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Lo que trae el relámpago, de Esdras Parra

lunes 11 de octubre de 2021
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“Lo que trae el relámpago”, de Esdras Parra
Lo que trae el relámpago, de Esdras Parra (La Poeteca, 2021). Disponible en Amazon
“…mientras más frío es el incendio más lejos / permanece el abismo”.
“Levantamos la piedra y encontramos / tu vida dormida / sepultada / olvidada”.
Esdras Parra

1

Un poco después del instante en que ocurre el relámpago, el poema aparece. Es una suerte de menester permanente. La iluminación porfía mientras la noche, despojada de sus ruidos, se posa sobre la dureza de las piedras, de un vacío que encuentra eco en la persistencia, en la obsesión. Esdras Parra siempre afinaba el oído para tratar de escuchar el final, lo que quedaba de la vida, lo que faltaba por vivir. Por eso la luz, la que emerge de lo alto, ese destello, es el instante en que la poesía la asaltaba, razón por la cual no permite espacio en limpio: escribió y dejó unos manuscritos, en letra corrida, apretada y suelta, casi inteligible, como si un duende la acosara, como si el tiempo recurriera en emergente lucidez para destacar que era necesario marcar la hora, la huella de piedra, ese símbolo eficaz de la eternidad o de un largo camino de espera.

La poeta, casi convencida de que la vida se apagaba, de que el relámpago le traía un mensaje, dejó en herencia dos libros, dos instantes que fueron recibidos por José Napoleón Oropeza, quien durante algunos años los mantuvo guardados hasta que los entregó a La Poeteca de Caracas, institución que se encargó de publicarlos en julio de 2021.

Son dos libros que se nutren entre sí. Se funden porque uno sigue la ruta de la luz/sombra del otro. Son dos libros para uno que representan el final de una vida y el comienzo de un eco. Todo relámpago es el anuncio de un trueno, de un mensaje elevado, de un sobresalto. Primero la luz, los ojos. Luego el sonido convertido en palabras, en el poema que consiste en iluminación proveniente del cielo abierto, del cielo interior.

El relámpago es la reafirmación del sonido que contiene el poema, que será también parte del tiempo que le queda para dejar de manifestarse.

Y así la existencia: una metáfora de lo que el ojo y el oído captan, descubren en la permanencia.

 

2

En el epílogo de esta edición de La Poeteca, José Napoleón Oropeza afirma:

Dueña de una voz única, Esdras propone memorables textos urdidos en torno a la transustanciación, la naturaleza y el paisaje, todo ello a través de un viaje ontológico construido a partir de fragmentos, puntos iridiscentes, aristas luminosas, como si se tratase de mostrar los vitrales de una catedral que, formalmente, convierten su propuesta en una indagación original e inédita en el devenir de la poesía venezolana.

Todos los temas se acumulan en un ahogo que, liberado, aparece en textos hechos libro.

Indagación que se adentra en todos los poemas, como afirma Oropeza, que se afinca en lo que no se puede definir. Se trata de una poética donde se amplían todos los lados de un espacio que se va ampliando, como una figura donde caben todos los sentidos, todos los sentimientos, todas las soledades. Y la muerte, porque en casi todos los textos nuestra autora deja ver el tiempo, esa cortedad que la acosa. Siente que la muerte ronda, que la sujeta de una mano, que la aturde, pero que le permite escribir, le permite desasirse un momento para expresar el poema. Son los últimos, los que le quedaban como resaca en el espíritu. Son los últimos poemas escritos a la carrera, aun cuando el reposo en cada verso se nota. Una suerte de corrección insomne. Una suerte de antología (un segmento biográfico) de la existencia que permite verle la cara al infinito, a lo que se presume podría ser una última bocanada de palabras. El relámpago, entonces, está en comprobar que se está viva, que queda tiempo para redondear imágenes, salirle al paso a la memoria, a los sobresaltos del cuerpo y amansar los dolores. Los dolores que se precipitan como formas volátiles en cada poema que aquí se lee.

La soledad, el desarraigo, el ánima, la agonía, el amor total, el fracaso. Todos los temas se acumulan en un ahogo que, liberado, aparece en textos hechos libro, una unidad que se desprende como herencia, como legado a los lectores de este hoy convulso.

Esdras Parra dice, casi al comienzo de esta ruta poética:

En mi largo camino a ciegas / sólo encontré estas piedras que venían del mar.

La piedra, símbolo de eternidad, de dureza, es una constante en estas páginas, como para demostrar que, pese a los designios del tiempo y la biología, el alma aguanta, persiste en decir y en respirar para alzarse luego a lo alto desde el abismo, desde el deslumbramiento que produce el relámpago.

En su libro Antigüedad del frío se puede leer ese antiguo tiempo cuando el cuerpo era también un legado de soledad. Tema siempre en la voz de Esdras Parra: esa temperatura destaca una cercanía a la ausencia, a la “desmaterialidad”, a lo que se dejará de ser.

…el frío también me despedaza

(***)

…hueco donde estuvo la piedra

(***)

Por esos cenagales corre libremente mi sangre y prepara su partida.

