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Huésped de sueños no soñados

lunes 19 de noviembre de 2018
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Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

1

Huésped de sueños no soñados, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Dormía a contralecho. Con persistencia, un insecto roía algo bajo la cama. Alumbro con una linterna: una cucaracha estaba devorando —entre evidentes deleites— los cadáveres de dos de sus congéneres que habían sido aplastados por mí una hora antes. La cucaracha levanta la vista y se me queda mirando unos instantes, como interrogándome: ¿qué pasa? ¿Está prohibido comerse a mis hermanas? Y siguió en su labor de masticar y deglutir. Le iba a decir que no hiciera tanto ruido, pero desistí de hacerlo y volví a tenderme. Ya había conciliado el sueño, cuando, de manera inesperada, siento que alguien se está arrastrando debajo del colchón. No grito, pero me pongo en guardia y vuelvo a encender la linterna y enfoco hacia el bulto que se mueve con lentitud. Gira el rostro hacia el chorro de luz y, de inmediato, lo reconozco: es R. W., el famoso entomólogo, especialista en dictiópteros. Me saluda con un ligero gesto de cortesía, enarbolando una enorme lupa y continúa su tarea de indagación, ignorándome. Como sé que perderé mi tiempo haciéndole preguntas, me lanzo sobre la cama, tratando de no perturbarlo, y me cubro las orejas con la almohada, esperanzado en que por la mañana ya se haya marchado, llevándose consigo a la extraordinaria cucaracha.

 

2

El niño Mozart entra al gran salón. Sus ojos vivarachos no contrastan con sus radiantes mejillas. Allí dentro le aguardan dos robustos y opulentos personajes que quieren ser sus protectores: un noble aristócrata y un cardenal algo avejentado. Le señalan al infante un hermoso clavecín instalado en medio del recinto. El niño camina con elegancia hasta el instrumento musical y toma asiento en el taburete acolchado. Extrae un pañuelo de su chaqueta dorada y se lo anuda a la nuca, tapándose los ojos. Permanece estático unos segundos. De pronto, eleva las manos sobre el teclado y las deja caer con suavidad, desplazándolas a continuación con finura y exactitud, haciendo brotar una música celestial que hace arrobar en lo más íntimo a los dos personajes, en especial, al cardenal que escucha con la boca abierta, impedido de gesticular ninguna expresión. El niño Mozart finaliza los movimientos armoniosos de su ejecución. Se despoja del pañuelo y desciende del taburete. Les hace una venia a sus futuros protectores y abandona el salón transparentando una ironía. El cardenal sólo logra reponerse de la sorpresa un rato después y lleva su mandíbula inferior a su lugar original. El aristócrata lo mira con sorna, satisfecho del resultado producido por el infante prodigioso.

 

3

En principio, vi al globo ascender entre vaivenes imprecisos: una enorme bola de lona inflada, de color amarillo, resaltando contra el cielo límpido y muy azul. No me había percatado de la larga soga que pendía del aeróstato. Y en el extremo de la cuerda —lo descubrí tras unos minutos de observación— iba colgado de la cintura un hombre que portaba una extravagante cámara fotográfica. Mi mente y mis pupilas comenzaron a parpadear, atónitas, negadas a creer lo que percibían. En el descampado sólo persistía yo: el resto de las personas que habían venido con el fotógrafo se habían marchado de prisa, quién sabe a dónde. Se inició en mí una preocupación irrazonable. ¿Cómo, cuándo y en qué condiciones iría a bajar el navegante del globo? Yo no tenía nada que ver con él ni con su arriesgado trabajo. Me encontraba allí por pura casualidad, en busca de buenas vistas para mis tomas. El aeróstato casi ni se divisaba ya. Del hombre colgado apenas se vislumbraba un puntito entre rojizo y pardusco. Tuve el presentimiento de que vería al día siguiente en los diarios la imagen del fotógrafo estrellado contra los riscos. Lamentablemente nunca podría disfrutar de las fotografías que, con certeza, tomaría desde aquellas alturas donde el oxígeno debió ser un acuciante problema.

