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Cada palabra, un zaguán

lunes 17 de septiembre de 2018
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Cada palabra, un zaguán, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales
Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

Cada palabra, un zaguán que envuelve el cuerpo del que habla, del que escribe y los atisbos de lo que se mueve entre intermitencias reptan sobre su propia longitud. También se rodea una vela si se la piensa y así quema menos.

La idea y un haz de paja para todos los males. Cuando el verbo se amolda a su palpitación, se achispa y presiente los ramos de su cepa. La charla se palpa bajo la cuerda de donde penden gestos y sustantivos.

De lo alto del polvo se descuelga un estilo que se dice para el papel, pero que, a la postre, se para encima del plano de las conjeturas. Y allí, se retuerce, cual grillo cultivado por las eras del no conocimiento.

Hasta el papiro llegan fabulosos personajes de los tiempos de las doctrinas y las sequedades. Algunos se narran; otros se dislocan; los más se frecuentan con plumas y focos y se envaran.

Abierto del todo, el vocablo emana sus partituras y luego se asombra en el lugar del deleite de los ciegos. La composición se trabaja adosada al lomo de lo tolerable o lo escaldado.

Habla de atar conteniendo imanes, eslabones, vientos y una materia de ajedrez y un esmalte que no ofende. Esa habla se adhiere a lo que pidamos al natural y se desembaraza de la timidez.

Voz por debajo de la causa penumbrosa, a la búsqueda de pañuelos y extravíos. Si se pierde, perece y ya no habrá provecho, ni destello voluntario, ni guirnalda en el símbolo de la ilusión.

Pasa por la boca y no se adjetiva. Persiste en la pesquisa no inocua y cambia de líneas en el mapa de los gracejos. Grande, ara dentro de sus peces en el instante que le significa interioridad.

Se les exige a los artículos la recompensa de los contenidos. El maíz se adorna (¿sin artificios?); la lombriz se amotina (¿por conveniencia?); los guantes se engañan (¿sólo los jueves?). Además unas prótesis salen a escena y rumian con la necesidad de las alabanzas.

Nos conjuntamos en redondel con versos de cartón y variedad en la arena sin excesivo aroma. Y la imprenta remolinea: redimida en su gremio. Y gira la tinta con la manifiesta celada.

Dicción que divide y diezma. Dijérase enredo o tabique. Aquél nos emplaza y amarga más la adversidad. Tabla colocada para criar chanzas. La herida se compromete y forma un pardo celo.

Se introduce el modo y se torna festivo. Sobre la piedra del hollín un encanto como pocos. En un rincón dos cuerpos puliéndose, con los reveses curvados. Acaso una astucia se desgrane.

Al principio, los pronombres echados encima de los vientres de los benévolos. Después protestados, sin venir al caso. No obstante, el monumento surgido se contagia de letanía y ya no son posibles las nupcias y los aforismos equivalen a un estorbo para las flaquezas mediatas.

Palabreos, se figura uno, mientras bebe un vino de ausencias y briznas, al margen de la película que fue mal doblada. Mucho agrada el devaneo al iluminado de la desinencia, mas para mantenerse incólume hay que tatuarse los jarretes con grietas de antojos.

Evacuación de las figuras y luego se sujetan a los pliegos de la prensa. Las correcciones bullen en las purgas. Donde se ponen los pasmos se conciben anuncios que se ahuyentan sin sustento.

También los parloteos guindados a la higiene de las gargantas. Por medio de ataques, los bichos se entretienen detrás de los periplos ocultos. Una hoja se divide y fallece, oblicua, destinada a otros fines, a otras docilidades.

Después de desabrochar el discurso, el torrente toma un aspecto de sangre que no trabaja. Nunca morir en las estancias del amianto. Los tributos del acento acercan las fiebres a su carácter de incisión.

Que consta en los ripios: hernias desiguales. Las asechanzas lanzan sus lazos y lidian con los habitantes de los baches hondos. Las mismas circunstancias ahuecan las lenguas y las sutilizan.

Por algún tiempo las derivaciones avanzan, mayúsculas o un tanto menguadas. Las mudanzas se achican con todos sus pormenores y no se cierran sus aberturas y no se mitigan sus lados de repulsa.

Flotan sobre los líquidos del sueño las redundancias. Quienes viven al compás de las aleaciones echan mano de los delirios del verbo y después declinan verlo saltando entre misiones y apetitos.

Sólo los posesos beben sus palabrejas hasta suprimirse los labios. De tarde, la pujanza del adverbio ralla con sus dados el azar de la indiscreción. Con un lance consistente, lo superfluo se retiraría a un ángulo sin alarde.

