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Mitomanías

lunes 4 de septiembre de 2017
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Textos y collages: Wilfredo Carrizales

1

Mitomanías, por Wilfredo Carrizales
Collage: Wilfredo Carrizales

Mi bisabuelo paseaba siempre en cabriolé, tirado, indefectiblemente, por un brioso caballo blanco, cada vez que visitaba las famosas ciudades europeas. En esas urbes, él vestía elegantemente y usaba sombrero de copa, oscuro y forrado de brillante seda. Conocía a muchos hombres y mujeres célebres (políticos, escritores, artistas, pensadores…) y con ellos salía de excursión, a visitar museos o a platicar con libertad en los cafés. Aunque nunca lo dijo abiertamente, debió tener innumerables amoríos y aventuras. Enviaba desde alguna de aquellas ciudades una postal que lo mostraba, en cualquier caso, de espaldas, parado frente a “su” cabriolé. (La postal, de manera forzosa, la recibía mi madre, quien se la llevaba al jardín y allí se tumbaba a contemplarla por horas y horas, mientras musitaba palabras ininteligibles dirigidas a mi bisabuelo).

A mi bisabuelo le decían “el impenitente andariego”. Un día estaba en París, por ejemplo, y una semana después se encontraba en Roma o en Madrid. A Praga fue en muchas ocasiones: le agradaba sobremanera esa ciudad, en especial su universidad, su teatro nacional y la iglesia de San Jorge. Mi bisabuelo se estuvo casi todo el periodo de “la Belle Époque” dando vueltas por el viejo continente hasta que lo sorprendió en Ámsterdam el estallido de la Primera Guerra Mundial y debió tomar apresuradamente un barco de vapor y regresar a Venezuela por La Guaira. Murió poco antes de que finalizara la Gran Guerra, triste y encerrado en su cuarto, sin haber podido emprender su postrero periplo y sin haber llegado al punto que él consideraba su destino: Belgrado.

 

2

Mi abuelo materno era albañil: uno de los mejores de su época. Él solo reconstruyó la iglesia de nuestro pueblo y lo hizo en el lapso estipulado. Ganó un dineral con ese trabajo —amén de la fama que obtuvo— y adquirió de inmediato un enorme terreno ubicado en el cruce de dos calles. Además logró que le permitieran llevarse todos los materiales que sobraron de la reparación de la Morada del Señor y con ellos levantó una casa para su numerosa familia. La casa constaba de cinco habitaciones (la más pequeña mi abuelo la reservó para él; en la más alejada nací yo), una especie de antesala (donde se recibía a las visitas), una enorme sala (adonde se realizaron innumerables fiestas de máscaras e improvisadas piezas de teatro familiares), comedor y una cocina con una mesa de cemento adosada a la pared final (donde yo conversaba con mi abuela, mientras preparaba el desayuno o el almuerzo o la cena). Además, en la parte postrera de la casa erigió un baño con su tanque aéreo y un lavadero externo con su batea y una especie de alberca. (Aprendí de mi abuelo a disfrutar del aroma de la argamasa y de la caña brava y de las tejas remojadas). La vivienda en sí apenas abarcaba un tercio del solar, quedando el resto vacío y sin muro que lo protegiera. De inmediato, mi abuelo se dedicó a recolectar árboles frutales de la región norcentral del país, los trasplantó adecuadamente por todo el patio y pronto hubo sombra, abundantes frutas de diversas variedades, pájaros y niños jugando alocadamente día y noche.

