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¿Felices felinos?

lunes 6 de noviembre de 2023
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Textos y dibujo-collage: Wilfredo Carrizales
¿Felices felinos?, por Wilfredo Carrizales
Dibujo-collage: Wilfredo Carrizales

1

Recuerdo cual siempreviva —en todos los casos— al fiel Lino descendiendo sobre las cabezas tristes y amodorradas de las mujeres de la casa feraz, no fatídica. Lino saltaba de improviso desde el techo, donde solía permanecer durmiendo, y caía encima de las cabelleras y las revolvía sin precisar arañazos y a las mujeres sorprendidas fatigaba, pero ellas una vez pasado el asombro, quedaban fascinadas con Lino, el felino, plácido y casi beatífico, dueño de un optimismo que repartía en especiales circunstancias y así era él venturoso y para bien de todas las damas, radiaba con fortuna.

 

2

Félix, con su rostro de félido, cazaba la zurita con sólo mirarla fijamente: de sus ojos brotaban destellos de crueldad y la tórtola, ave que no sabía columpiarse informe, sucumbía, infeliz, ante la malignidad de Félix, quien se relamía los bigotes entre remedos de zureos.

 

3

El gato felón se cubría de felpa y no atrapaba los ratones. Frisaba los diez años y todavía defecaba sobre las alfombras y empleaba sus uñas para dejar adornos encima de ellas. El gato felón tenía los filamentos cortos y largas las orejas y su cola de seda engañaba a cualquiera. Él le huía a su naturaleza tapándose con tierra y yerbas y se limpiaba las patas dando un extraño rodeo. Al gato felón lo castigaban pasándole polvos por el rostro y esto lo exasperaba y lo colmaba de oprobios. La cobardía del gato felón iba unida a la vehemencia con que desplegaba el engaño.

 

4

Zoológicamente hablando, su agilidad felina pasmaba a la feligresía, compuesta por señoras de andar pausado y voces muy tímidas. En mitad de la misa se trepaba a alguno de los púlpitos y comenzaba a maullar su propia liturgia. El sacerdote se hacía el desentendido, el que no sabía lo que estaba ocurriendo y no podía amenazar al felino. Después el gato era el celebrante con escapulario y estola y la feligresía temblaba, creyendo tener delante de sí a un medieval demonio.

 

5

Los gastos de representación para el gato eran asignados por la cofradía de los ronroneos. A gatas andaban más luego los funcionarios nombrados para tal función según la ley. Sin duda era un gatazo el felino que atendía a su manera la necesidad pública y gateados sus seguidores y conmilitones. ¿Y quién elevaba los pesos? El gato de Farsalia. ¿Y quién cambiaba las ruedas? El felino extremo. ¿Y quién sujetaba el banco? El mayador anónimo. Y con movimientos rápidos la música quitaba los sueños y morrongo tras morrongo engatusaban las cocinas y dejaban el pelero.

 

6

Gato de tres pies y ojo de pescado: nunca sujeto a las zarzas. Felino de contrabando y escupitajo certero: vigilante entre las cepas. Gato de noche y sin aparejos: gozón detenido en medio de los aperitivos. Felino ni mío ni tuyo: buscador dentro de las gavetas y revoltoso de manicomios. Gato en pos del escaramujo: frustrado felino que jamás fue pardo ni gris y, no obstante, cascabeleó.

 

7

Que parecían de gato aquellas retráctiles garras, pero que no servían para cazar y los otros carniceros, tan cosmopolitas ellos, se ponían a generalizar y a segmentarse los hocicos.

 

8

Dícese que el infante Felipe había sido un félido en anterior vida y que por eso le gustaba comer carne cruda y sanguinolenta y además arañaba a los cocineros si se atrevían a presentársela medio cocida y aliñada y emitía unos ferocísimos maullidos que aterraban los contornos.

 

9

Hubo quien razonara acerca de los aparejos de la gata que asolaba los tejados y proponía el fulano que se atrapase a la minina y se le colocasen jaretas con olor a gato macho. Así, pues, unos inquietos vecinos se sirvieron de la sugerencia lanzada e instalaron instrumentos para hacerle daño a la gata. Mas sucedió que ella, que era salvaje y de carácter montés, incrementó para siempre su rencor y llenó el vecindario de uñaradas infectas y peludas.

