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Anomalías en la lengua

lunes 8 de agosto de 2016
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Anomalías en la lengua, textos y collage de Wilfredo Carrizales

Textos y collage: Wilfredo Carrizales

1

Soy el émulo que empuja la emulsión. La espada de Damocles me impele a continuar en peligro. La enajenación enaltece a la fémina que aún usa enaguas. ¿Y si en realidad soy propenso a tornarme en enamoradizo, a pesar de estar enancado en caballo de palo? Mi enano bufón enarbola con orgullo el pendón en medio de una multitud desierta. Sólo él sabe encabezar el desfile de deslenguados y enardecerse hasta el límite de la irrisión. (Sin quererlo yo, el caballo de madera se encabrita, relincha y piafa como en las viejas películas mejicanas).

Un acto de encadenamiento me conduce a la conexión con los proscritos. Encajo ajustadamente en sus causas, sus anhelos, sus porfías. Ignoro si al final me encajonaré, pero al menos obtendré un encaje de riendas y pasamanerías. Se me encalan los ojos de no más imaginarlo. Tales encantos me encandilan y me encienden el poco cacumen. Tal vez encarcelado viva yo destempladamente. Encararía a mi carcelero y le pediría que me permitiera encaramarme en la torre de vigilancia para investigar los eclipses, sociales y de los otros. Se lo requeriría encarecidamente.

Ahora, sin embargo, continúo siendo el encargado de emborronar cuartillas insulsas para evitar que me atrape la encefalitis. No es que esté encasillado en repetitivos temas, sino que trato de encauzar mis fluidos para que me procuren aceptable encarnadura.

 

2

Encuentro bajo la mesa el registro de mis quehaceres y lo hallo en regla. Me regocijo y regreso al júbilo de antaño. Un reguero de buenos recuerdos y sensaciones permanece vertido en los sitios trasvasados. He observado las reglas del caminante que cambia poco de calzado. Reconozco que tiendo a rehabilitarme, aunque seguidamente temo convertirme en rehén de los portadores de fusil.

Espío las veredas a través de las rendijas de las ventanas. Mientras tanto, en la cocina se rehoga un pálido pollo de cera. No puedo rehuirle a las aves de corral: mi infancia está atada a ellas. Me rehúso al borrón y cuenta nueva. La nostalgia es mi reinado, donde todo discurre sobre almohadones de ceniza. ¡Ah, la reincidencia me captura con sus garras que dejan permanentes marcas!

Pugno por reintegrarme al entorno, mas me río de mis intentos siempre fallidos. ¿Cómo reivindicar si moro entre rejas que se tuercen bajo el sol, aunque las enredaderas atenúen el malestar? Estoy dispuesto a rejuvenecer y a relacionarme, relajado, con los vecinos que chismorrean sin pausa. Debo participar en el relajo general y convertirme en una luz vivísima, en un relámpago que ligeramente se envicie con su portento.

Sé que me espera un enaltecido rango en el país, ya maltrecho, de los sueños. La rapacidad reinante me obliga a cuidarme los calzones. ¡Quién fuera un rapsoda de los de antes, de aquellos que les sobrevenía un rapto de improviso y quedaban alelados durante días y días!

 

3

Presumo de sabihondo y profunda es mi ignorancia. Basado en esto, a diario, sobra quien me propine un sablazo y se deleite con el sabor de la acción. Dentro de mis desperfectos, el autosabotaje constituye el puntal de mis asertos. ¿Acaso no soy el sacerdote que se sacia en el interior de un saco? Sacramental, me sacrifico por los sastres de músculos como Satán y talleres que se sacuden de vértigo y tarifa. Las facturas llegan a la manera de saetas: hieren en las entrañas de las carteras.

El sadismo no es mi fuerte ni mi sacralidad. Procuro marchar junto a la sagacidad, empero ella me saca ventaja y me deja solo, retrasado, dolido. Así que coqueteo con los sofismas para sofocar mis angustias. Me sofrío entre las sogas de mi propia confección. De los sábados, extraigo los sabañones, a sabiendas de que me impedirán transitar con hidalguía. De noche, las sábanas me sojuzgan cual cuerpo presionado por las sabanas interminables. De las solanáceas, apenas medio puedo probar el tabaco, a riesgo de toser y estornudar a más y mejor.