Durante una temporada mi abuelo desapareció y nadie daba razón de él. Imprevistamente retornó a casa trayéndome conchas y estrellas de mar y guijarros. No le pregunté dónde había estado. Más tarde lo sorprendí haciendo un agujero detrás de la puerta de la antesala y escondiendo dentro de él un viejo revólver. Me guiñó un ojo y me convertí en su cómplice. Una semana más tarde me despertó muy temprano y me dijo que iríamos a un sitio llamado Turiamo. Allí, en aquel lugar, vi por primera vez el mar y su infinita arena y los cocoteros y desparramadas conchas y caracoles. Mi abuelo me encaramó sobre sus hombros y nos adentramos en el interior del oleaje. De improviso, me arrojó al agua turbulenta y caí de espaldas y tragué aquel extraño amargor junto con unas plantas verduscas y babosas que flotaban por doquier. Aullé, lloré, pataleé y por primera vez odié a mi abuelo. A partir de aquel momento, Turiamo se convirtió en nuestro rincón de diversión, de revelaciones y mutuo conocimiento hasta que la armada lo convirtió en base militar y aborrecí hasta lo indecible a la marina de guerra.

Abuelo continuó ausentándose de casa con más frecuencia y sus hijos empezaron a suponer que tenía una querida. Abuela permanecía impertérrita. Mas una mañana, unos aviones pasaron atronando por sobre nuestra casa y al rato la gente salió a las calles gritando: “¡Huyó el dictador!”, y mi abuelo entonces extrajo su revólver de su escondrijo y disparó unas cuantas veces al aire, mientras yo lo contemplaba con un recóndito orgullo.

 

3

Mi tío Abigaíl se fue furtivamente a Ciudad de México y se llevó consigo la maleta de mi bisabuelo que yo había heredado. Yo sabía que él estuvo planeando ese viaje desde hacía unos meses atrás, porque cuando se ausentaba de casa, curioseaba entre sus papeles y leía las cartas (que contenían fotografías de mujeres desnudas, con sus nombres y edades anotados en el reverso) que le enviaba su amigo (quien estaba estudiando ingeniería en una universidad de la capital mejicana) y le insistía en que se fuese a vivir con él durante un año. Mi abuela se tomó la noticia de la partida de su hijo díscolo con la mayor displicencia. Mis tías, sin embargo, hicieron del hecho toda una tragedia y se la pasaban llorando.

Casi al mes de su marcha, se recibió la primera epístola de mi tío y una fotografía adjunta que lo mostraba sentado en un bar al lado de su amigo y un par de mujeres bastante agraciadas. La carta no decía gran cosa y sólo se limitaba a referir que la estaba pasando bien, conociendo a celebridades del cine mejicano y trabajando como extra en algunas películas. Después, esporádicamente, continuaron arribando comunicaciones escritas parecidas a la primera. Yo se las leía a mi abuela, por ser ella analfabeta, y nos reíamos de los chistes que contaba su hijo.

El tiempo transcurrió más velozmente de lo esperado y el calendario terminó de parir la docena de meses. Una mañana tocaron a la puerta de un modo “musical”. Abrí y allí estaba mi tío, con una espléndida sonrisa y ataviado como un mariachi. Nos dimos un afectuoso abrazo y fui a la cocina a llamar a la abuela. Ella únicamente dijo: “Al fin regresaste” y volvió a sus ocupaciones. Como mi tío retornó con mi maleta intacta no le hice ninguna recriminación. Esa noche, con la familia completa reunida en el comedor, el tío Abigaíl mencionó sus encuentros con Tin Tan, Cantinflas, la Tongolele y Sara García y lo que había aprendido con esos personajes. Dos días después, convocó a todos sus amigos y en la gran sala de la casa mostró sus aptitudes histriónicas “a la mejicana”.

Mi tío volvió a la vagancia y a los trabajos eventuales y cuando permanecía en casa se dedicaba a divertirnos disfrazándose de cowboy, con unas pistolas de juguete colgadas de la cintura, en una especie de taparrabo, unos bigotes y unos dientes postizos y un agujereado sombrero de fieltro. A veces, pero en cueros, hacía la misma “función”, de pie frente a la ventana de la gran sala que daba hacia la calle y lograba congregar a un numeroso grupo de niños vecinos que se desternillaban de la risa. Nunca logré entender por qué las madres de aquellos chiquilines no denunciaron a mi tío en la comandancia de policía.

