Texto y dibujo: Wilfredo Carrizales
El artista convoca a sus psicopompos y con ellos de guías comienza un itinerario en varias estancias.
Primera Estancia. Llegan a una casa que arde: vivienda de un herrero que no guardó su morada. Le echan agua arriba y abajo, pero la casa continúa quemándose. Deciden entonces llamarla casa celeste, casa del cielo y, en el acto, se apaga y vuelan alto, alto, sus cenizas y en el firmamento se acoda una vivienda con entrada propia y el taller que aún faltaba.
Segunda Estancia. Arriban a unas viñas que estallan de júbilo. Entre un constante sueño, un rebaño de cabras ramonea. Echadas sobre el suelo, unas campesinas frutecen sus senos y abunda el buen beber. Se emborrachan todos juntos y la campiña se torna en bacanal.
Tercera Estancia. Recalan bajo la sombra de una estrella. Allí se empeñan en pruebas y cantos. Al escuchar que vienen unos hijos desesperados por la desgracia, los condenan a galeras. De inmediato, parten.
Cuarta Estancia. Abordan una pared. A ella se amoldan. Frente a la obra de albañilería hay unas tierras que se extienden hasta el mar. En las olas no tienen cabida los peces; en los terrenos sólo crece la cicuta.
Quinta Estancia. Acceden a una plaza desierta. Alzan los ojos hacia el cenit. Descubren unos azores que picotean a las nubes. No tarda en llover. Mojados, aparecen unos locos que aplauden a rabiar y se instala el gran teatro del mundo.
Sexta Estancia. Advienen a una ciudad con casas con ventanas a las calles. Caras y caras los observan, ceñudas. Bocas y bocas les insultan, con acritud. Poco les faltó para ver encadenados sus pies.
Séptima Estancia. Afluyen a las orillas de un río donde no se para nada. A la derecha, vientos que arrasan hasta la más mínima existencia. Al frente, corrientes de lodo interminables. A retaguardia, fumarolas y géiseres en pavorosa combinación.
Octava Estancia. Se allegan, al anochecer, a unos largos pasadizos flanqueados por dobles hileras de estatuas ecuestres. Apostados más allá, sobresalen unos soldados armados con ballestas, quienes, sin previo aviso, disparan flechas sin cesar que no dan en el blanco, pero que producen un estruendo que se escucha a kilómetros de distancia.
Novena Estancia. Atracan en una villa que queda justamente encima de unas aguas termales. Aquello es un infierno y mañana parece no llegar nunca y el no vislumbre del amanecer los enferma y les demarca un término para que sucumban en el anonimato más perverso.
Décima Estancia. Desembocan, cuando muere el mediodía, en una tupida maraña que expulsa disparates, negruras y un sombrío follaje. Un abuelo les cuenta todo acerca de la muerte. Luego silba y desaparece tras un encaje de bohío.
Undécima Estancia. Fondean en un turbulento pozo y, al ruido, caen de cabeza, mientras voces les preguntan adónde van tan sin disgusto, a la usanza de esa comarca. Cada uno, a su voluntad, sale del aljibe con paciencia y como puede.
Duodécima Estancia. Van a parar a una fonda lúgubre, hedionda a manteca, vómito y mierda. Escuchan hablar en italiano, con una opulenta soberbia. En el piso de arriba se oye el fragor de peleas y el arrojar continuo de sillas y botellas. Sin haber pecado, se exilian de lo humano.
Tredécima Estancia. Se plantan en un templo, en cuya nave central atruenan unos tambores. A las claras, habrá ordalías. El tribunal cantó un coro a cuatro voces. Dios se movió a saltos. Desde el púlpito, unos predicadores hacían la higa y blasfemaban a diestra y siniestra. Inesperadamente crujió el techo y cayeron al piso unos ángeles de escayola.
Decimocuarta Estancia. Recalan sobre una enorme cama compuesta de columnas retorcidas. Allí luchaban unos hombres por un café molido a la turca. Un mayordomo se cansó del espectáculo y clausuró la puerta de la habitación a piedra y lodo.
Decimoquinta Estancia. Tocan en un valle donde se amontonan troncos sobre troncos y ramas sobre ramas. Al fondo, unos comediantes se confesaban recíprocamente los prodigios que eran capaces de realizar. El dinero comenzó a correr y los comediantes salieron tras él y no pudieron alcanzarlo y sólo les quedó contentarse con tragar duraznos.
Decimosexta Estancia. Accedieron a una república con una extraña bandera tricolor, cautiva y herida. Allí el honor y la decencia andaban por el suelo y la mano extranjera gobernaba el territorio. Dañosos a la república, los que debían mantener el orden se dedicaban al hurto y la francachela.
Decimoséptima Estancia. Sucedieron en lancha y unas huestes embarcaron con ellos. Esa plebe infame iba jugando a los dados y bebiendo pésimo aguardiente. Cuando sonaron los disparos, la lancha, sorprendentemente, quedó sola, apaciguada y tranquila, curada de algarabía y gentío.
Decimoctava Estancia. Tomaron lugar en una tienda donde vendían puñales y libros. Los puñales presentaban inscripciones acerca de sucesos de sangre y venganzas y lucían cubiertos de polvo y orín. Los libros pinchaban por su contenido —fuerte armería— y clavaban la atención sobre verdades no reveladas y largamente mantenidas en secreto para beneficio de unos pocos.
Decimonovena Estancia. Alcanzaron una región de temperatura casi constante, pero cruzada por una hondura donde la evaporación era intensa. Esa comarca estaba habitada por seres barbados que no hacían otra cosa que mascar y chupar trozos de caña de azúcar. Además movían incesantemente los brazos mientras decían algo así como “papayachéverechicharrón”. O un galimatías parecido.
Vigésima Estancia. Culminaron dentro de una cárcel que era toda ella una urbe. Allí los presos gobernaban, hacían fiestas, tenían bancos y vendían armas y drogas; los guardianes hacían la limpieza, obedecían las órdenes de los reclusos y cobraban las recompensas que los internos decidieran. Además había un descomunal altar donde se le rendía homenaje y se le hacían ofrendas a una santa varona, protectora de los presidiarios.
Ya de regreso al estudio del artista, los psicopompos ayudaron a acostar al pintor, notoriamente extenuado, quien pronto se durmió. Los psicopompos entonces prepararon las telas, los pinceles y los óleos para que cuando el artista despertase pudiera trabajar con todo el material visto y vivenciado. Sin duda, en corto tiempo, podrían admirar los soberbios cuadros que ellos habían ayudado a concebir. Y acaso él pudiera superar la obra de William Blake.
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