A veces, para mi solaz, me solapo en alguna resolana y me siento soldado a su armadura o dura arma sin ser soldado. En soledad, me envicio en el solecismo y solemnemente declaro que “sólo yo existo”, ergo cogito.

Sonatas no me faltan, ni sondas, ni insectos sonoros. Así pues, sonrío y no me sonrojo y por sonso recurro al sonsonete y sorbo la sopa de los sordos en la ruta del sosiego. Suelo segar con los ciegos las mieses del olvido y en esa rutina no encuentro sorpresas ni sortilegios. Sosegado, aguardo el soplo del viento que se adapta a mí y, con sorna, alejo a la sarna de mi mente.

 

4

Mientras persigo libélulas libo el jugo del lodazal. Voy camino a mi liberación. Quiero licenciarme entre libros y libertinaje. El licor me espera en el limbo más plácido. La escena quedará plasmada en un lienzo elaborado sin ligereza. Lo limitativo se licuará frente a mis ojos. En precisa lid les ajustaré las cuentas a los pájaros de mal agüero.

¿Cantaré loas a mis ex compañeros? ¿Aquellos lóbregos lobatos que se lucían en las localidades más insignificantes? La locura era su lógica y a lomos de mulos ortopédicos pretendieron lucrar y lograr lucimientos. ¡Que subvivan para siempre en lontananza!

Las tardes lozanas me traen lotos y luceros y piezas de loza. Desde la loma donde se enamoran las lombrices, oteo la longitud de la locuacidad y, embriagado con aromas de loción de ninfas, elucubro acerca de la longevidad. ¿Quizá despide un fulgor de luciérnaga en la lejanía? Por todos lados se resigna la resina y consiente a las raíces.

Vierten lágrimas las lagartijas, a cubierto, distantes de las miradas curiosas. Se irritan en sus escondrijos y luego lamen decorosamente las lápidas de sus ancestros. En el lapso de un trazo de lápiz apresan a sus manes y les otorgan lasitud.

Nada se sabe de la influencia de la leche en la inteligencia de la lechuza. Solíamos recoger lechugas y las introducíamos en vasijas y después nos envolvíamos en el ensueño de los niños que recitaban sus lecciones antes de arribar al lecho del río rapaz y nocturno. Nuestras lenguas no morían ni se hartaban de fuego y se azulaban tras la vegetación y la lentitud nos fortalecía y no lesionaba a nuestros vocablos más habituales y las letras nunca entraban en letargo.

 

5

Acierto en emparejarme con el maniquí. Mis manos colaboran o auxilian. Según la costumbre, finjo mansedumbre y no deploro la mañana de la marca. (Un tanto a su favor para el no arribado marasmo).

Me mareo al margen del marfil. La curiosidad no me amarga. Me asigno a la marimba que pretende hacer vida marital conmigo. Martilleo sobre los idus de marzo, pero el dueño de la masa se niega a arrancarse la máscara y a masticar el sexo de boca rasgada.

Mayestática, la matraca suena para amonestar al mecenas. Él se mecía en su columpio y se había olvidado de la manteca que lubrica el mercado.

Mediante una palanca, la marioneta obtuvo su medalla y su mechero. Medialuna y mediagua también se le sirvieron. Un médico, inmediatamente, se ofreció como su confesor y la saludó y le enyesó el paladar y le alejó de la mediocridad en la expresión.

Mejoraron las mejillas del pescador y los mejillones. Medraron los majadores y, entre alaridos, se aproximaron a los bultos y, a granel, extrajeron cañas, chorros y cuñetes. De conchas negras, se mecieron los frutos en los tribunales y las mellizas que abundaban en el lugar mamaron con melosidad.

Si melva fuera malva sería un pez semejantemente bonito o precioso o engalanado, pero lastimosamente la cosa no se hizo así y entonces el vertebrado, apenas acuático, se tuvo que conformar con el eje que lo trajo y que lo dispuso para el malasangre y umbroso hombre.

(Mamá, al cabo, se melló y se le separó un pedazo de diente postizo y luego, luego (sic), hubo que embutirle uno hecho de miel y ella con muchos melindres iba por las aceras impresionando a los viandantes, a pesar de que su boca era muy gruesa y sus labios poco cariñosos y acariciadores. Mas, tal cual era mamá, y nunca aceptó mamparas).

Wilfredo Carrizales
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