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Desfiguraciones: artilugios en vela

lunes 9 de julio de 2018
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Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

1

Desfiguraciones: artilugios en vela, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Ha comenzado el festejo y se oyen las risotadas, las burlas, las befas. Son conocidas las voces y los abejorreos y las plastas que ocultan los rostros. Hay movimientos entre lo grotesco; rozan las colecciones de desparpajos. Intención de mojiganga en el ámbito que carece de restricción. Dominio que encubre y abotarga. Se han encendido fogatas y los diablos levantan sus hachas fálicas. El aire se viste con amplios trajes de lujuria. La luna lanza un escupitajo y yerra.

Tras la tormenta se demudan los custodios y sus mujeres les apagan la cal sobre los rostros. Inutilidad de los vástagos que no se desfloran y las flemas avanzan en una procesión sin término. Las armas se agujerean, pierden fuerza, ánimo. Aun los derribos, los apoderamientos. ¿Cinismo en puertas? ¿Descaro al servicio de la emoción? Alguien quitándose los desmayos; alguien exasperando el tono de las diferencias. ¡Que vengan las desestimaciones! ¡Que arriben con el descuido del abatimiento! Un desfile proporciona los mejores agravios. Fondo o vasija. Suceso.

En la hora cuando se desfigura la fachada de la casa y los reflejos sobre la carrocería que no puede huir del desvencijamiento. Y todavía está el asiento de madera, aguardando, esperando (¿a quien ya no se asoma más?), mientras las paredes empalidecen y puerta y ventana se desgañitan y sus goznes van del óxido a la herrumbre y no encuentran asidero ni siquiera en la tiesura del ambiente.

Los móviles son muchos y es uno. Y vuelan o sobrevuelan. Los vitrales: en proceso de borrarse. Llagas que acometen a los latones, cuyas estrías ahora no osan reír, de tan cariadas. Hace mucho tiempo que del sofá desapareció el excitante perfume de la mujer que solía habitarlo, semidesnuda, medioborracha, en total lucidez de costumbres y afanes por una vida de ganga.

Bajo la maldad, de nuevo, y el vehículo chocando, de continuo, contra las malezas, en plena llanura. Y las nubes, llenas de acidez, empiezan a envolver al automóvil y en un corto lapso —un año, un lustro, un siglo— lo confunden con el polvo, el detrito, la desmemoria más cruel.

Se alteró o alteraron la historia. Los nubarrones formaron arcos y se tensaron. Descendieron flechas de fuego, alargadas, mortales. En el horizonte, unos berridos. Ningún llanto. Ninguna queja. Un campo de maíz azotado por un vendaval. Más hacia el norte que a sus costados. Menos asustaban las monstruosas faces del nefelismo. No obstante, el camino fue engullido y los árboles —escasos— y algunas casas de tejas. El vapor se convirtió en una muralla e impidió el relampagueo o casi.

Una máscara contra gases venenosos. Presentimiento del apocalipsis. Las moles de cemento han iniciado su misión: nos están estrechando hasta lograr comprimirnos. Presentimiento del apocalipsis. Los habitantes deambulan sostenidos por muletas de cartón. Las ciudades yacen en ruinas; los campos son extraños eriales. Los buitres atacan en bandadas y antes expectoran. Presentimiento del apocalipsis. Manifestación de la estupidez humana que dicta las pautas.

 

2

Desfiguraciones: artilugios en vela, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

¿Mascarada en la invisibilidad de los escenarios de la polis? ¿Personajes con botargas y caretas en el preanuncio de la asunción de los anhelados roles de dirección y mando? También se prestan los tiznes; también se alquilan los artilugios de saltimbanquis. No se arrancan los pretextos: se les exhibe, se les enarbola, se les agita sobre los semblantes de los zopencos. ¿Majestuosa fiesta de rímel y coloretes para las mejillas aclimatadas a los grandiosos salones y suculentos diálogos?

Volaba entre margaritas y se transformaba en cada vuelo. Su cabellera se trocaba en exuberante plumaje. De sus increíbles expectaciones hacía series y aunque la hostilizaban por ello, se ovacionaba a placer. Planeaba y no era írrita su contenencia. Piaba y no se daba tregua.

Se abre el ventanuco: ingresan las ropas mojadas y tendidas sobre una cuerda. Un fanal tergiversa el horario: ¿era madrugada o atardecía? Más abajo, tiestos con petunias hacían ruborizar a los transeúntes y, una que otra vez, croaban sapos que no existían. Las sombras golpeaban a las bicicletas aglomeradas en un rincón y sus manubrios y pedales rechinaban, no de miedo, sino de aburrimiento. Unas toallas recién lavadas hicieron su aparición y transgredieron los límites de la neblina. A poco, se hizo patente una postal que nadie habría imaginado en semejante circunstancia. Tocó el tiempo de deshilarse y la perturbación rayó la supuesta armonía.

Árboles deshojados tras rocas de albura. ¿Nuevo invierno o uno ya inveterado, exhausto? Ganas de hibernar entre hileras de abetos, mientras cruzan el espacio las aves migratorias y sus cantos de despedida. Hacia el oeste un misterio se manifiesta: lo brumal pierde sus flores de hielo y todo el entorno tiembla, pero con sutilidad, sin mucha vehemencia.

