Textos y dibujos: Wilfredo Carrizales
1
Abominar en la cercanía: figuras grotescas con desasimiento. Al menos no son yacentes ni preparan maletas al tiento. Lo pulverulento no parece envolverlas. ¿Serán recipiendarias? Constituyen procesión y no temen las sacudidas.
Un rencor se les allega como ponzoña. Acaso vencen al vencejo. Con puntualidad saben del camino no más que el año que contiene. El azufre les mancha las mandíbulas y se arropan con las sábanas de los sábados.
Cuando escuchan el tuturutú de la trompeta espían por las rendijas y comienzan un contoneo. Aunque no llevan zarcillos semejan zíngaros. Sus semblantes, volanderos, aman las lloviznas, los chispazos y el coraje; además amarillean y no se bifurcan.
Buscan en los laberintos las lastimaduras y pestañean porque se saben perdularias. También conocen de la existencia de un huevo que sabe andar y que hay nombres que saben a pronombres y que quien fue a saber, regresó acertado.
Trasueñan con ruedas aprovechadas con testigos. Permutan petardos por perradas y se aventuran en lo ignoto y en lo inasible. Desde sus proveniencias echan una banda, expanden las campanas y las ponen en resonancia. Luego sacan los bombos y corren los pasajes, pues poseen botas de lotería.
El más mostrenco de ellos evoca un muñeco que atrae a su cobertizo a los maldicientes. Allí les alaba las digresiones y les sentencia lo mañoso y los vituperios. En el trastero, visiona trombas para que los trenes dejen de gemir y piensa en la reluctancia como en un cuenco con declive.
2
El zalamero no usa zuecos. Prorrumpe, de rondón, con las rodillas pellizcadas y azafranadas. Desde su infancia no conoce de mesuras. Se mueve, a sus anchas, en la dualidad. Alberga garabatos en las pérgolas y se amarra a la redondez de lo diurno.
Se cree hombre de gran valía y se imagina que sus vértices respiran de costado. Con rostro y puños obvia las espantadas y en su fuero interno palpa la vacuidad que lo podrece.
Precisa la remotidad y, cavilosamente, hurga en el tegumento de su vanilocuencia. Plañidero, aprieta las burlas que le llueven cual serenatas.
Su pellejo es un resumen de resquebrajos, pero eso parece no importarle y se refocila en piruetas de responsos. Presume de sibarita, mas no logra distinguir el orégano del néspilo, ni la oblea de la naranja. Intenta ser salaz para seducir, empero se plaga de alarmas y de incordios. Ni por asomo exalta su propia y pretendida epifanía, por temor a las pitas que, de inmediato, sobrevendrían.
Su daimon (otros dicen que su psicopompo) lo hace desacertar con frecuencia para exponerlo al más brutal escarnio y hasta lo somete a su mordaza para verlo gimotear, anónimamente, y le arrostra su fiasco, humillante humo, y le amenaza con no secundarlo más para que pene en medio de su pandilla, alumbrado por sus oropeles.
3
Lo amarillento agita el aleluya y la negregura con formas se manifiesta sin protocolo. Visión del asalto sin consignas. Hechizo en medranza.
Incurren las figuras recién descubiertas en jaculatorias, con abandono, a gusto, holgadas. Danzan, mañosas, en la cámara de sus invisibles captores, donde los auspicios resultan austeros. (Si caen cuatro gotas, quizá leve cortina de agua, se introducen en el líquido y logran una mixtura). Departen, a destajo, los graznidos que provienen de títeres sometidos a purga. Para celebrar el acontecimiento fluye, rubricante, la sidra.
La ringlera de cabezudos pergeñan puteríos entre aromas de sándalo y rebatiñas de ombligos y anaqueles repletos de mensajes de mieles de la extrañeza de anoche. Son impostores, pero no les apetece el marbete. Opacos (aunque el animaloide luce cetrino), aguardan, de cualquier manera, las rociadas salobres y la prolijidad de los amuletos que ambulan.
Los esperpentos se sienten coadyuvados por el centeno que se erige en su desquite o en su mampara, ya que les aleja jaquecas y lisiaduras. En la interioridad, la realidad se les marcha, las sendas se les anochecen y mueren, el hambre se les avecina y les equivale a futuro y… La costumbre se trashuma así.
Los sedicentes fantoches se mueven por la cuenca trazada por el animalucho y entre alusiones de almendras se alivian del vaho que tizna.
4
Difícil ubicarla en el orden de los espantapájaros. Sin embargo, a conveniencia, la consideraremos una de ellos. Aunque, ciñéndonos a lo factual, debemos reconocer su índole de negral nigromante y así será tratada.
La vidente trisca encima de los odres y relentece su putridez. Incurva las ágatas. Calienta los membrillos y, en seguida, se los frota en ojos, nariz, boca y senos y, de esta guisa, la amarillez le es asidua en esos puntos y ahí obtiene holganza. Cada quinquenio su macho le adosa una nueva herida a su herradura y ella, corrumpente, le saborea el estallido hasta el verano cuando hace frío, máxime si él la muerde y le gana una mortaja.
La hechicera achica la caducidad y, en lo momentáneo, logra un pintarrajo para sus magias y hace migrar (¿adónde?) las horquetas del zahorí. Ella no recela de la vetustez, sino que la convierte en su rosaleda y le ofrenda ojales de organza.
La bruja, con su punta rugible incrustada en el modo discrepante, alivia las neblinas y en sus cúspides emana el juramento que las preserva. A ella le atañen las escaramuzas en las madrigueras donde se ocultan los fulgurantes.
La lampiña y mordaz maga, de antemano, detiene, con los brazos abiertos, los golpes de los cascabeles y los revierte a su antigua condición de bálsamos. Ella se sirve del beleño y vislumbra los aquejos de los urbícolas y la certeza de la destrucción de sus menajes bajo los estados larvarios que denantes fueron cohorte.
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