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El País de los Ictiófagos

lunes 22 de enero de 2018
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Textos y collage: Wilfredo Carrizales
El País de los Ictiófagos, por Wilfredo Carrizales
Collage: Wilfredo Carrizales

Entrada

El País de los Ictiófagos se suele describir como un territorio alargado y rodeado de agua marina por todas partes, menos por una que es una especie de istmo abrupto e impracticable. Resulta imposible saber la dimensión de la comarca debido, principalmente, a que de forma continua la cubre una bruma casi total. Sin embargo, los habitantes de esa unidad geográfica se las arreglan para alimentarse el año entero de las diversas variedades de peces que abundan en sus ensenadas, albuferas, bahías y radas. Los ictiófagos mueren longevos y sus cadáveres son colocados, sin mortajas, en las playas para que los arrastren las mareas.

 

1

El pez más codiciado allí es el pez volador, no tanto por su carne, un tanto desabrida y carente de abolengo, sino porque resulta una agradable diversión cazarlo con revólveres cuando ejecuta sus pequeños vuelos. Además, siempre a sus cardúmenes los acompaña el pez mujer, que vuelve locos a los pescadores al no más oler el excitante aroma de sus pezones. Se acostumbra consumir ambos peces guisados juntos en una salsa preparada con agua de coco, algas, ajíes y patas de cangrejo. Las noches de luna llena resultan los momentos propicios para saborear tan exquisito condumio.

 

2

Al pez ballesta se le devora medio crudo e instantáneamente. Sólo se atreven con este pez quienes tienen buenos dientes, ya que él tiene la piel cubierta de múltiples y pequeños escudos que hacen muy difícil la labor de desmenuzamiento a dentelladas. Así mismo, a los que se habitúan a su ingesta los atacan repentinas depresiones que muchas veces terminan en deceso por asfixia.

 

3

Un pez muy solicitado es el pez diablo, especialmente buscado por su enorme cabeza y su intenso color rojo. Los viejos conocedores le atribuyen un gran poder afrodisiaco y por ello cada vez escasea más y su precio alcanza cifras astronómicas. No obstante, sus acólitos lo siguen venerando y degustando a la brasa u horneado. Se cuenta que por las noches, quienes han tragado abundantes pociones de ese pez aúllan ferozmente como lobos de mar en busca de sirenas.

 

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De muy dilatado cuerpo, el pez espada causa temor cuando queda atrapado entre las redes. Como un consumado esgrimista se defiende, pero los hambrientos ictiófagos pronto dan cuenta de él con garfios, tridentes y garrochas. Izado de la cola, de un poste, se procede a reducirlo a cortes que van cayendo dentro de inmensas marmitas, de donde saldrán convertidos en un caldo espeso que excita los sentidos y predispone para la lujuria y los combates cuerpo a cuerpo.

 

5

Para defenderse de los malos vientos, los ictiófagos comen de prisa al pez globo antes de que vuele con las tolvaneras. Ya que ese pez es punto menos que aire, los ictiófagos se hinchan y andan durante varios días muy ufanos, pagados de sí mismos, hasta que caen a tierra cubiertos de espinas y escamas de texturas etéreas.

 

6

Los peces gordos acuden en masa al País de los Ictiófagos en época de zafra. Su importancia se pone de relieve en todos los convites y agasajos y se les adorna con perejil, uvas de playa y orégano de monte. Una vez que los peces gordos se aclimatan al sitio, no salen más y entonces los ictiófagos los saborean a placer en posadas y merenderos y el abultado aspecto de los huéspedes pasa luego a engrosar la fisonomía de los anfitriones.

 

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Durante las noches oscuras aparece el pez luna dispuesto a eclipsar a los ictiófagos con sus fragancias de harina y almidón. Mas los ictiófagos le conocen el juego al pez selenita y se lo zampan truncado de plata y comprimido para el cansancio de la digestión. Después, el pez luna rueda por el estómago y, con intermitencias, lanza destellos cual faro en agonía.

 

8

En los acantilados, hay un pez en procura permanente de clavos: es el pez martillo y los ictiófagos le prolongan su semejanza para manipularlo mejor. Ese pez se templa al sol y adquiere una tonalidad de orín que lo convierte en suculento manjar de sibaritas extravagantes. No se comete ninguna herejía gastronómica si al pez martillo se le remata de un golpe fulminante para que su carne se ablande hasta límites de suprema ternura.

 

9

El más temible de los peces que moran por aquellos contornos es el pez reverso y causa enorme aprensión por lo siguiente: revierte su naturaleza a cada rato. Ora es comestible y sabroso; ora es venenoso e insípido. Además muta, a capricho, forma, textura y color. Por fortuna, este pez se reproduce con dificultad y vive solitario, pero incontables ictiófagos han perecido a resultas de su engañosa y fatal ingesta.