 

4

Mi abuela materna era oriunda de una zona montañosa llamada La Violetera, ubicada en la serranía lejana, al sur de nuestro pueblo, y en donde se cultivaba café y hortalizas. Cuando conversaba con ella en la cocina me contaba acerca de lo ubérrimo que era aquella región. Me hablaba de los próvidos y altísimos árboles de aguacate que crecían a orillas de las quebradas y de cómo las mujeres usaban los “colgajos” maduros para lavarse las cabelleras, metidas dentro de los riachuelos. El ámbito del fogón y las cacerolas se impregnaba con el grato aroma de la masilla de los aguacates triturados. Mi taza de “guarapo” caliente que reposaba sobre mis manos relumbraba con los aceites y fragancias de tales frutos rememorados.

Siendo muchacha, mi abuela bajó de la montaña y se estableció en un pueblo vecino al nuestro. Al poco tiempo, se trasladó hasta nuestra población y comenzó a trabajar como sirvienta en casa de unos ricos. Salió preñada del jefe y semental y luego de parir a una hermosa niña abandonó aquella morada. Ignoro cómo llegó a conocer a mi abuelo y jamás intenté preguntarle nada al respecto. Después de casarse con él se establecieron en una humilde vivienda, adonde fueron arribando los hijos en sucesión continua, como de carrerilla y luego se mudaron definitivamente a la casa grande que construyó el abuelo. Mi abuela decidió no salir a la calle y dedicarse exclusivamente a su hogar y a criar a los niños. Empero ella viajaba todas las tardes conmigo, mientras contemplábamos desde el patio los hermosos crepúsculos vespertinos y el regreso de los loros y las garzas a sus dormitorios. Recorríamos pedregales y espesuras y contábamos y distinguíamos las diferentes huellas de animales, personas y ruedas de carretas; nos aventurábamos por inclinadas cuestas que morían en playas de bahías colmadas de quietud, reflejos y chillidos tenaces de gaviotas y alcatraces; peregrinábamos por antiguos santuarios y derruidas puertas de alcabalas y descubríamos ignotas lagartijas y enredaderas que formaban arabescos; nos escurríamos por los llanos en busca de los chigüires que se camuflaban para no ser asesinados; descendíamos por cuevas en pos de diálogos con los murciélagos más clarividentes… Mi abuela se negaba a subir las montañas (acaso por desdichados recuerdos) y yo no insistía en procurar esos ascensos. No obstante, en ciertas noches de plenilunio, cuando los rayos plateados ingresaban por un tragaluz pequeño y circular, ella, ya inmersa en sueños, hablaba dormida y aludía a las extraordinarias tormentas que violaban con brutalidad a las fuentes y arroyos de su lugar natal y expulsaban a los pececillos, a los renacuajos y a toda la hojarasca que se pudría anónima.

 

5

Mitomanías, por Wilfredo Carrizales
Collage: Wilfredo Carrizales

A la primera hija de mi abuela paterna yo no alcancé a conocerla. Según me contó mi madre, ella enloqueció temprano y se dedicó a romper todos sus retratos fotográficos. Sólo se salvó uno, casi velado por completo, y en donde su imagen borrosa parece arrastrada por fluidos que la carcomen. Ya en mi memoria desapareció su nombre y el año de su muerte.

De acuerdo con el testimonio de mi madre, aquella cuñada suya aprendió a bordar y tejer desde niña. Trasladaba a las telas unos paisajes fantásticos, extraídos de quién sabe qué comarcas oníricas o visionarias. Creo que mi abuela conservaba un trío de aquellas creaciones en uno de sus baúles.

