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Semana

lunes 5 de noviembre de 2018
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Textos y fotografía: Wilfredo Carrizales
Semana, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Lunes

Un corpúsculo de luz ingresa por una ranura de la ventana y viene a clavarse en mi entrecejo. Eran más de las ocho de la mañana y aún permanecía echado sobre la cama, mirando las manchas del techo: lagartos, mogotes de nubes, figuras humanoides, sendas que desaparecían de repente… El aguijón luminiscente me incitó a levantarme. Afuera, en la calle, una niña comenzó a llorar: no quería ir a la escuela y una mujer —su madre acaso— le gritaba y le amenazaba con halarle los cabellos. Unos perros iniciaron ladridos lastimeros y, de pronto, todo quedó en silencio. Me dirigí al lavatorio e hice mis abluciones matutinas, mientras trataba de imaginarme el aspecto de la niña que se negaba a asistir al colegio. ¿Cuántas veces no hice yo otro tanto durante mi primer año de asistencia a la escuela primaria? ¿Cuántas veces mi madre me reprendió?

Ya en la cocina, pongo a hervir el agua para prepararme un café. Abro la alacena: no hay azúcar, ni pan ni galletas ni cucarachas. Los insectos deben haber emigrado a un domicilio con abundancia de provisiones. ¿Por aquí cerca habrá tal lugar? Sólo ellos lo sabrán y dudo que puedan regresar a informarme.

Enciendo la computadora y busco las noticias en Internet. Otra masacre en Estados Unidos. Tomo un trago de mi café desazucarado. Bolsonaro gana en Brasil. Cierro los ojos para soportar el segundo sorbo de café. El canciller venezolano felicita al nuevo presidente brasileño. Derramo la taza de café, sin intención: un verdadero despropósito. El Vaticano quisiera ser garante del futuro diálogo en nuestro país. Rezo para que el café derramado no dañe mi máquina. Pagarán los aguinaldos en petros. ¿Me estaré petrificando según la moda? ¿Podré servirme de mis petroglifos domésticos? ¿Pedregoso, pondré mi temporalidad sobre los huesos del oído que me escucha?

Salgo para intentar comprar pan sin piafar. En la cuarta panadería visitada encuentro unos bizcochos y una especie de acemitas mal amasadas. Varios millones de bolívares pasan a la cuenta de los chinos que ahora también son panaderos. Como la plaza principal está cerca hacia allá me encamino. Por suerte encuentro un banco vacío y lo ocupo sin resistencia. Abro la bolsa que contiene los bizcochos y los voy devorando sin percatarme de ello y sin sentir el paso del tiempo. Sólo vuelvo en mí cuando el reloj de la catedral da las doce del mediodía y me pone en autos: mi garganta está reseca y urge que la remoje. Hambre y sed se juntan y me obligan, a empujones, a retornar a casa.

Almuerzo, con frugalidad, por orden gubernamental. Me gana la modorra, la abulia, la pereza más explícita. Me tumbo en un sofá. El calor es de fundición y forja. Enciendo el ventilador. Casi de inmediato me sumo dentro del crisol del sueño y escenas y sucesos se despliegan sobre mi pantalla invisible. Produzco historia tras historia tras historia y no me colman y las horas transcurren en gajos, en madejas, en lentos borbotones… Cuando al fin despierto, el sol hace rato que se ha hundido en su mortaja de remotas cenizas. Estoy hambriento y medio sacio mi estómago vacío. Unos grillos comienzan a chirriar, a deshora. Entre tanto la luna aparece con su velo de mengua amarilla. Me introduzco en el estudio-biblioteca y tomo Viaje al fin de la noche de Céline. Las estaciones me van trasvasando y me torno en lúcida oscuridad.

 

Martes

El eco de los sonidos de hierros se oye en la lejanía. Los guerreros en motocicletas deben estar combatiendo por el control de territorios. Los pájaros no han bajado a picotear las migas de pan duro que les esparzo en el patio. Observo un martillo que se ha estado oxidando, oculto bajo unas hojas muertas de banano. Dejo la herramienta allí para que dé repetidos golpes y se desembarace del orín.

Una abuela se acerca a mi puerta y me dice que los más fuertes expresan sus circunstancias. Sonrío en señal de asentimiento. Ella quiere añadir algo más, pero vacila y entonces se aleja por la acera con precavidos pasos. La normalidad dispone su curva y yo la acecho para hacerla patente.

Un insoportable hedor ha invadido el ambiente una vez más. La fetidez se adueña de la zona casi todos los días a la misma hora de la tarde. Nos anula el olfato e ingresa a sus anchas a las viviendas e impregna todas las cosas con su pestilencia y repugnancia. Nadie sabe precisar de dónde procede, de cuál fábrica o pudridero en ejercicio. ¡Algo huele mal en la ciudad sin agua!