 

10

Lindamente tenía dos pinceles de pelos a guisa de orejas y sus antiguos coterráneos le atribuían una agudeza de vista que rayaba en lo mítico. Su sagacidad no se ponía en duda y para demostrarlo descubría misterios abstrusos escondidos en el interior de los bosques. Murió linchado por una turba de supersticiosos y su cadáver colgante fue rociado con una orina que se petrificó en breves instantes.

 

11

Después de largas décadas continuaron confundiendo la espuma con el ruido del puma y hasta aseveraban que ambos eran leonados y se imitaban mutuamente con sonidos de disparos.

 

12

La pantera himplaba con gemidos, a veces amarillos, otras veces pardos y su piel se le tornaba negra, a razón de cien onzas la noche prestada.

 

13

A la algalia de la civeta la acosaban sin tregua las moscas y ella, inútilmente, trataba de deshacerse del aroma y se introducía en una cueva durante varios días, pero al emerger de su escondite el perfume era más intenso y las moscas la esperaban convertidas en moscardones que le descomponían con ferocidad la figura.

 

14

Se vieron gatos con cascabeles de yeso huyendo a través de los callejones. ¿Quiénes eran los gaticidas? Imposible averiguarlo. En diferentes ocasiones disciplinaban a los felinos con azotes de puntas de acero y les estrechaban a placer sus tránsitos de vida hasta que los gatos expiraban con el valor acunado y el sesgo de sus cabezas expresaba el vómito que no habían podido expulsar.

 

15

Su gato de ahora: callejero a cabalidad. Merecía los restos de sardinas que entre la basura encontraba: para él era un juego de muchachos sus excursiones gastronómicas. Otro gato pillo lo perseguía y él, en una especie de zafada, eludía la agresión. Con su lengua longobarda pulía las botas de su amo y a cambio recibía un mezquino cariño. Mucho después se aficionó al vino con pan y sufrió carrasperas y al final andaba a ciegas. Cansado ya, se rindió y se lanzó al interior de un pozo de agua helada y desde el submundo su alma salía en noches de luna clara a espejear en silencio.

 

16

Vivir como perro no resultaba atractivo para aquel gato. Su existencia debía transcurrir sin sobresaltos, entre muelles cojines y copiosos cuencos de alimentos especiales. Su cola pardeaba en la penumbra y su ama lo localizaba en seguida para acariciarlo y espantarle las pulgas. Él fingía un intenso cosquilleo, se acaloraba y el tornasol de sus pupilas ardía con impulsos bruscos. Como él era partidario de las sensaciones agradables se echaba cerca de la calefacción, lo ganaba un sueño nada casto y fornicaba con las gatas en celo que poblaban su ámbito onírico con imágenes exacerbadas.

 

17

Catástrofe para la totalidad de los gatos encerrados —domésticos y salvajes, pequeños y grandes— si diluviaba y el torrente de las crecidas invadía sus cajas y sus jaulas. De inmediato, capturaban resfriados y exigían la presencia de fuegos salvantes. Los cuidadores se afanaban por preservarlos del peligro y los consolaban con frases de estímulo. Pasada la grave contingencia, todos los gatos celebraban envueltos en gruesas pieles y mascando, felices, pellejos sonoros.

 

18

Gatos administrando peleterías según la ocasión y sin duda evidenciando sus veredictos de calidad. Dueños absolutos del futuro del negocio y aceptando membrecía de ratas y ratones. Biológicamente distintos de los leones, aunque también ellos celebraban sus días de fiesta. Cada uno mantenía su independencia, pero contribuían en conjunto al florecimiento del mercado. ¡Y eran gatos haciendo de todo y haciendo nada y enalteciendo cada momento!

 

19

¿Y cómo olvidar a los felinos con reflectores a la caza de aves noctámbulas? ¿Y a aquellos que estaban a la moda y se acicalaban de continuo? ¿Y esos otros que danzaban borrachos tras las cortinas y legislaban los pormenores de los eventos de las catapultas?

 

20

Gato ladrón, de entradas y salidas ásperas, pero también de giros complicados y maniobras en lo alto de las ventanas y desagradecido y ansioso en noches de tormenta y, de manera usual, intentando sorprender con un bufido a cualquier perro atontado, y fuerte y tedioso con los pichones de palomas hasta que un garrotazo aplastaba su testa y ponía fin a una carrera pretendidamente de holganza y vaguería.

Wilfredo Carrizales
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