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Caprichos en viniendo el amanecer

martes 17 de julio de 2018
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Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

1

Caprichos en viniendo el amanecer, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Los amigos llevan años cambiando de calles. Me los encuentro en la distancia, mientras sus familias les rehacen la infancia, la niñez que se extinguió. Pasan otras personas y me dejan una sorpresa: el tiempo de verse apenas ha transcurrido.

 

2

Las almohadas sobre la cama han sido movidas e ignoro quién pudo haberlo hecho. Las sábanas y el colchón se sienten llenos de humedad: otro misterio a elucidar. En la peinadora sobresalen amontonados unos cojines que antes estuvieron dentro de una cesta. Abro el escaparate y lo encuentro vacío, siendo que permanecía atestado de ropa. En el comedor, las mesas ahora son mesones y las sillas, taburetes. Del corral han desaparecido los coches y ni siquiera se ven huellas de las ruedas en el suelo. Debo regresar al punto de partida y comenzar a indagar acerca de la causa de todo este enigma. Mas, ¿dónde se inicia el momento de arranque, si es que lo hay?

 

3

Los hermanos y los primos abundan en palabras manoseadas: amor, afecto, bondad… Los padres y los tíos van a los hechos: no confiar a ciegas en la amistad. Yo me balanceo en la mecedora y trato de alcanzar el justo equilibrio que tarda y que, al final, no arribará.

 

4

Un conocido se ciñe a su arte: cuenta las curvas de los hilos de lluvia con rara ternura. Las aves no cantan: tienen gripe y su ánimo es igual a cero. Una gota de agua cae sobre mi rostro y me saca del ensimismamiento. Me prendo del sexto vitral que está frente a mí y rasguño las frutas de colores, representadas en su superficie. En especial, araño los higos y no consigo que suelten la piel. Levanto la vista hacia el conocido y ansío que una tempestad lo curve hasta el límite de la extenuación.

 

5

Había probado ya varias bebidas embriagantes. De pronto, se abre la puerta del refectorio e ingresa un obeso monje trayendo una enorme bandeja atestada de variados platos: arroz con carne, crema de cereales, granos guisados con mariscos, papas y pasta al horno, pescado ahumado y pollo frito rodeado de vegetales. Cuando creo inminente que el monje va a invitarme a comer, sólo se limita a pasearse por el ámbito templado y algo entenebrecido y recita unos versos que hablan de la fugacidad de la vida y la vanidad de los placeres mundanos. Mi estómago y mis muelas rechinaron hasta hacerme saltar unas lágrimas. La satisfacción de mi gula quedó en suspenso y deseé, con sumo rencor, que al gordo fraile lo colgasen de una cuerda, por los pies, y lo pusiesen a gravitar, ad infinitum, sobre una olla podrida extraordinaria.

 

6

Robaba un ladrón a los pobres y el producto de sus robos lo entregaba muy contento a los ricos, quienes lo consideraban un héroe. Ese atracador o caco se había convertido en una figura de cuentos y algunos buscones narraban, por unas cuantas monedas, sus “hazañas”. Está de más afirmar que al ladrón le sobraban devotos y muchos salían en su defensa cuando algún inoportuno mencionaba la transgresión de la ley y el consiguiente castigo. De modo que el amor del atracador por sus admiradores se convirtió en balada que llegó a ser muy popular en la época en que vivió el facineroso y un poco más allá.

 

7

Se mencionó durante un prolongadísimo periodo que, allá, muy, muy arriba en el universo, vivía un hombre que cada cierta cantidad de años propagaba la ciencia de las constelaciones, sin medir las distancias y haciendo caso omiso de las dimensiones y magnitudes. Un día en que estudiaba las estrellas por kilómetros, se le aparecieron lunas nuevas más parecidas a planetas que a satélites y el pobre hombre comenzó a pujar y a gemir hasta que lo invadió el miedo y metió su cabeza para siempre en la penumbra.

 

8

El patán apalancaba su palabra hasta dejar su auténtica marca. Se exponía a que su clan lo insultase a través de una carta y lo amenazase con recluirlo dentro de una cabaña en lo más intrincado del bosque. Empero el patán sabía permanecer semanas y semanas encamado, en piyama, y cubierto con sábanas casi pastosas y escuchando sus propias sartas de groserías. Al cabo, La Parca vino a buscarlo y el patán escapó por la ventana, disfrazado de panda.

 

9

Oriundo de Roma, Giuseppe Marini, no era ni feliz, ni triste. Sólo era un hombre casado con la aquiescencia. En marzo iba lleno del vigor de la primavera. En agosto lo vaciaba el verano. En cualquier momento del año se ponía a escribir breves semblanzas, pero las borraba al sentir que nadie las leería: había demasiados seres insensibles en el mundo. Él no era ningún novato en eso de componer sucintas biografías, mas tampoco podía catalogarse como veterano. La mayor parte de las horas del día la pasaba encerrado en su habitación de la casa de huéspedes. Únicamente cuando intuía los números ganadores de la lotería se transformaba en hombre libre y salía a la calle anotándose unas extrañas letras en las palmas de las manos. Contra toda sospecha, Giuseppe no era un individuo romo: siempre sería un ciudadano romano.

 

10

Caprichos en viniendo el amanecer, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Toda la familia se asoleaba desnuda en la playa. El calor la había convertido en un camarón colectivo. Algunas de las muchachas propusieron jugar con las pelotas a ver si podían rodar como los pescados del mediodía. Los niños comenzaron a chillar —opacando a las gaviotas— exigiendo la comida. Sólo les dieron arena con arroz y les ordenaron darse un baño. El mayordomo apareció con los trajes de cada uno. Se vistieron y las telas embebieron los sudores. Igual que una ensalada, los miembros de la familia avanzaban entre el aceite y el vinagre de sus cuerpos. Atrás quedaban murmullos, silencios atroces, esperanzas de un mar más hospitalario.

