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Tríada sin ritual

lunes 23 de octubre de 2017
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Textos y dibujos: Wilfredo Carrizales

1

Tríada sin ritual, por Wilfredo Carrizales
Dibujo: Wilfredo Carrizales

Una mujer calla ocurrencias, mientras casi todo su cuerpo se emblanquece y un rosáceo quehacer se le adhiere a los pómulos, la vulva y los senos y con las extremidades distendidas aguarda el paso de siluetas de troncos secos que buscan reverdecer bajo la protección de fuerzas extrañas y que no logran perturbar la risueña expresión de la fémina, porque ella mira con ojos de araña y extiende su visión a través de redes que sustentan ingentes misterios: enigmas que establecen y separan los estadios donde se contemplan los deliquios dentro de sus coberturas de follaje, cielo y holganza.

Otra mujer se azulea y se cubre de manchas y lunares y se coloca una máscara oscura con una trazada cruz papal para que la proteja de íncubos, diablos y sátiros, pero que no la defienda de sí misma, de su propia e inseparable concupiscencia, de su tongoneo de caderas y nalgas y de su aroma vulvar atacante y resoluto. Ella se lleva las manos a los oídos y finge no escuchar las melodías lascivas que emergen de su contorno, mas las carnes se le vuelven turgentes y se le arrecian los vahídos y le aumentan los ardores y suda copiosamente y ya no sabe cómo se llama ni qué vino a hacer al sitio donde se encuentra entre asfixias y soponcios.

(Una negra curiosea con complacencia y cogita y se eriza y repasa sus recuerdos y suspira con los cinco sentidos parpadeando por el aguzamiento).

 

2

Tríada sin ritual, por Wilfredo Carrizales
Dibujo: Wilfredo Carrizales

La playa se apropia de la tibieza de la mañana y esparce el ocre a discreción. La mujer arriba, al azar, a esa franja de arena con abundante luz. Algo la impele a echarse boca arriba, sin quitarse el vestido ni el calzado, sobre la superficie húmeda. Se pone a mirar con deleite, con inusitado arrobo, el impresionante azul del cielo. Por instantes, percibe que lo celeste se agita suavemente en un oleaje impregnado de silencio y meditación. De pronto, mar y cielo se funden en una única vibración que disemina un rocío prendado a un exótico aroma. La mujer aprieta tenuemente los labios, exhala un suspiro y, faltos de mesura, abre los ojos para que absorban lo inextricable. Así permanece durante un rato que va dejando un curso en su memoria visual.

Inopinadamente aparece una gran águila. Desciende rauda hacia la mujer, con las garras preparadas para aprehender. La fémina no se inmuta; el águila se detiene en seco y comienza a aletear. La mujer comprende entonces que el ave quiere alzarla en vuelo y eleva sus manos hasta aferrar las patas del águila. Pronto remontan el espacio sideral, espejo verídico del mar, y nortean en busca de una cima, donde los espera un extravagante nido tapizado con plumas y motas de algodón, escenario que verá realizar el infinito e ininterrumpido devoramiento de las entrañas de la mujer por parte del águila, mientras la fémina entonará salomas en un permanente estado de arrebato y enajenación.

 

3

Tríada sin ritual, por Wilfredo Carrizales
Dibujo: Wilfredo Carrizales

Era y fue de azurita: espiga heráldica sin salir de su envoltura de asombros. Atisbaba con harta frecuencia al jardín propincuo, en solicitud del emisor de un canto potente que se repetía tres veces cada día: al amanecer, al mediodía y al atardecer. Todos sus esfuerzos resultaban vanos: no lograba dar con el que profería los anuncios de las horas importantes. Frustrada, se sumergía en un azur que la instigaba más. Ella rebosaba juventud y tal vez, por ello, la impetuosidad era su fiel compañera. ¿Y si penetrara al vergel y develara el misterio del cantor oculto? A pesar de poseer abundante brío, una especie de reactancia la constreñía a permanecer en su predio manchado de añil.

En el jardín, el gallo se conservaba fuera de las miradas curiosas. Bajo las enramadas tupidas, sonreía, callaba casi la totalidad del día y meditaba. Ese año le estaba dedicado y por lo tanto, podía hacer lo que se le antojara. ¿Gallinas? Ya estaba harta de ellas y de su perseverante cacareo. ¿Pollas? Insulsas hasta la exasperación. Tenía fuerza y capacidad para procurarse su alimento por sí mismo y hacer cuanto le apeteciera o le viniera en gana. ¡Su gallardía resaltaba, al igual que su marcialidad! Entonces, ¿temer a qué? Levantaba su voz y con ella la agresiva arrogancia. La mujer convecina le tenía sin cuidado. ¿Por qué aquel empeño en espiarlo? ¿Estaba chiflada de tan azulenca?

Un domingo desusado y de exacerbada luminosidad, el astro rey se colgó audaz de su cenit. El gallo prorrumpió en cantos maravillosos y nunca antes proferidos. La mujer estaba sentada bajo un emparrado, en un estado de somnolencia y modorra. Dio un respingo y, sin pensarlo, saltó el seto que dividía su predio del jardín de al lado. Se encontró con el gallo, erizado y enhiesto, trepado en lo alto de un arbusto florecido. Ella le miró fijamente unos breves instantes. De inmediato, se despojó de sus ropajes y se postró de hinojos sobre la proteica hojarasca. Exigió: “¡Móntame, gallo!”. El ave voló desde su refugio, entre cantos de una autoridad celestial, hasta descender encima de las desarrolladas nalgas de la mujer. El gallo la penetró, al tiempo que clavaba sus uñas en las turgentes carnes de la fémina. Un postrero y turbador canto fue lanzado en duplicidad al espacio. Después ave y mujer yacieron allí por horas hasta que la noche los separó.

(La conseja narra que la mujer expulsó dos huevos negruzcos al cabo de once meses y de su interior surgieron gemelos azuletes con mechones de pelo muy similares a tiras de cinabrio. Parece ser que nunca nadie oyó hablar a los gemelos, quienes se la pasaban desnudos y encaramados a unas perchas).

Wilfredo Carrizales
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