas las incidencias, accidentes, dolores, visiones borrosas, olvidos.
Victoria de Stefano nos cuenta su vida. Esa nutriente existencia que sigue viajando desde su memoria, desde su escritura, desde todas las respiraciones que acumula para trazar el dibujo de su tránsito por la tierra, por esa tierra, aún redonda pero que un día parecía un abismo mientras navegaba desde su Italia natal hacia el continente americano.
La escritura que nos reúne en Victoria de Stefano está en su biografía. En su autobiografía, relata desde lejos, desde la mirada de la niña que la acompañó en su edad inicial y que ahora, con la misma edad instalada en el alma, le permite relatar la niña que sigue siendo mientras la guerra destrozaba su paisaje y le regalaba otro destino.
Esta mujer es un personaje de nuestra hermosa verbalidad. Esta mujer, tan personaje homérico como tropical de este clima que la acogió, nos entrega en Su vida (El Taller Blanco, colección “Comarca mínima”, Bogotá, Colombia, 2019) los detalles de su llegada a Venezuela desde su nativa Rímini.
Es una escritura tan hermosamente escrita que nos hace ver en ella quiénes somos los que no vivimos esa travesía. Y ahora somos esa travesía. Es una escritura en bello castellano. Es la línea perfecta de una historia que nos congrega y nos ilumina desde la aventura de una niña que ha escrito excelentes novelas y ha llevado una vida ejemplar.
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Victoria divide su trabajo en varias instancias temporales: su viaje, su tránsito desde el puerto de Nápoles hasta Maiquetía. Así, de esta manera, nos da a conocer su odisea: “Junio de 1940”, “El fin de la guerra”, “Nápoles”, “Navegación”, “Nueva York”, “Para más tarde” y “Un mundo nuevo sustituye al otro (aun así no hay nada nuevo bajo el sol)”.
La línea curva, recta, quebrada, bamboleante, elíptica del viaje de la voz que nos habla desde una niña, nos dice de su nacimiento el 21 de junio de 1940, en plena guerra de los alemanes contra el mundo europeo. Rímini fue y sigue siendo su ciudad natal y desde ella hasta 1946, cuando aborda con sus padres y hermanos el barco que la traerá al Nuevo Mundo, Victoria fue testigo inocente de todo lo que quedaba de esa parte de su país. Un poco antes de contar su travesía, la llegada a Nueva York donde los rascacielos, el ruido de la ciudad y la sonrisa de un negro que le brindó un desayuno de sabores desconocidos han sido parte de esa memoria congelada.
Nápoles, “los escombros, los palacios calcinados”. La guerra y sus ventosas destructoras. La mirada sobre el mar Tirreno desde una terraza. El Vesubio y su historia de calcinaciones.
Y la “navegación”, la salida del Mediterráneo a través de la boca herculana del Estrecho de Gibraltar. Y luego, el océano, el Atlántico, ese mar increíble, interminable, azul y de otros colores recreados. Las luces de la España interior, cercana, africana: Algeciras, Ceuta. Y los mareos, el movimiento eterno de las aguas o su tranquilidad durmiente. El padre silencioso. Los niños. La tristeza de los emigrantes. Las miradas. El salitre, el calor. El tiempo. La angustia por llegar. Y luego, Nueva York, donde durante cuatro o cinco días la niña que nos cuenta fijó en su pupila la gran ciudad que la recibió por unas horas. El hotel y los doce pisos de altura. El miedo a la ventana. El vacío. Después, Miami en un Constellation, a un paso de Maiquetía, al calor del trópico.
Un regreso a Nápoles en la memoria nos permite jugar con el tiempo de Victoria. El golfo de aquella geografía, los recuerdos. Un “Para más tarde” que se queda en el presente.
Una nueva historia se aferra a la muchacha que crece. A la bambina que se hace hablante venezolana. La niña que aprende a hablar español: el miedo a las letras, a las eles y emes. Y su lectura con otras niñas, con las criollas, con las que se hacen sus amigas. Y entonces, Victoria de Stefano es también trópico, absoluta en su nueva lengua, sin dejar atrás la otra. Es decir, habla una “lengua transmental”. Y un día, con el periódico en la mano, la guerra: corre asustada porque de nuevo ese monstruo de mil patas la sigue. La madre le aclara: es en Corea, queda muy lejos.
Ahora, después de tantos años, vuelve la niña a nosotros y desde ella nos hace niños que viajamos y la conocemos. Somos Victoria de Stefano. Somos ella, su vida.
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