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Al viudo del tango: atentamente

martes 20 de febrero de 2018
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“Florilegio erótico”, compendio de textos de poesía y prosa de 54 autores de Extremadura

Nota del editor

Acaba de ser presentada en Badajoz, España, la antología Florilegio erótico, un compendio de textos de poesía y prosa de 54 autores que tienen en común ser de Extremadura, así como muestras de artes plásticas y fotografía. Publicado por la Fundación CB, el libro mezcla “autores ya conocidos y reconocidos con otros que no lo son tanto y algunas jóvenes promesas con el futuro todavía intacto”, como reza la contraportada. Parte de este libro es el relato que hoy presentamos, de nuestra autora Efi Cubero, una fantasía epistolar en la que Josie Bliss, la amante birmana de Pablo Neruda, le escribe al autor de Residencia en la Tierra.

Estimado Ricardo Eliecer Neftalí:

Le escribo ahora, después de tantos años, porque sé que a su paso de nuevo en mi ciudad me ha buscado otra vez con insistencia terca. Perdóneme que eluda los tuteos, después de treinta años es inútil pensar en amistades, y aún menos en ese amor que usted nunca me tuvo. Le confieso que un rescoldo de aquello me persigue. He palpitado mucho recordándolo… Usted tiene ese poso de isla negra que desborda en la sal de las espumas y queda entre los labios como un regusto a mar, un cosquilleo áspero y complaciente en el choque febril de los asombros. En fin, lo cierto es que me pierdo —como me perdí entonces— y al hilo evocador vuelvo de nuevo a enredarme en la trama de aquel interminable laberinto. Sin duda en ese tiempo fui su más fiel paisaje. Me dejé penetrar una y mil veces abierta a los empujes de sus devastaciones. Todo usted era oleaje salvajemente activo, la brusca luz del vértigo de sus acantilados empapaba las horas y usted bebía y besaba, y gozaba conmigo y, ¡qué desmayos me proporcionaba su bregar sin desmayo! Mi cuerpo era la excusa de otra clase de savia, fatalmente, las sílabas buscaban acicates y su abrazo felino fue coartada de brasas donde incendiar los versos que poblaban su mundo. A ciegas en su océano braceé sin descanso, y el azogado extremo de aquella desmesura provoca que se activen los fluidos de la frágil memoria.

Sin expresión, la noche avanza rauda entre los cocoteros, la luna no provoca obscenidades ni focaliza el foco blanquecino sobre las desatadas fogareas. Las pagodas se tiñen de un oro macilento. Acabado el placer, yo ya no miro desde mi ventana el tibio sueño de los arrozales. Reconozco que usted mezclaba sabio la furia del monzón, con la serenidad deslizadora de sus lluvias australes, y así se sintió siempre, en humedad perpetua, hambriento y anhelante y con desasosiegos de batallas en el fragor de guerras incruentas. ¡Sé de tantos buceos extenuados! ¡Tantas navegaciones y regresos!

En cuanto me cambiaba los ropajes ingleses, y me enfundaba el sarong, ya estaba usted desenfundando el verbo caliente y explosivo y empalmando metáforas, una detrás de otra. El lodo del monzón dejó este polvo que evoco enardecida cuando pienso en las noches empinadas, con néctar de poema en los adentros, sin ningún pliegue o pliego que le quedara por desentrañar. Usted era ese pozo inagotable que en su sabiduría no saciaba mi sed de sus conocimientos. Temblando hasta la médula del verso siempre más me pedía, después de todo usted era un turbión, amplio derroche, un torrente furioso y despeñado que nunca fue vencido. No se agotaba nunca su afán de inspiración —lo dijeron los críticos más tarde—, tuvo muy buenas críticas, pero yo por entonces ya le había descubierto lo que daba de sí su duermevela.

¡Ah, qué bien lo recuerdo! ¡Era usted un mascarón de tanto fuste! Enfilando la popa para sus singladuras, siempre asiendo la verga que aseguraba el grátil de la vela, dejando atrás estelas agitadas, borracho de humedales y de oscuros follajes…

¡Ah, la vegetación!

