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Mi teatro y la soledad

lunes 20 de noviembre de 2023
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Mi teatro y la soledad, por Alberto Hernández

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Podría tratarse de un diario. Podría escribirlo con el énfasis de las horas de hoy. Pero me persigue el mismo tiempo. Regreso a los años 70, a la España franquista, a la Universidad Complutense, y me animo a decir que comencé a salir a escena en esos días con un grupo de aficionados al teatro. Nos organizamos, ya no recuerdo los nombres de mis compañeros, algunos venezolanos, otros colombianos y una chica norteamericana. Nos alistamos a través de los ensayos y nos mostramos actores en un ancianato. Allí fuimos famosos y celebrados porque los viejitos se acercaban a abrazarnos, a besarnos y a regalarnos parte de su almuerzo, unas frutas y muchas palabras de agradecimiento. Nos creíamos ya en la televisión o en Hollywood.

“Ah, juventud, divino tesoro…”, se oyó la voz de una señora que estaba en una silla de ruedas.

Después en algunos pasillos de la universidad. Todo era muy amoroso, muy juvenil. Nada de política. Todo era felicidad: el teatro del engaño personal. Éramos felices desde nuestras precariedades. Las muchachas colombianas con sus salidas eróticas. La gringuita, que era bastante alta y con una cojera muy visible porque había sufrido de polio, bello rostro y bella ella cuando abría la boca. Hablaba con marcado acento y cuando se cansaba de masticar el castellano se dirigía a nosotros en nuestro inglés escolar. Y nosotros felices y bilingües. Nos creíamos el cuento y hacíamos teatro en el apartamento en dos idiomas y comíamos paella, bocadillo de tortilla y nos hartábamos de vino de segunda para pasar la felicidad con una buena resaca. Mientras tanto, en la memoria la anatomía humana, la apófisis femoral y el epidídimo de nuestras clases entonaban el himno de la algarabía cuando comenzó el conflicto con el régimen y el cierre de las universidades.

Hubo un recorrido por otros lugares de Europa, pero ese es otro relato.

Y vuelta a la patria.

 

Mi teatro y la soledad, por Alberto Hernández

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El Pedagógico de Maracay me recibió con los brazos abiertos. No me gustaba lo que me obligaba la realidad: abandonar mi vocación anterior, la de querer ser médico, y enrolarme como estudiante de Pedagogía en dos especialidades. Dos porque así lo quise. Quería los dos idiomas: Castellano y Literatura e Inglés. Abandoné la segunda porque me atrapó el teatro, pero también la política. Pero sobre todo el teatro.

Combinaba mis estudios de Letras con los de teatro en un saloncito que convertimos con el tiempo un compañero de estudios y yo en nuestra habitación por unos meses, porque no teníamos dónde pernoctar. Meses más tarde terminé en una habitación del Colegio San José de los hermanos maristas de Maracay, quienes afectivamente me cobijaron pese a mis destemplanzas políticas.

Dicción, expresión corporal, historia del teatro, un poco de psicología inversa con quien osaba meterse con nosotros y un ensamble de pantomima para poder comer y tomarnos unas cervezas los fines de semana. Con Ricardo Rodríguez y Simón Rojas aprendimos muchas cosas del mundo escénico. Pero también lo aprendimos de la calle, observando, imitando. Fueron años de sustos, alegrías, críticas amargas de algunos teatreros profesionales que se burlaban de nuestros remiendos actorales. Y eso fue bueno. A mí me obligó a ser lo que soy hoy: un desesperado del teatro que no hace teatro porque se dedicó de lleno a las letras, como un día me reclamó mi profesor Isaac Chocrón.

De vuelta al tema del Pedagógico de Maracay: viajamos por varias regiones del país con nuestros tropiezos teatrales: estuvimos en el Tecnológico de Los Teques, en un teatro de Barinitas. Hicimos teatro de calle, pero lo más visible: estuvimos varias veces sobre las tablas del Teatro Ateneo de Maracay y en el Teatro de la Ópera.

Una vez graduado formamos un grupo de pantomimas integrado por nuestro maestro Simón Rojas, por Pedro Torres Vila y yo: “Los Tres Mimos”, y nos presentamos en casi todos los mismos sitios antes mencionados. Hasta que cada quien tomó su vida propia fuera de la ciudad y me quedé solo.

 

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Y la soledad me volcó a hacer teatro en solitario, frente a un espejo. A falta de espectadores, el rostro del actor. Claro, hubo momentos con algunos, como aquella vez en Calabozo, donde monté el unitario Amorcito corazón y otras vainas, en compañía de la voz de Pedro Infante. Un espectáculo donde drama y mimo se combinaron para dar como resultado una escena de humor negro, de mofa, de intercambio con los espectadores. Teatro para compartir, podría llamarse, como un plato para varios. Y ocurrió que, en medio del ajetreo del personaje, un señor del público se molestó con el actor y lo empujó, tirándolo al piso. No le gustó que intentara tocarle la cara. Recuerdo que José Antonio Silva me ayudó a levantarme del piso de la biblioteca Ana Luisa Llovera. El agresor, más bien, el ofendido, se marchó del lugar con su machismo a cuestas. Otra vez, con el grupo del Pedagógico, en un espectáculo en la plaza de El Limón, mientras yo hacía algunos movimientos escénicos recibí una pedrada en una rodilla, lo que me hizo caer de la tarima. Afortunadamente caí sobre varias personas quienes me pelotearon y me salvaron los lugares y el resto del cuerpo.

 

Mi teatro y la soledad, por Alberto Hernández

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Y llegaron los hijos y luego los nietos. Y con ellos hacía teatro hogareño. Me ponía mi viejo traje de Marcel Marceau y salía maquillado a jugar con ellos, primero con mis hijos y luego con los más pequeños, los nietos, quienes comenzaron a imitar mis movimientos. De ahí le viene a mi hija mayor su amor por el teatro, la televisión y el canto. Y mis nietos con sus morisquetas. Yo lo llamé el Gran Teatro del Mundo Casero. Hasta que ellos crecieron y cada quien agarró su escenario y se marchó.

Tan relevante fue el teatro casero que mi hermano mayor, quien ya no está en esta tarima terrestre, comenzó a imitar mis pantomimas. Lo hacía con una gracia que nos hacía reír mucho. Era muy flaco, cosa que lo ayudaba a ejecutar las diversas posturas mímicas.

Y ahora solo de nuevo porque mi familia, mis hijos y nietos no están conmigo. Se marcharon gracias a esta desgracia que vivimos en este país. Por eso, volví al espejo. A diario lo hago. Las muecas, los movimientos, algunos textos recreados. Y mientras hago esto se me aparecen Ricardo Rodríguez, el flaco Rojas, Elio Arangú, Francisco Rojas Pozo “Franco”, Isaac Chocrón, Alfredo Fuenmayor, entre otros, quienes me dan instrucciones de cómo enfrentar el espejo y sacarle provecho.

Me ha resultado. La soledad es tan teatral como solitaria la poesía.

Alberto Hernández
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