Mi tía —siempre siguiendo la reconstrucción de mi madre— comía sola frente a un retrato (colgado de una pared) de su tío difunto que alcanzó el grado de coronel. Mientras se llevaba a la boca una cucharada de alimento con la mano izquierda, con la mano derecha lo saludaba en pose marcial. Cotidianamente esa tía, al atardecer, se desplazaba hasta una breve habitación (que estaba separada de la casa de al lado por una baja pared medianera y que dividía en dos viviendas diferentes el largo techo del cuartel original) situada en el patio posterior y se sentaba en el camastro del otro hermano de la abuela, quien desde hacía largo tiempo permanecía postrado y más o menos lúcido. Ellos iniciaban sus confidencias, invariablemente platicando de los recorridos que habían hecho alrededor del globo terráqueo, como trotamundos, y de los equipajes y alforjas que traían con ellos y de los mapas con anotaciones al margen. Al oírlos en tan amenas charlas, el vecino, un alto descendiente de alemanes, músico, tejedor y orate por convicción, se trepaba al poco alto muro y se unía al coloquio aportando sus comentarios y reseñas. A partir de ese instante, el transcurso del reloj invisible tomaba un derrotero francamente germanófilo y salían a relucir por parte de los tres conjurados trashumantes las más disímiles toponimias de Alemania, Austria y Suiza. La abuela los escuchaba, a escondidas, con asombro, y sentía bajo sus pies el trajinar de los trenes o el bamboleo de los barcos.

 

6

La carretera que va de Barquisimeto a Maracaibo y la vía que conduce de Barquisimeto a Caracas vieron pasar incalculables momentos al medio hermano, de mayor edad, de mi padre. Él era conductor de uno de aquellos grandes autobuses Mercedes Benz que la empresa donde trabajaba había adquirido para modernizar la flotilla de automóviles de servicio público. No logro desenterrar del hueco de la memoria los rasgos fisonómicos de ese tío evasivo.

Algunas veces, al filo de la medianoche, tocaban con energía el enorme portón de la casona donde vivíamos. Mi padre se despertaba sobresaltado y acudía a ver quién llamaba. Al regresar a la habitación me decía, sin yo preguntarle, “Llegó el tío Víctor”, y no agregaba más nada. Al amanecer, el tío ya había partido. La situación se repitió en varias ocasiones. Aunque me aguijoneaba la curiosidad, no me atreví a interrogar a mi padre acerca de tan extraño comportamiento de su hermano.

A través de los noticieros de la televisión veía escenas de la violencia en las zonas rurales y en la capital y otras grandes ciudades. Policías baleados, oleoductos volados, soldados emboscados y muertos, estudiantes asesinados en las calles… En Caracas ponían bombas y había enfrentamientos armados. El tío Víctor continuó apareciéndose en nuestra casa amparado por el silencio y las sombras nocturnas. (Pienso ahora que en realidad yo nunca llegué a mirarle el rostro. El tío Víctor siempre fue para mí un nombre, un eco surgido de improviso de la penumbra).

Un día mi padre me informó que el tío Víctor había abandonado su trabajo, presionado por no sé cuál circunstancia y que hubo de emprender un dilatado periplo por regiones escabrosas. El tiempo eslabonó con rapidez sus meses y sus años e instaló un escenario de “pacificación”. El tío Víctor reapareció por casa, fugazmente, un mediodía. Dijo unas palabras inconexas, se despidió atropelladamente y se dirigió hacia un autobús que lo estaba aguardando en la esquina próxima. Luego nos enteraríamos que al frenar en una curva, su corazón también había detenido su marcha.

 

7

A mi padre le gustaban los Oldsmobile de dos coloraciones contrastantes (castaño y ocre, por ejemplo). Desde que a los veintidós años pudo comprar su primer automóvil, escogió sin titubeo uno de aquella marca y definitivamente se acogió a ella. Eran vehículos grandes, resistentes y muy estables. En ellos salíamos a deambular los domingos y yo iba más atento a los movimientos del volante que al desplazamiento por las vías.