 

11

Aturde el árbol amarillo en medio del verdor. A su diestra se escenifica una dura lucha: un mico combate contra un mimo y ambos ignoran que van rumbo al desastre, la ruina, la perdición. El árbol lleva largas décadas plantado allí y una que otra vez ha sido pintado y expuesto. Como mínimo ha recibido elogios. Ahora este mono y este bufón contienden a todo trance y ni siquiera se percatan de que es su lance mortal.

 

12

Algo de los nautas se supo: provenían de la antigüedad y se embarcaron para conquistar puertos donde hubiera oro y joyas y mujeres. Su ímpetu de marinos se acrecía con las lunas y con los recuerdos de otros navegantes de pasados siglos. Fueron valientes los nautas, pero retornaron a sus casas con muy poco vello y nada de tocino.

 

13

El río suspira; yo, respiro. Nos respetamos de manera mutua. Somos dados a las risas. Nuestro bienestar físico es lo más importante. El hambre de mujer se resuelve con un pase. Abordamos el día con la misma actitud: somos artistas que llenamos la bolsa sin colmarla.

 

14

Invento un rayado para competir con las arañas. La burla me llega del poseedor de los nudos. Enarco las cejas y lo bato. Ahora no duda: soy más que su igual. Me sobran kilos y jugo y ando libre con la música de la alegría y a los peligros inútiles no me expongo. Hablo y prefiero tres en raya.

 

15

Tras el sitio real atiendo a lo lúteo y lo muto en vasijas. Existo, luego miro y miles me encuentran parecido a un hombre de fábula. No hay tal página, aunque la gente la elucubre. Con mi concurso, las cosas encuentran sus tejidos y cicatrizan en menor lapso sus heridas. Provisto de mi aspecto protejo las variables de mis funciones. Como prolongación del aire me separo con el organismo de la noche.

 

16

Ungido de voluntad y mecha medito en el centro de la fuente. Con pasión me entiendo y las razones no parlantes son menas en la latitud de los ladridos. No existiendo lástima, nada se lanza. En la distancia se cortejan insectos visuales y sus aromas me convierten en volador. Mientras tanto se hacen antenas las espigas y una virtud de extrañeza se acoda a la integridad del ser.

 

17

Una aguja suelta su ritual y éste se marcha a un rincón. ¿Alguien ha escuchado el decreto sobre la flor? Nadie retiene la rosa; nadie la incluye en marco. Hay una alta corona en la sección que se toma y se libera. En el listado no aparecen formas apétalas. El ritmo fluye por otro margen. Si el agua se enluta, daña. Se rompe una vara y se torna en signo de sequedad, no pertinencia. Bajo un tanque se encienden velas y se apronta el sol en su cénit. Estuvo un llamado y persona alguna lo pronunció. En la primera frialdad del atardecer lo ríspido imperó.

 

18

Leyó el aviso: “La aurora boreal ocurre en uno de los polos”. Se imaginó colores inauditos, descargas eléctricas, horas gélidas. El fenómeno luminoso le impresionaba las neuronas de un modo inefable. Se mantuvo callada, en la gloria. Tendría que informarse más, repasar las señales del anuncio meteorológico, aprender lenguas esquimo-aleutianas para obtener datos y testimonios de primera mano y poder conversar con los aborígenes de las zonas árticas… Recordó que la cena ya estaba servida sobre la mesa de la cocina y que la acompañaría con un batido de pulpa y agua de coco. “En el polo norte no existen cocoteros” —reflexionó, de improviso— “y yo sin agua de coco no puedo vivir”. Así que obligó al sueño de contemplar, en persona, la aurora boreal a hacer mutis por el desaguadero.

 

19

Algunas tortugas viven tranquilas como algunos adultos que ya no cumplen años. Los corazones de todos ellos —quelonios y hombres maduros— laten con parsimonia, sin sobresaltos, hasta lograr la longevidad. Lo mismo les pasa a los loros en cautiverio. Empero, el marido de la conserje de mi edificio emplea un método contrario del todo: asume su propia bohemia, noche tras noche, y trasiega innumerables botellas de vino en casinos y burdeles, cercado por hembras complacientes que no cesan de tomarle fotografías. Regresa borracho a dormir al lado de su mujer y, aunque ella le cava un hoyo, él no siente ningún dolor y a sus setenta y siete años mantiene su diseño de mujeriego y, chévere, continúa enrollando el larguísimo hilo de su madeja.

 

20

Caprichos en viniendo el amanecer, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Muy vista en público, la niña siempre cargaba una tormenta dentro de los ojos. Agitaba con esmero sus plumas de pavo real y los anillos que las adornaban tintineaban, en verdad, entre sorprendentes brillos. De los ojos de la niña, a veces, colgaba lo más querido por ella: un despojo azulenco. Si hacía mucho viento, la niña emergía de su casa para ir contra él. Aunque no lo vencía, lograba amedrentarlo hasta que se retirase. La niña tenía los ojos puestos sobre el recién graduado arquitecto de la residencia del frente. Él hacía la vista gorda y ella bizqueaba, compungida, durante minutos sin término. Luego la niña ojeaba en lo blanco de las páginas de su cuaderno y pretendía escribir acerca de su ficticio amorío.

Wilfredo Carrizales
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