Relampaguea en un cielo exento de nubes. ¿Un espejismo? ¿Una ilusión de reluctancia? Me toca renquear para avivar mis fuerzas. Podría consagrar unos cortinajes de despojos a la fecha que resurge con ofensas. Me satisfago con mis greñas sueltas, a la manera del hombre que amuela cuchillos a domicilio. Si permito que me engañen se prende la alarma en los alrededores.

Se negrean las estancias que me amparan. O sea que lo lóbrego se hace sitio y me traga sin deglutirme. Prendo un candil y bajo su luz escojo una lectura: “Una noche de espanto”, un cuento de Antón Chéjov.

 

Miércoles

Me precipito con el azogue que tiende a hacerme migrar. La elocuencia me invita a merendar y me olvido de los ladrones y sus cercanos competidores, los comerciantes. La migraña ha decidido no abatirme hoy. Empleo un termómetro para calcular los deslices de la existencia.

Un líquido se disputa con otro líquido el brillo y el color. Repaso lo que sé que precede, mientras las fieles sombras desprecian el arrebato de los rayos solares. Una araña grande y peluda habita mis pantuflas. Nada: la tolero. No deseo hacerla papilla. Tal vez sea el remedio contra las futuras jaquecas. De milagro, un ala avanza hacia el centro y ni una brizna logra.

Alguien, de un sitio que se articula para darle forma, se aparece con sus nalgas voluminosas. Avanza entre exclamaciones de disgusto, propalando insultos contra los hambreadores y contra los corruptos. Su partido debió abandonarlo, lanzándolo al atolladero, como a muchos de su jaez.

Pellizco una imagen llena de arrugas. Anhelo conservarla para que me refiera su gravedad e impregne mi dormitorio con la solemnidad de un animal de ventura. Pienso también en los espacios de los artejos, las escamas y las garras. No puedo echar a perder la jornada. En ningún momento se oirá un graznido asaz fúnebre. Antes había una percha aneja al celaje. Sólo permanece un cúmulo de manchas sobre el piso: recuerdo de la cotorra que languidecía allí. Ahora se airea el asunto en mi memoria y no me basta y estropeo la comunicación con el pasado… Mejor busco un cuento que me distraiga, que me arrastre. Elijo “Un dragón en el garaje” de Carl Sagan.

 

Jueves

Júpiter debe estar tomando conocimiento de mi posición en el calendario. El penúltimo juego no será el de mi comadre de mentiras. Evoco que el juez le hizo una dañina treta. Ella juró vengarse con alfileres: ignoro si lo ha conseguido. Entretanto los runrunes atraviesan mis tripas e intuyo un mal presagio en cierne. El estruendo de unos aviones de combate que perforan el espacio, a baja altura, me hace bambolear sobre mi silla de extensión. No celebro la composición de la atmósfera.

Noto que unas plantas rastreras pugnan por extender sus predios, adueñándose de la vía de acceso a mi lugar de reposo. La negligencia me impide empuñar un machete y trocearlas sin piedad. Así que le consiento al azar que se transparente, pero respetando mi permanencia. Me niego a encontrarle defectos a mis decisiones. Al cabo, ¿todo no se compensa?

El bochorno ha ido in crescendo. Mi ropa está empapada con el excesivo sudor. No hay indicios de que pueda llover, ni he escuchado pronósticos de tormenta, pero los muertos tienen sed y exigen abrevar. De súbito, unas ventoleras se descubren y se transforman en truenos y éstos, en empalmes de una lluvia que tarda en replegarse. Entonces, la evito y me espanto hacia el interior del hogar, en procura de un rincón acogedor que me prohíje.

Por fortuna, entre las revistas acumuladas en el ángulo iluminado hallo la manoseada recopilación Cuentos inolvidables según Julio Cortázar. Abro el tomo por el índice y selecciono “Conejos blancos” de Leonora Carrington y lo leo varias veces hasta hacer mío ese submundo.

 

Viernes

He aprendido algo de Venus: si vienes que sea desnuda, el propio día, no la víspera. A ese estilo, enviada tú por la lujuria, nos reconoceremos en los registros del consuelo, de las humedades y los ritmos. En perspectiva, seremos instrumentos del viernes y nuestro rumbo proseguirá curvilíneo.

Te recuerdo en Viena y tu reflejo sobre el Danubio, con tu elevado prestigio de modelo, notable en tu arte de figurar y hacerme sentir frívolo y próximo y expuesto a tu risa irónica y a tus mejillas con pecas. Una leve brisa siempre mantuvo mi status. Y ahora no me altero y te evoco, siendo viernes.