Esos automóviles eran tan fuertes y montaraces que mi padre, conduciendo ebrio a altas horas de la noche, chocaba contra alguna defensa lateral de pequeños puentes, la derribaba y el Oldsmobile quedaba casi intacto y mi padre sólo resultaba magullado y con leves cortaduras.

Y no únicamente los Oldsmobile eran de dos tonalidades: los zapatos que calzaba mi padre también mostraban dos matices y los exhibía muy orondo cuando descendía de su carro. Él me llevaba frecuentemente consigo cuando iba a otros poblados cercanos a visitar a cualquiera de sus copiosas amigas y ellas me acariciaban el cabello para congraciarse con mi padre y para que las invitara a subirse al automóvil y las sacara a pasear y a comer helados. Yo intuía que aquellas mujeres eran más que sus “amigas”, pero me hacía el tonto y nada comentaba en casa.

Mi padre amaba ausentarse del hogar por períodos de una o dos semanas. Con el pretexto de realizar investigaciones comerciales emprendía rumbo por carreteras que lo conducían hasta alejadas ciudades, cuyos nombres yo olvidaba rápidamente al mi padre terminar de enumerarlos. Solamente sentía nostalgia por los dulces y golosinas que él traía de esos lugares.

El último Oldsmobile que poseyó mi padre se accidentó un domingo frente a nuestra casa y ya no quiso funcionar más. A mi padre así mismo se le fracturó el vigor y cayó en cama. Cuando deliraba de noche, pedía que lo sentaran dentro del Oldsmobile, frente al volante. Allí duraba un par de horas evocando fiestas acaecidas en las ciudades y pueblos visitados por él. Una madrugada de persistente llovizna, al deteriorado Oldsmobile se le hundió el piso. Mi padre emitió un quejido acostado en su lecho y se puso en camino sin posibilidad de retorno.

 

8

Onofre, una de las hermanas de mi abuelo materno, se acicalaba, se pintaba los labios de rojo intenso y se vestía elegantemente los sábados a las seis de la tarde para sentarse ante el televisor y suspirar sin tregua al mirar y oír cantar a Yaco Monti en Buenos Aires. Repetía con él la letra de la canción que la sedujo desde el principio: “Qué tienen tus ojos que ya no me olvidan / qué tiene el recuerdo que crece en mi alma / como un llanto amargo / no quiero pensar…”. Luego ella le tomaba la mano al adorado cantante y se iba con él a pasear por las avenidas del centro de la capital argentina y a sentir las ojeadas de envidia que de todos lados le lanzaban las pibas. Mas el amorío pasó pronto al ella conocer al patriarca socialcristiano del partido verde.

Subsiguientemente Onofre, quien vivía en la ciudad de Maracay en una casa rodeada de árboles, pintó la residencia de color verde, por fuera (incluido el tejado) y por dentro (comprendidos el lavamanos y el wáter-closet), y todo el mobiliario y las cortinas adquirieron esa pigmentación. Así que la morada casi no se distinguía desde la calle al quedar prácticamente mimetizada con el entorno.

Cuando se enteraba ella de que el líder esmeralda andaba de gira política por la región, se aparecía en las sedes del partido, ataviada de verde desde los pies hasta la cabeza y con los labios, uñas y cejas teñidos como habas. De tanto insistir, “la vieja verde” pudo al fin abordar al “papa verde” y le manifestó su infinita admiración y puso su casa a la orden. “El papa verde” la escuchó incómodo y le dio una tarjetita con su nombre. Onofre no cabía en sí de gozo y enseñaba el pedacito de cartulina impresa a cualquiera que la visitara. “El papa verde” llegó a ser presidente de la república y Onofre fue al palacio presidencial con su tarjetita y su engalanadura verduzca. No la atendieron y desde ese mismo instante empezó su violenta decoloración y su raudo tránsito hacia la putrescencia.