 

4

El réprobo avanzaba lento y taciturno por las callejuelas de aquella ciudad —¿Londres? ¿Dublín?— envuelta por una espesa niebla. Yo le seguía —sin saber por qué— a corta distancia. Sin embargo, no desconocía que se trataba de un condenado al infierno. Acaso me encadenaba a sus pasos para ver su final, para extasiarme en su hundimiento en el pozo de fuego. Hacía intenso frío y la más completa soledad campeaba en todas las direcciones. A ratos, el réprobo se detenía bajo alguna farola y su sombra se proyectaba de modo extenso hasta casi tocarme las puntas de los zapatos, lo cual me causaba escalofríos y mi piel se erizaba. Él encendía un cigarrillo, le daba una sola chupada y luego lo lanzaba delante de sí, con desdén. El humo del cigarro se quedaba allí, gravitando, unos instantes, y —lo juro— formaba una silueta a imitación del extraño fumador. El réprobo nunca miraba hacia atrás: su visión rasgaba la cortina de bruma y le permitía progresar siempre hacia adelante. Caminé detrás suyo por incontables horas sin sentir cansancio: asunto que en su momento no me produjo asombro en lo absoluto, pero mucho después, cuando lo recordé, me causó pavor. En un recodo de una callejuela más estrecha que todas las demás emergió, de súbito, una mujer alta, blanca y delgada, de buena figura. Le dijo algo al réprobo y con los dedos de una mano le indicó una cifra. Él asintió, moviendo la cabeza con aplomo. La mujer le tomó del brazo y le invitó a ir con ella hasta el final del callejón. En ese preciso momento, la niebla pareció compactarse y esto me turbó, haciéndome detener. Cuando retomé el original impulso de mi marcha, enrumbé, un poco azorado, hacia donde la pareja había desaparecido. Sólo encontré tres altos paredones grises en forma de U y en ellos no había ni puertas, ni ventanas, ni ningún conducto o posible pasadizo.

 

5

La carretilla de madera iba dando tumbos sobre los baches del camino de tierra. El vehículo transportaba a un niño enfermo, quien estaba tumbado y cubierto hasta la garganta por una frazada. Encima de sus piernas, un pavo se esforzaba por mantenerse en equilibrio y gluguteaba cada vez que la rueda de la carretilla caía dentro de un hueco. Una muchacha impúber empujaba, bañada en sudor, la carretilla por el camino en pendiente, bajo un sol que calcinaba las piedras y quemaba cualquier vestigio de vegetación. Al sentirse desfallecer, la muchacha elevaba la mirada hacia el firmamento y escuchaba un coro de querubines que la animaba a proseguir. También el niño oía el orfeón celestial y sonreía. Él tenía la certeza de que al atardecer alcanzarían la frontera y la esperanza de encontrar a su padre se fortalecería. No podía emitir palabra y entonces se limitaba a morderse los labios. La muchacha divisó a unos buitres volando en círculo sobre ellos y se sobresaltó e impulsó el vehículo con más ahínco, aunque su energía comenzaba a flaquear. Desde su cenit, el astro incandescente atesaba los músculos sin intermitencias. El odre que contenía agua ya estaba medio vacío y por los alrededores sólo se veía polvo y resequedad. ¿Cuántos kilómetros restarían aún para llegar al mojón fronterizo? La muchacha nunca antes había hecho ese trayecto y el niño mucho menos. Ella escudriñaba el rostro del niño de vez en vez y se emocionaba hasta lo indecible, al notarlo tan estoico, tan, en apariencia, impasible. Las horas transmigraron con velocidad y no acumularon rastros. Cuando el ocaso comenzaba a manifestarse arribaron a una loma, en cuya cima había un árbol señero y, a su lado, el hito que indicaba el límite entre los dos países. La muchacha se dejó caer al suelo, brutalmente extenuada, y se quedó dormida. Al despertar, se asustó: la noche imponía su fuero y la Vía Láctea derramaba sobre el lugar miles de gotas de luz. Se puso de pie para escrutar al niño y lo encontró abrazado al pavo y ambos, blanquecinos y relucientes, amalgamados ya con la eternidad.

