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Estatua de sal, de Cristina Gutiérrez Leal

lunes 6 de febrero de 2023
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Cristina Gutiérrez Leal
Cristina Gutiérrez Leal aborda la duda religiosa en su poemario Estatua de sal. Venezuelan Voices in the World
He venido a hablarle a Dios en su lenguaje.
Cristina Gutiérrez Leal

1

Dios es sujeto de confrontación. Como todo personaje tratado con la confianza del desdén y del afecto, el Dios de la Biblia es despojado de todo ornamento y es alineado desde su notoriedad como autoridad, pero también como blanco de crítica: Jehová es un poema casero, eclesiástico, personal, hogareño. Capaz de ser descubierto por quien desde niña fue ajustada a sus preceptos: Dios, el Todopoderoso, encuentra una horma que lo define como parte de un conflicto: ser puesto, no en duda, sino ser la duda de alguien que sabe que existe o podría ser sólo un amago. Un reflejo existencial. O, en todo caso, un tema que en el Génesis relata la aventura de la mujer de Lot, quien volteó a mirar el incendio en Sodoma y Gomorra, y por desobediente fue convertida en una piedra, en una roca, en un cuerpo salino, dolorosamente relatado por el supuesto ojo del marido —o del narrador seleccionado por el mismo Dios—, quien la imaginó, porque no quiso ver hacia atrás, para evitar ser la sal masculina del castigo. Un sacrificio escultórico.

Quien habla en este libro es una mujer. Quien escribe es aquella que desde la infancia supo de la Biblia y sus pasajes. El libro, el más poderoso libro de una poética con dos caras: la de la Ley y la de la Gracia, asumido como sacralidad y como páginas de salvación. Un libro de un Dios que sabe castigar pero que también supo perdonar a través del Otro que fue enviado y luego asesinado. Ese ajusticiado le da nombre a Cristina, quien escribió Estatua de sal, publicado por Dcir Ediciones en Caracas, en 2017.

 

“Estatua de sal”, de Cristina Gutiérrez Leal
Estatua de sal, de Cristina Gutiérrez Leal (Dcir Ediciones, 2017).

2

Génesis 19:24 da pie para la escritura de este poemario. Desde el instante en que la mujer de Lot queda convertida en sal, el poema encara a Dios, pero también lo reconoce como figura diaria en la vida de una niña que ahora, desde el lenguaje que la construye, no mira atrás, sigue adelante mientras el mundo continúa su curso irrefrenable.

La figura de la madre, la imagen religiosa, la de la Biblia en las manos, “no supo / el desarraigo que había en los cuadernos de la escuela”, y desde el pupitre o el paisaje escolar comienza el “desarraigo”: Dios queda destinado a ser desasosiego: “El peso de mi sangre / me pisa”.

La casa, el ámbito de las oraciones, el susurro del Altísimo en boca de la madre, el lenguaje cifrado para que Aquél pudiera entender, saber de los asuntos terrenales de la familia, de la madre y de la hija. De allí que el mismo Señor haya dicho: “La venganza es mía” si sus hijos se salen del carril.

En la escuela aprendí a no gritar
………………………..(La maestra decía que uy
…………………………………….que parecía evangélica).

Y la casa, insiste, es el lugar donde se suscitan Dios y la inclemencia de la infancia, “esa caja de exilios”.

El conflicto, el desarraigo, se centra entonces en esta imagen:

…recojo toda la piel en este poema / para mostrársela a nuestros padres.

El dios de nuestros padres, como rezan algunos personajes, se revela a diario en la destemplanza, en la manera de ser: la escuela era sitio de definiciones: la virginidad de la Madre María, la virginidad de quien escribe el poema. Y su cruz, llamarse Cristina, como si se tratara de un milagro. Y la cruz, como su madre, llamada Cruz, en singular para efectos de esta escritura: “modelo materno”.

Ahí están nuestras madres / Saben cuánto ardor llevamos en el viaje. / Ignoran que de ellas también huimos.

 

3

Las tantas costras del cuerpo que la niña hace poemas metaforizan la presencia del sacrificio, el de haber sido parte de un proceso religioso que termina en refriega interior, en queja con Dios.

Por eso dice:

Me nombraron Cristina por una amiga desahuciada / de mi madre (…). Tengo nombre de mujer muriendo / y de hombre clavado en la cruz. / Eso lo explica todo.

En otro poema reafirma el anterior:

Yo, Cristina,
dejo constancia de mis intentos.
Algunos a la vista
otros detrás de algunas hendijas.
Juro que me negué a doblar las rodillas
ante cualquier escozor.
Estoy dejando constancia de mis desvelos
de mis posturas antiofídicas.
Pero de súbito soy arrastrada al desierto
se acerca a tentarme el enemigo
y
ay,
yo de Cristo sólo tengo el nombre.

Se asume la mujer de Lot, pero pendiente de que el incendio de las ciudades castigadas por Dios no sea parte de una venganza, por ver la obra de quien todo lo puede:

Llevo los ojos en la espalda / dándole la cara al asco. // ¿Cómo, señor? / ¿Cómo no mirar hacia atrás?

 

4

La creyente, la que era y ahora se rebela, sigue siendo parte de una redención: la voz del poema lo confirma: quien escribe cree, quien escribe duda, quien escribe se sostiene sobre la base de lo que es y no es. Cristina —o su voz crítica— advierte:

No he olvidado cómo orar. / Sólo que justo ahora / zozobra y desasosiego aparecen como letanías, / y yo no creo en vanas repeticiones.

Y para ser más dura:

Mi carroña la guardaré para mí.

Y como una suerte de arrogante semblanza del personaje que la agobia:

Nunca me he negado a llevar la cruz, Señor. / Estoy acostumbrada a los clavos / a sangrar.

El Génesis continúa en Adán y Eva, en el origen, en la misma raíz de las prohibiciones.

Para profundizar:

Biblia en mano / y la santidad chorreándole la entrepierna.

Y un recuerdo:

Fuimos niñas / de iglesia los domingos / Crecimos con tanta Biblia acumulada / tanto versículo quebrado en la memoria…

Por eso:

Vengo a dudarme en estos poemas, / a pesar de mi casa, / a pesar de Dios.

Y luego otra oración:

Quiero ser como tú, Señor.

Pero falta alguien que clave una lanza en mi costado / alguien por favor que me traicione. / Que me entregue.

Y así ha quedado escrito un libro que desnuda, descubre, escuece, duele y también es bálsamo para quien sabe que la duda y la fe suelen andar juntas.

Alberto Hernández

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