Ya no es la misma, ha perdido bastante de ese esplendor birmano, tan verde y lujurioso, que enervaba su aserto. ¡Qué exornación retórica culminando el instante! ¡Y cómo resoplaban los fuelles interiores! ¡Usted era un fondón con tanto fondo!

Me acuerdo ahora de aquellos recovecos que provocaban celos y otra clase de insomnios… ¿No tuvo usted bastante con esta residencia? ¿Con esta resistencia sin flaqueo?

Usted sabe, Ricardo (ahora Pablo Neruda), o lo sospecha, que yo ya odio lo escrito. Que ya tuve bastante de versos y palabras que me dejaron muda.

Su afán de posesión era infinito. Con tesón de labriego infatigable, socavaba las tierras, la mía, las de otras, y así me volví yo, como Juana La Loca rediviva, blandiendo aquel cuchillo que marcó su distancia. Porque usted me temía, y al final —¿lo recuerda?— huyó como un conejo con el rabo entrepiernas.

Recuerdo el episodio del cuchillo, vi dónde lo enterró, bajo aquel cocotero, donde bebí la leche —la del coco— y con ella lavé todo su filo, manchado por la tierra y no la sangre, que yo no maté nunca ni una mosca. Su hoja es como mi río: una lámina dócil aguardando la herida.

Desnuda sobre el césped, la huella atrapó el tiempo del olvido y un rezumar de besos silenciosos pareció despertarme sobre los flamboyanes y mi cuerpo de nuevo vibró con ese sueño que cabalga en las dunas del deseo. Quemaba el filo frío del cuchillo que acerqué hasta mi boca, consolando de nuevo mi furor homicida… Ya no quedan palabras para explicar la sed.

Usted sabe, Ricardo (ahora Pablo Neruda), o lo sospecha, que yo ya odio lo escrito. Que ya tuve bastante de versos y palabras que me dejaron muda. Esas penetraciones de tropos incendiados que crepitaban dentro dejándome cenizas. Para beber sus claves me revolcaba en signos y grafías; la gramática ardiente que los dos aprendimos. Nos consumió a los dos la misma pira, aunque su fuego nunca se agotara. Sueño inmisericorde de epítetos y verbos, me apoyaba en sus manos para sentir las sílabas corridas, su jadeo de palabras con voz entrecortada, sus lentas mordeduras ensartando a la vez endecasílabos… ¡Y cómo recitaba en mi ser sus sonetos! Sus pupilas batracias me recorrían entera y sin necesidad de intérprete ninguno, dos lenguas se fundían como dos llamaradas al unísono. Convulsamente el mundo era un simple escenario que albergaba su goce de vivir. La embestida gozosa del origen era un tango apretado de expresiones, también arrabaleras, porque a usted le nacía el arrabal porteño, aunque naciera en Chile, y agitaba el lunfardo con un tono soez. Después todo cambiaba, el flamboyán llegaba hasta su boca, y se acordaba de las blancas colinas, las caracolas, las mariposas, y mecían los alisios la madera del barco. Yo era su mascarona y un velamen mojado de salitre descendía suavemente con un compás de mástil y bandera arriada. Fláccida la cucaña del olvido vaga por mi memoria: Maligna me llamó. No se lo tengo en cuenta. En realidad, la única razón para que yo me niegue a recibirlo después de tantos años es que usted, con premeditación y alevosía, escribiera en “El tango del viudo” que: Por oírme orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa, / como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada, / cuántas veces entregaría ese coro de sombras que posee…

Mire, yo puedo perdonarle sus infidelidades, su peso y sus ronquidos. Yo puedo perdonarle su abandono. Lo que no le perdono es que me dedicara, siendo usted tan sublime, unos versos tan malos como los que transcribo. ¡Qué noche tan grande!, don Pablo, ¡qué tierra tan sola!…

Le deseo lo mejor. Firmado: Josie Bliss.

Efi Cubero
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