(***)

con mi futuro candente y su gracia seca / no promete sino un simple destello.

 

3

Este furor que ruge sin cesar
y se demora

……………………quién rodea estos metales
……………………………..y suaviza la piedra
………………….quién aporrea el agua

por allí enterré los naufragios

…………te di mi mano en la oscuridad.

Los varios elementos que forman parte de este poema son las constantes del refugio creativo de Esdras Parra. En ambos títulos el lector se encontrará con una voz en la que el yo se mueve entre otros para descifrar su propia humanidad. El sufrimiento, la desdicha, la carga que lleva en su interior, calcada en este verso: “cada uno con nuestro peñasco”. Ese nuestro es el de ella (el ella), como plural compensación a su soledad. Siempre urgida por un final, la poeta no deja de decir, de trabajar con el fin de legar el flujo de su sensibilidad e inteligencia, de su entrega al otro que la lee, al otro que la siente y al otro que la ha tenido en ausencia. Pero igual ese final tiene un inicio que expone en estas líneas:

Esto es el comienzo de algo, no lo sé, no lo sabré,

y deja constancia de que no lo sabrá porque el tiempo se le acorta, presiente ella. Las palabras son la única herramienta o posibilidad de que los lectores descubran o sepan acerca de ese “algo”, desaparecida la autora. O al menos imaginar ese “algo” que ha quedado suspendido.

La muerte es un reclamo, un aviso. Su nomenclatura obedece al decir del poema.

La voz afirma: “caminar para morir”. El trayecto ya está marcado. La ruta ha sido diseñada: “sin otro nombre cerrándose sobre su paso”. El yo poético se centra en ese su, posesivo compartido, como ajeno, pero se puede intuir que es la autora quien desanda los pasos, quien se recoge para instalarse en otro espacio. Para irse, mientras tanto el poema no se agota.

No obstante, para constar que su voz seguirá, que el símbolo estará siempre presente, escribe: “las piedras que jamás se cansan”, las palabras, las voces, el eco, “los espejos que se despiden de sus rostros / esas piedras que han perdido la razón”. Es decir, la pérdida no es tal mientras el espejo, la que estuvo reflejada en él, tenga memoria de lo que no estará. Y también de lo que estará.

En varias ocasiones Esdras Parra recurre a la palabra “ciego”, adjetiva algunos sustantivos con esa voz: he aquí que el relámpago cierra un ciclo y abre otro, como un parpadeo… “el silencio ciego”, “ruta ciega”, “contra un muro negro se apoya el infinito”, “voy tan lejos como mis secretos”.

El viaje definitivo, el calculado, el que se sabe certeza. La muerte es un reclamo, un aviso. Su nomenclatura obedece al decir del poema. Se muere antes en el poema.

 

4

La noche como designio. Llega sin demora o al menos se presiente que estará en la elaboración de su permanencia. Y la luz que de ella emana, como un brinco, una sorpresa onírica.

Guardo aquí la noche constreñida
abierta en su tajadura
espesa en el racimo

la he visto soñar con un relámpago.

Constantes son la noche, las piedras, el agua, el polvo: los elementos y sus sobras. Y la muerte como decisión que forma parte del temario de la poesía, imposible de descartar:

borrar la muerte que no te deja sola
y el deseo de la tierra persiguiéndote.

No deja de decir. Esta poética, como impronta, como muesca interior, como asunto que podría indicar un deseo metafísico, una búsqueda que tiene límites en las propias palabras:

Qué esperas
si aún no has llegado a tu oscuro final
si aún no entras en tus propios huesos.

Y ese calco “ciego”, interior, constante acoso, se vuelve afán casi enfermizo, patológico en tanto calma ontológica, aceptación:

los adioses nos persiguen siempre

(***)

la indeleble señal / de los presagios.

 

5

Y como colofón, preguntas: “¿No es éste el libro de mi vida?”. “¿Será verdad que la desgracia no ha llegado aún?”.

La espera escrita. Se escribe para morir, para vivir en las palabras. Siempre se espera ese “algo” que ella no supo qué era, pero que de alguna manera presumía.

Y cierra su drama, su existencia, su declaración, la poética de la respiración: “He llegado hasta aquí cabalgando en tu voz”: detrás de esa voz, una conciencia de que el “final” es un lugar.

“…el dolor de ese reino perdido”: le indica al lector que en el ella está otro, el otro que la presiente en el poema.

Entro en el país ciego.

(***)

El cielo se abre.

(***)

…me inclino sobre mis huesos para escuchar otros deseos / que taladran el aire.

 

6

En entrevista con José Pulido, Esdras Parra precisó:

La poesía tiene que ser verdad antes que nada: no hay trucos, no hay engaños en la poesía. El mensaje que encierra el poema tiene que ir directo al lector y él es quien debe captar si la verdad está ahí. Yo pienso que la verdad de la poesía se apoya en la realidad, surge de ella, porque la realidad tal como la vemos y la aceptamos no es en esencia engañosa.

El relámpago, siempre advertido desde el sonido, revela el poema desde su grandeza. Esa realidad es incuestionable: está en la altura, en el infinito.

Alberto Hernández

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