 

6

Me aguardaba al pie de la imponente muralla construida con jadeíta. Asió mi mano y me haló de buena voluntad hacia una abertura disimulada con ingenio. Penetramos y en seguida nos encontrábamos en la entrada de un extensísimo túnel alumbrado con antorchas. Al cabo de una hora, más o menos, de manso caminar, desembocamos en un fabuloso salón de dimensiones que escapaban a cualquier cálculo humano. El piso era de taraceas y en su centro, una fuente manaba un agua que admitía grados de sonoridad y aromaticidad. Por doquier se descubrían columnas que sostenían una dorada cúpula. Alrededor de cada columna había dispuestos cojines y breves alfombras. Mi bella guía de piel acanelada me invitó a sentarme. De inmediato apareció un grupo de danzarinas descalzas y con los pechos al aire y, al son de una música embriagante que brotaba del subsuelo, se pusieron a evolucionar como suspendidas por sedas, sin prestarme la más mínima atención. Así estuvieron danzando hasta que resonó un gong y con celeridad se dispersaron y desaparecieron. Mi guía me lanzó una mirada de interrogación y yo pestañee en respuesta. Ella entonces dio una palmada y surgió un saltimbanqui del interior de una hornacina. Traía a un simio encadenado por la cintura, el cual imitaba a la perfección las piruetas de su amo. Lancé un largo bostezo y la guía no ocultó su disgusto y le dio la orden de retirarse al saltimbanqui. Creí que ella me iba a despedir a mí también, pero en su lugar extrajo de un arcón, un antiguo libro ilustrado con imágenes de batallas entre etnias diferentes. Por intriga, me puse a hojear el añejo volumen con minuciosidad. Al llegar a la página donde se registraba una feroz y destructora guerra contra una ciudad amurallada retumbaron gritos y los horrísonos estragos de las enormes rocas lanzadas por catapultas. La guía se demudó y gritó para que cerrara el libro, pero ya era demasiado tarde y los sitiadores estaban entrando al recinto en tropel, con sus sables ensangrentados y los ojos llenos de furia. La guía me dio un empujón y caí por una rampa en zigzag y de considerable longitud que me depositó en un bosque de pinos, aledaño a la bahía donde estaba surto un navío, el mismo que me había traído en el impensable viaje.

 

7

El pueblo, un desierto. La nave de la iglesia, una soledumbre. En el púlpito, el enano sacristán escondido. Espera su momento que vendrá de los tragaluces del techo. Llega: una monolítica claridad que cae sobre el rostro de la Virgen esculpida en madera y bellamente coloreada. El enano se despoja de su sotana y desnudo desciende del ambón. Se enfrenta a la imagen que lo conmueve y le causa alteración afectiva. Se le acerca y la besa en los labios, mientras gime, excitado. Con parsimonia, le quita el albo velo y la vestimenta. Ante su desnudez dura unos segundos paralizado y luego, raudo, la abraza y principia a copular con ella. Pronto logra una copiosa eyaculación y sumido en un hondo arrobamiento escucha un tedeum cantado por un coro de niños y niñas que lo rodean. Al menguar su éxtasis se impregna las manos de semen y las estruja sobre los labios de la Virgen. Todos los niños lo aplauden y lo vitorean y lo invitan a trepar a una peana y en procesión recorren las estrecheces de las callejuelas vetustas, a la vez que descienden sobre sus cabezas papelillos y pétalos secos de rosas arrojados desde los balcones por manos invisibles.