Quinto día de la semana y en la vigilia me vierto para ayunar. Convengo que atino. En consecuencia, moriré viejo, con las puertas exteriores indagando bosques ilusorios, reemplazos de provincias con alcurnia y compartimientos que no encierren cenotafios. ¿Y avanzará un vierteaguas?

Estoy alerta, aguardando, encima de mi sustento, no digerido por las horas postreras. Luego seguiré la convergencia de brújula y memoria, de levante y rosa náutica. Con arbitrios creo que necesitaré alforjas y embocaduras para la travesía de la retentiva. Huelo las historias donde sopla la intermisión y los aparejos se aproximan altos. Desciende un vidrio con la laxitud de su hemisferio. Declaro que no es vienés, aunque podría serlo por la razón de su corte en mi remembranza.

He atravesado periplos y leyendas y flancos habitados por túnicas y por epigramas. En el límite de las cartas, un ocaso se cura y progresa con el carbón de su constancia. Al presente, viernes enseña su rostro y no me exonera de elucubrar mi retrato. Vela por lo que escribo y también por las páginas que sorbo con la mirada y el resuello. No se muda y me sirve y coloca en mis manos “Alma de niño” de Hermann Hesse y acierta en el efecto de la lectura.

 

Sábado

Sé que el descanso me libra de la labor del barullo. También sé que el barro que traje de afuera, adherido a las suelas de los zapatos, representa un reposo en mi cotidiano trashumar. Una sabandija también quiso ingresar, pero le transmití la ruina que ocasionaría. El plato de comida que persiste intacto frente a mí menciona las cacerolas, las sartenes, los trozos de carne y los vegetales que unificaron esfuerzos para agradarme. Y yo estoy aquí, aún, sedimentado, a la espera de una tarde que se levante como una sábana.

¿Vendrá el diablo con el inquisidor mayor? Lo pienso y no termino de aprender la lección. ¿Sabré amoldarme a cualquier imprevista situación? ¿Y si divido en cuatro partes el tiempo que me pertenece? En realidad, es un vago deseo, una tenue excitación que podría conducirme a un claustro carente de luz. ¿Dónde anda mi valor? Continuaré pretextando ignorancia y así mangoneo.

Estiro las piernas; me aflojo la corbata docta. Observo que el candelabro ha rendido su soporte a la cera derretida. ¿Cuándo se rebajó a esa condición? En un intermedio de incredulidad, le pregunto: ¿estás enterado? De modo evidente —creo— no hay respuesta. Sin embargo, un inefable alivio me sirve de apoyo y me ayuda a cercenar la falta de convicción que intenta arroparme. ¿Nunca estorba el saber? La perplejidad no me pondera. Aquel que está encargado de ofuscarme y detenerme ronda por las cercanías. Mientras tanto echo mano de los cuentos selectos de Edgar Allan Poe y me pongo a releer, con masoquista fruición, “El pozo y el péndulo”.

 

Domingo

En el día del dominio adopto un aire de preceptor, una especie de contrapeso para balancear el derecho a rogar preces. Los hechos que se iniciaron fueron ramos lanzados a las calles por la pasión de los volcánicos. La domesticidad ha estado perdiendo sus fueros con alarmante celeridad.

Menos plena es la predicación de los farsantes, religiosos o no. Su cruzada me lleva a ser indolente, a restringir sus secuelas para cuidar mi estado de máxima atención. En favor de una o ambas capacidades de discernimiento suspendo toda posibilidad de indulgencia.

Los portadores de abusos han establecido un régimen sucesorio, mediante el cual se entregan a lo que ellos denominan su “legitimidad”. No me supedito a la validez de ese “contrato”. Después del fallecimiento de los abusadores donaré papeles viejos para envolver su memoria.

Variedades de dementes, de traqueadores del verbo, pululan desde el amanecer hasta la caída ingrata del astro rey y con la ordinariez de que son dignos, se dedican a golpear puertas, rasguñar ventanas, vociferar aleluyas y lanzar panfletos por doquier. Mis perros no les consienten los vicios y al no más olfatearlos, la emprenden a tenaces ladridos contra ellos. Yo espío por las celosías y me irrigo el semblante de satisfacción y usufructo. Ante los canes soy quien valida la osadía.

Una soberana hablachenta se instala, de preferencia, frente a mi portal. Sus palabras se reducen a un galimatías que aspira a justificar la ignominia que nos atosiga de sol a sol. La interfecta gesticula, se contorsiona, asume un papel de esforzada heroína, de paladín hembra de la pobrería. Por suerte, Guy de Maupassant me acerca su cuento “La loca” y revierte el sino.

Wilfredo Carrizales
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