 

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El día de San Pedro, invariablemente, se anuncian bancos de peces sierras que abren las compuertas de los apetitos y las hambres no satisfechas. Tales peces se extienden por hileras e hileras y desarrollan sus amarilleces que luego sucumbirán bajo el rescoldo de los fogones. Sus dientes competirán con los de sus voraces engullidores y no podrán vencerlos. Los espinazos se amontonarán cual irreductibles hitos de una descomunal pitanza.

 

11

También los ictiófagos crían peces de colores en albercas y estanques. Con ellos visten sus gulas en días de jolgorio y bodas. Mueren esos peces por las bocas porque se escupe dentro de ellas salivazos de ajo y sal. Satisfechos, mascan los ictiófagos los cuerpecitos, con naturalidad. Si una anguila se equivoca y se desliza entre las piernas de los nunca ahítos comensales, le espera la devoción de la cazuela y el acompañamiento de un licor amargo.

 

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Armados de imanes, los ictiófagos atrapan a los peces agujas y antes de lanzarlos dentro del aceite hirviente de los calderos, los utilizan para remendar las redes, las colchas y las vestimentas. Los peces se retuercen a las dos horas y pico y forman con las dentaduras que los aguardan ansiosos, un ritmo preciso de tira y encoge.

 

13

Peces castañas también habitan en aquellos ámbitos acuáticos y calmos. Tienen un gusto breve a semillas desecadas, pero un poco más intenso. Siempre borbotean cuando les arrancan las aletas, aunque ello contribuye a aumentar caudales en los baúles de los que se hartan con sus trozos exuberantes rápidamente sofritos.

 

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Los peces cofres practican el ostracismo y los ictiófagos no lo ignoran. A fin de pescarlos recurren a ostras amaestradas que los atraen con su ineludible perfume de hembra en celo. Los peces cofres, irremediablemente, abren sus tapas para absorber el embriagante aroma. Ese momento es aprovechado con rapidez por los ictiófagos, quienes ingresan al interior de los cofres y engullen risueñamente las entrañas de alhajas.

 

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Todos los ictiófagos poseen luengas cabelleras que mantienen bien peinadas a cualquier hora. Se valen para ello de los camaríes (vulgarmente llamados peces peines), los cuales les alisan los pelos y las barbas (si las hubiere). Pringados de esa manera, los peces peines se tornan resbalosos y brillantes y así excitan de tal manera la salivación de los ictiófagos que terminan siendo despachados, por piezas, en paralelo.

 

16

Recurrentemente se detecta una acidez entre ciertas rocas golpeadas por olas gualdas. La experiencia dice que allí se esconden algunos peces limón, prófugos o resabiados. Como los saben inermes, los ictiófagos los puyan con ramas puntiagudas hasta que sueltan todo el líquido agrio que contienen. De inmediato, ni cortos ni dorsales, les chupan el bagazo y los dejan en la pura concha.

 

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Quienes se han aficionado a degustar a los peces mulas los ha ganado una constante torsión de mente y entendimiento. Sin embargo, no ha disminuido un ápice la ingesta de ese pez extraño, siempre sumido en un torpor como adorno de su sino. Los ictiófagos expresan hacia ese pez una ambigua actitud: le temen y, al mismo tiempo, lo desean carnalmente.

 

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El esturión pasa por ser un pez cuasi invisible, aunque es fácilmente ubicable debido al intenso sonido de su hipotálamo. Defecto que es aprovechado oportunamente por los ictiófagos para arponearlo y hacerlo concurrir, aún sangrante, al interior de una cazuela adobada con vino y manteca de ladrón.

 

19

Sin causas biológicas, unos peces anónimos y continentales se han cebado entre los manglares. Los ictiófagos prefieren no buscarles nombres y manducarlos al mejor modo de los corsarios o como puchero de enfermo. Cuando logran localizar sus huevas, se las frotan enérgicamente en los testículos y luego las engullen sin pestañear.

 

20

Profundamente abigarrado a los colores de su deleite, el múgil gira en su entorno cilíndrico y crea ondas que son su futura perdición. Cabezudo, no cala en él la malicia y por eso es presa fácil de los gastronautas de ribera. Lo deshuevan y lo descarnan con uñas y colmillos. Se le aprecia tanto que cada hogar quisiera tenerlo de huésped en las sartenes, rodeado de hierbas aromáticas y nueces y piñones.

 

Salida

Gaviotas revolotean sobre las tendidas piezas de lona de la antigua embarcación. Un halcón se posa sobre la vela mayor y anuncia la partida. Los peces pilotos aluden a su función y brujulean el derrotero. Los ictiófagos nos despiden con entusiasmo y olorosos a sardinas en escabeche. Para que el viaje de retorno transcurra sin incidentes, lanzan al mar, bajo la popa del navío, a una doncella desnuda, teñida por algas verdes: será nuestro talismán y nuestra rémora.

Wilfredo Carrizales
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