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Ponzoña de paisaje, de José Pulido

lunes 5 de julio de 2021
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“Ponzoña de paisaje”, de José Pulido
Ponzoña de paisaje, de José Pulido (Ítaca, 2020).
“Es un país diferente el que nos enseña Pulido. Irreconocible en tanto que lo sabemos cercano. Los personajes confluyen en una interrogante distinta y grotesca. En realidad, los personajes no saben qué va a pasar en estas páginas azarosas y fronterizas”.
Eziongeber Chino Álvarez

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Al principio, el lector cree que está leyendo un compendio de relatos breves, de fragmentos, de aislados periplos. Al comienzo de todo es como el Génesis: dos personas, una serpiente, un manzano y la mano de Dios. Y aunque la metáfora sea alegre, no congruente y hasta engreída, es saludable señalar que estamos leyendo una novela.

La virtud de este libro está en eso, en engañar un rato al lector y luego convertirlo en cómplice de tantas aventuras en las que participa un número indeterminado de personajes que van saltando de página en página: entran y salen, desaparecen y aparecen de un paisaje que se ubica en la frontera de Venezuela con Colombia, pero que también se muda a otros espacios un instante y regresa a ella otro instante mientras un helicóptero —al final del camino— explota en el aire y cae hecho cenizas en la tierra.

Para leer este libro es preciso estar advertido: José Pulido sabe jugar, narra como si hablara con el lector, que ya no es lector sino oyente. Oye la novela quien lee porque ella suele hablar como quien habla a diario, con las palabras ajustadas a la lengua de todas las horas, las del día y las de la noche, en este caso desde un enclave nombrado La Esmeralda, bar burdel como el de Meneses en “La mano junto al muro”, con la diferencia de que en éste, en La Esmeralda, se fraguan todos los delitos, todas las mañas, tráficos, mafias o malas andanzas de los actantes que —tomados de la realidad— son tan reales que podemos sentirlos con los cinco sentidos en el mismo instante en que estamos leyendo esta novela de cuentos, relatos o historias que se deshacen en unos momentos y se recomponen en otros.

 

José Pulido narra con la intensidad de quien entra en la densidad de los eventos que emergen de su imaginario.

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Ponzoña de paisaje es, precisamente, una novela veneno. Una novela que envenena porque atrapa al lector con su poder y se puede leer en poco tiempo, toda vez que su ritmo permite que el ritmo del lector se acople a las vivencias y moriencias de los personajes, tan apegados a una realidad tan próxima que es capaz de ser la historia ficticia de una realidad, la de la Venezuela cuya frontera ha sido convertida en la posada de guerrillas, secuestro de soldados, en ámbito de desplazados, en trocha de vacunadores, en paraíso o santuario de narcos que le facilitan las cosas a la “ley” y son la “ley” en las cosas del presente.

Publicado por la editorial Ítaca en su Biblioteca José Pulido (Caracas, 2021), este trabajo del narrador villacurano José Pulido es un retrato, un paneo, una panorámica de la deriva delictiva en que se ha convertido el mapa de la Venezuela de hoy.

Desde un relato donde no faltan el humor y unos diálogos en los que la ironía, el mensaje directo y el doble sentido expresan el color local de una nacionalidad, José Pulido narra con la intensidad de quien entra en la densidad de los eventos que emergen de su imaginario. Imaginario que le es facilitado por la ficción de una realidad tan de simulada ficción que conspira contra la misma ficción, que descubre la inmanencia del olvido y la trascendencia del fracaso: un país derrotado, un país de nombres y apellidos que juegan al destino de la inocencia, prevalidos, los protagonistas de estas historias, del crimen para derrotar los sueños, los que quedaron anclados en el pasado.

Como toda escritura, se trata de una novela para pensar en política. Es decir, para ordenar y organizar la imaginación partiendo de hechos que suceden a diario, o que proféticamente aparecen en estas páginas porque no habían ocurrido antes de la escritura del libro. Por ejemplo, los hechos acaecidos en La Victoria, estado Apure, donde un sacerdote influye para rescatar los cadáveres descompuestos de unos soldados, cuyos cuerpos fueron abandonados por sus compañeros, tienen en el cura que salva al niño Samuel como un indicador de que todo lo que se sueña se hace realidad. De que todo lo que se imagina ocurrirá en este pedazo de tierra asolada.

En su ensayo titulado “La palabra profética”, contenido en el volumen El libro que vendrá, Maurice Blanchot afirma lo siguiente: “El término de profeta —sacado del griego para designar una condición ajena a la cultura griega— nos engañaría si nos incitase a hacer del nabi aquel en quien habla del porvenir. La profecía no es sólo una palabra futura, sino una dimensión de la palabra que compromete a ésta en una serie de relaciones con el tiempo mucho más importante que el mero descubrimiento de ciertos acontecimientos venideros”.

Y añade el infinitivo “prever” como afirmación de que el artista es capaz de ver lo que habrá de suceder. O al menos atisbar o asomar con asombrosa cercanía eventos que están en el futuro.

Pulido, asimilado por esa creencia de que ha vivido en un país imposible, el que se creía posible de ser, advierte en estas páginas lo que en el presente inmediato está ocurriendo, vistos en el pasado siendo futuro en la realidad, con verbos que provienen de ese pasado instalados en el porvenir. Los eventos noticiosos de la frontera colombo-venezolana están en estas hojas imaginadas.

 

La Esmeralda es el corazón del delito, de los delirios de grandeza de quienes se han apropiado de todas las voluntades.

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La Esmeralda es el topos, el lugar de donde emergen todas las políticas, todas las perversiones, todos los negocios, toda la ponzoña que envenena el sensible mundo fronterizo y nacional. La Esmeralda es el pequeño país/burdel donde se fraguan todos los despropósitos, venganzas, adulaciones, pecados, adicciones, alteraciones del orden, revelaciones, calumnias, violaciones.

La Esmeralda es el corazón del delito, de los delirios de grandeza de quienes se han apropiado de todas las voluntades.

De ese sitio, de su interior o de sus alrededores, se desprenden los hechos que el narrador despliega con la crudeza que la lucidez le permite. O mejor, dicho, que la realidad movediza le permite.

Si los personajes no saben lo que pasará en estas páginas, como afirma el Chino Álvarez en el prólogo, bien es verdad que los hechos confirman lo que los personajes no saben: son víctimas propiciatorias, encargos del tiempo que les ha tocado vivir, no sólo como revelaciones de ficción, sino como sujetos de realidad.

Esta es una novela cuyo título envuelve una metáfora. Una definición de lo que el verbo es capaz de recrear a través de elementos nada simbólicos: el mundo que ella contiene es el mismo mundo que contiene al lector. Un lector podría ser la imagen agraviada en su sensibilidad como sujeto real, lo que en el otro, su posible alter ego, sería una herida imborrable en un personaje de ficción, convertido en un simulacro, en una sombra, en un paisaje ponzoñoso: lo que no se puede ocultar o desmentir.

Alberto Hernández

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