A lo lejos se confunde un venado colgado de un árbol con un proscrito ajusticiado. Alguien apunta con algo parecido a un cañón de escopeta. A la postre, resulta un delgado teleobjetivo. Un anciano avanza apoyado sobre incómodas muletas. Usa gafas cuadradas y entrecierra los ojos para ver un poco mejor. Se diría que lleva años sin comer bien. Murmura algunas palabras que no se entienden y desaparece, al cabo, no sin antes echar una mirada hacia atrás. Y allí, en lo que parece la cocina, está sentada una madre con su niño —a punto de llorar— adosado a su regazo. Manchas de fresa tiñen la boca y las mejillas del infante: menudo payaso sin la conciencia de la función que mal se le adviene.

Vaporosa y en paz se dobla y se desdobla. De su desnudo cuerpo, ya colorado por la fricción, se desprenden volutas. Si se dijera que es una diosa emergiendo de la bruma de un remoto pasado se creería a pie juntillas. Empero es una hembra en el aprovechamiento de su voluptuosidad y de su rostro desfigurado por la incesante niebla brota una mascarilla de cambiantes destellos que la acerca al misterio que todos quisieran descifrar y poseer.

Se toman observándolas y se roban con las miradas. Son las visiones que se hacen imprecisas durante la vigilia. Una negruzca escalera de incendios de un edificio de ladrillos recoge, captura, los copos de nieve que, con lentitud, descienden sobre ella y la enaltecen. Unos metros más allá, un hidrante cubierto con la fría capa del invierno y su cadena congelada a punto de quebrarse y producir un insólito ruido. Más alejada aún, la vía férrea del tranvía (que lleva años sin dejarse ver), pero que ahora resalta con su parte extraordinaria de nevada y deja libre al segador de la blanca textura para que se entumezca de frío y no ejecute su labor y el ampo prosiga eficaz.

 

3

Desfiguraciones: artilugios en vela, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Fueron a las máscaras y las encontró el mascarero y les masculló liturgias y sermones que se aplican a las adúlteras. Y ellas, sin molestarse, se fortificaron en sus coberturas y les pareció ridícula la pretensión del personaje de marras y más frescas que lechugas de domingo, contonearon las caderas, muy divertidas, y le preguntaron al fulano: “Hombre de Dios, ¿dónde escondiste los cilios con los que martirizas a tu mujer?”. Y el mascarero, más pálido que hojaldre de comunión, se marchó apabullado, rebajado hasta la insignificancia.

A los sayones, vestidos de negro y con capuchas, les cuelgan cruces blancas del cuello. Avanzan entre letanías y lagrimeos y, con manos sarmentosas, protegen del viento las velas encendidas. Algunos llevan el pecho descubierto para mostrar los estigmas; otros andan descalzos y pisan adrede los cascajos y la esperma caliente derramada sobre las baldosas. Abundan las plañideras con turbios velos sobre sus caras y las novicias —obligadas a imitar el gesto de “La Dolorosa”— observan con fervor los ambulantes crucifijos y en la entrepierna sienten el milagro de la carne abultada y resurrecta.

El parque aparece con una soledad que no es usual. Los bancos preferidos por los novios o amantes añoran ya el calor de los cuerpos. Ha desembocado el otoño y en sus hojas muertas se inscriben mensajes que no tienen destinatarios. Todo el antiguo verdor se ha desfigurado y lo mustio se impone ahora, con su tono pardo o castaño. Al mirar hacia arriba, buscando los extremos de los troncos desnudos, se descubre un cúmulo de texturas que giran hasta desvanecerse y formar un todo con la magna agitación circular. Un silencio se desliza a través de las hierbas secas y hace resonar, con humildad, la irrisoria suma de puntos de luz sobre el terreno.

El marcador de tiempo comprueba la hora en su reloj de bolsillo. Está parado sobre los rieles y detrás de él el último vagón del tren se mimetiza —hasta casi borronearse— con el gris uniforme del empleado del ferrocarril. Suena el silbato y la calígine comienza a mover los vagones, mientras el marcador del tiempo permanece extático, con la mirada clavada en su cronómetro. El tren se va alejando con morosidad y en su marcha va halando la figura humana, ya transformada en estela de vaho. Dentro de los vagones no hay asientos de ningún tipo, ni se atisban personas que viajen. Sólo se observan múltiples y afantasmados pasajeros con un mismo rostro, quienes ora atisban hacia afuera por las ventanas, ora entran y salen por las puertas, ora se detienen en el centro de los vagones, encienden habanos y se ponen a leer los periódicos que cargan metidos dentro de los bolsillos de los sacos. Vuelve a sonar el silbato y una espesa fosca se traga todo.

De una patada en pleno rostro es derribado por la mujer ataviada con vestido de franjas negras. El hombre queda inconsciente sobre el asfalto mugroso. La mujer levanta del pavimento una pequeña maleta (que suponemos atestada de dólares) y la introduce en su vehículo descapotable. Cuando ella está a punto de subir a su automóvil, se percata de que el hombre la mira con repulsión desde el interior de su carro sin techo y entonces la fémina adivina que debe escapar, a la carrera, valiéndose de sus piernas.

Wilfredo Carrizales
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