En los recovecos se ocultan equívocos y dualismos. Se van intoxicando los engendros del género. Más notas o más letras parten hacia la red donde se preñan y allí, al rescoldo de desmayos, hurgan dentro de su arpegio corporativo.

Nombres que algunos sitios averiguan, sin cesar, las estrecheces de donde provienen. Sorteos de las relatividades de los puestos. De gritos se castigan las imprudencias de los tópicos.

Si trisan las vocales se ausentan los accidentes y los prefijos emprenden sus júbilos. Ante las asperezas, no volver de ojos, no secundar vocaciones. Una ristra de clamor para atraer la profecía del diccionario montado sobre su trecho de volandero.

Elocuencias y veranos con apuntes y necesarios verdores. Cargos de los mismos objetos del habla. Viéramos la flexibilidad de las cesuras, sus matices. Sorpresas en mitad de lo que se conjuga y abanicos nacidos de un parto de brevedades y silencios.

No vegetan las consecuencias durante su derrame de funciones. Los dones de las parábolas y sus habitantes de tamiz y de furor. Oficios para tantear las personas que derivan de la síntesis a la uña más esforzada. Sobre el extremo que surge, unísono, la refulgencia de un poema anticipado.

Nada convencido de las letanías y las loas, el deponente intenta adquirir una costumbre de entalle. Al consonar los dientes, los huesos deparan y se conocen. Caro estallido.

Una palabra para destruir el tiempo, su mandato, sus señas de tintes. ¡Que no falten los adioses! Desde afuera se sobreentienden las fluctuaciones, pero, ¿desde adentro? A un paso, la marchitez da su testimonio y permanece muda.

Las noticias se comprimen en una cabeza de alfiler, mientras se despiertan los muertos con músicas de rondas. Hay una senda enemiga que se curva y ordena las ulteriores disputas.

¿Quién advierte los aturdimientos de los recados? La estación más propicia rumora según los acentos de sus virajes. Un intercambio de sutilezas molesta al artífice del novilunio.

Lo que pretende ser ulula y pasa y suelta despojos. En favor de los enunciados, un injerto que se contorsione. Arde lento el idioma con una sonrisa a prueba de humo.

Mensajes que se tejen al margen de la precocidad del entorno. Unas cláusulas se abren a sus regocijos y brotan cascabeles de las lindes de los patios en tránsito. Resisten las veletas con sus quilates de barlovento. Un sacrilegio se precipita dentro de un agua ensalivada.

¿Y lo perteneciente a las promesas, a su paladar de oscura vehemencia? ¿Se impele, prevalece o se libra a sus retículos? La rutina también amarga las sienes y las obras no pillan los avances.

Se donan parodias con inconstantes repeticiones. De las bisagras zarpan herrumbres para las auras más pudendas. Se visualizan lamidas sobre las texturas de monedas sin amo. Un tonto se compagina, yerto y caudal.

Un delegado lee los omóplatos de sus ancestros. Descubre armas y perjurios. Ambas cosas aparcan sus tajadas. ¿En alguna parte se improvisan reflexiones para dar con los roces y sus garantes?

Han volado los escritos por encima del puente con moscas. Debe haber habido mancos a la zaga. La verdad no resiste y se desbarata. Hacia intramuros salpicaron citas de unos sabios acorralados.

Por doquier ternezas mal asimiladas. ¿Quién es el paladín del cotarro? La quietud devino en portavoz de la tarima. Asimismo un maestro asoma un coletazo y apacigua rabias y frenesíes.

¿Cómo conceder esquelas a los viajeros del crepúsculo? Mucho se apostaría a los toques de los badajos en las esquilas concebidas a media espuma. En cuanto a la presión, ¿meterá ruido? De cuatro zancadas se alcanza la precedencia del desliz.

Un hombre pretérito ha dicho que eran nueve en el hábito de pronunciar al pelo. Todos lo dudan, empero la juerga continúa. Transcurren borrones de frases y oraciones y la pasión por los sonidos asciende y se digiere. En trance de libros, las manos se agracian y tronzan las erratas.

Los elogios y los adoquines se resienten cuando los alcanza la miseria. Todavía anuncian los apuros de quienes cuartean huellas. ¿No es esto el apenas del sesgo que confunde la anchura, lo movedizo?

Cada palabra, una mordaza que grita. Ni siquiera se atraganta. Fluye a través de la umbra, la basura, la cámara del horror. Cada palabra, un cincel que ejecuta venganza y permanece vibrando para asirse a los tejados de la honra. Cada palabra, un compuesto explosivo contra la simpleza.

Cada palabra, un zaguán, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales
Wilfredo Carrizales
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