 

9

Mi padre tenía un primo nombrado Porfirio. Era un hombre corpulento, de casi dos metros de estatura y que se ganaba la vida como leñador. Manejaba su enorme hacha con una facilidad que pasmaba. Mi padre le llamaba “Rubirosa” y Porfirio se quedaba lelo dentro de su ingenuidad e ignorancia. Nunca pudo asistir a la escuela. Vivía en una humilde casa, en las afueras de un pueblo semirrural, y enfrente se extendía un segmento de una cadena montañosa, adonde él acudía diariamente a cortar leña para vender y para su propio uso. En continuas ocasiones lo sorprendían los aguaceros y retornaba a casa enchumbado y tiritando de frío.

En una oportunidad, Porfirio salió de madrugada con una carretilla. Su intención era rebosar el pequeño carro de buena leña y obtener por ella una espléndida suma de dinero que le permitiera remodelar en algo su casa. Por la noche no regresó: atisbo de alguna anormalidad. Su mujer se preocupó y se quedó velando. Él apareció a la mañana siguiente, sin leña, pero cargado con una serie de oxidados artefactos. Le explicó a su señora que había tomado en la montaña un sendero inexplorado y se había topado con un vetusto árbol. Como era su costumbre antes de talar cualquier palo, le pidió permiso para cortarlo. Experimentó que el árbol le hacía sentir su negativa. Entonces le manifestó repetidas veces su rogativa al tronco, con iguales resultados. A punto de perder la paciencia, empezó a caer una pertinaz lluvia y Porfirio debió buscar dónde guarecerse. Encontró una cueva no muy profunda y adentro tropezó con los herrumbrosos objetos (espadas, puntas de lanzas y bayonetas, balas de cañón y espuelas) y arrambló con todo hasta hacer cimbrear la carretilla.

Porfirio malvendió pronto aquel inaudito hallazgo y cuando quiso iniciar los arreglos a la vivienda, se lo impidieron unos gruesos esputos sanguinolentos. Le diagnosticaron tuberculosis pulmonar muy severa y a las pocas semanas pereció. Mi padre le compró el ataúd y metió el hacha junto al cadáver. Alguien le oyó decir: “Lo perforaron los fantasmas que protegían aquellas reliquias”.

 

10

Mitomanías, por Wilfredo Carrizales
Collage: Wilfredo Carrizales

Me costaba trabajo creer que aquel personaje de cabeza abultada, sentado al lado de un generalote de pie, fuese el padrino de mi madre. ¿Por qué mi abuelo materno había escogido a tan estrambótica figura como su compadre? Mi madre no lo sabía a ciencia cierta, pero sospechaba que fue debido a su riqueza y propiedades inmuebles. Esa escogencia de padrinazgo por parte de mi abuelo, yo la consideré, en todo momento, una muestra de servilismo. Además el tal padrino jamás le regaló a mi madre ni siquiera un par de medias. El tipo era un eminente avaro.

El padrino (cognomento sin ninguna relación con la película homónima) husmeaba por las calles y recovecos del pueblo en busca de casas que pudiera adquirir a bajo precio a familias muy necesitadas de dinero. Ese gran “promotor” del desarrollo económico del pueblo se distinguía como un redomado pícaro y como un astuto e inescrupuloso negociante.

Yo iba con frecuencia al almacén del “padrino-promotor” a comprar materiales de ferretería. Él ignoraba quién era yo y sin que se diera cuenta, lo observaba cuando su mirada iba, incesantemente, tras la estela de las monedas de los clientes. Él no perdía ni un milímetro del desplazamiento del dinero hasta la caja registradora. Luego él respiraba sosegado y satisfecho.

Si de mí hubiera dependido, le habría suministrado al padrino un viático que acelerara su muerte. Aunque si mi madre se enterara, me habría reconvenido, habida cuenta de su fe cristiana y católica. Sólo pude maldecir al personaje de marras a través de un graffiti sobre una pared de su almacén, borroneado de madrugada y a la carrera, obviando innecesarias ortografías.

Wilfredo Carrizales
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