 

8

Los toros han escapado del redil y, en manada, van rumbo al mercado. Cornean a quien se les atraviese y producen destrozos en los puestos, desmayos entre jóvenes y viejas y una barahúnda de fabulosas características nunca vista. El adalid de la cimarronada —un corpulento, careto y pendenciero astado de unas quinientas arrobas de peso— bufaba frenético e incitaba a su hueste —parado en medio de los tenderetes— a causar mayor destrucción. La mitad de los mercadores ya había huido o se había atrincherado detrás de improvisados parapetos. Se oían rezos y súplicas dirigidos al Altísimo, pero sin mucha convicción de que obtuviesen respuestas. De manera inopinada, se vio avanzar hacia el mercado a una mujer con faz zorruna, de ojos verdes, rubia cabellera, toda vestida de negro y con un parasol morado en una mano. Venía sentada de lado sobre un borrico de lo más dócil. El torote la divisó en seguida, bramó con desconsuelo e inclinó la cerviz. El rebaño se dispersó amedrentado. La mujer descendió de su montura y con un gesto le indicó al cornúpeta que se echara en el piso. Obedeció con mansedumbre y cerró los ojos, no sin antes dejar fluir un hilillo de lágrimas. La mujer extrajo de su falda un cuchillo, grande, puntiagudo y afilado y se lo clavó en el cuello al animal, el que apenas dio un breve respingo. La sangre manó a borbotones y la mujer sorbió un poco haciendo un cuenco con sus manos. Luego se embadurnó la cara y los brazos. A continuación, extrajo el cuchillo de la garganta del animal y, presta, le cercenó los cojones, se los mostró a los agazapados feriantes y los lanzó al aire, marchándose en seguida. Los mercadores emergieron de sus escondites y empezaron a disputarse los cojones. Se corrió la voz de lo que había acontecido y en una fracción mínima de tiempo se formó una tumultuosa aglomeración que descuartizó en breve al descomunal toro. Cada participante del beneficio se llevó a casa un buen trozo de carne.

 

9

La muñeca rotaba por la buhardilla con la cabeza agujereada. Sin embargo, no perdía su sempiterna sonrisa. Muchos engranajes la amenazaban con triturarla entre sus muelas. Ella hacía caso omiso de tales fanfarronadas y se dedicaba a hacer llover para adentro, a la usanza de las olvidadas leyendas que se contaban los trotacalles. La muñeca había sido hecha de una sola pieza de madera desbastada con azuela. Por eso era tan resistente, aunque con un corazón tan tierno como el serrín. Ella representaba la quietud en “persona” y los embates del aire o del agua no la arredraban. Estaba siempre dispuesta a soñar en la azotea, sin importarle la propensión a que le ocurriese algún percance inesperado. Conversaba con las palomas y las golondrinas e intercambiaba con ellas botones y ojales por bayas y semillas. También les confesaba que tenía listo su equipaje, pues pensaba hacer un prolongado viaje alrededor del mundo. No le creían ni pizca con respecto al tan anunciado periplo que nunca se realizaba. Empero una mañana radiante ya no se le vio más. En la colectividad de marionetas y monigotes se rumoraba que había partido en un aeroplano de cartón, cuyo piloto era un maniquí ataviado con gafas oscuras, gorra y chaqueta de astracán y pesadas botas. Si tal habladuría carecía de veracidad, no valía la pena ponderarla. En lo sucesivo tomó auge la versión de que había perecido al estrellarse el aeroplano en el que viajaba y así la recogieron los diarios y así quedó grabada en la memoria de la comunidad de juguetes.

 

10

Huésped de sueños no soñados, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Me hace abrir los ojos un potente haz de luz emanado de una linterna militar. Los insultos, los golpes sobre la cara y las haladuras brutales del cabello me terminan de despertar. “¡Baja la cabeza y no nos mires!”, ordena una voz de mando. Son varios dentro de la habitación y sus pesados pasos hacen resonar la cama y la peinadora. Abren gavetas, rompen espejos, desperdigan papeles, despedazan libros, rasgan prendas de vestir, roban el dinero, acumulan un botín… ¿Cómo penetraron a mi casa? ¿Forzaron las puertas, las ventanas? ¿Mataron a mi perro? ¿Qué buscan? La misma voz de mando me pregunta: “¿Dónde escondes las armas, los planos, la lista de involucrados?” Respondo: “Ignoro de qué me está hablando”. Recibo un manotazo en el oído derecho que me deja aturdido y me hace perder el sentido del tiempo. Continúa el volcamiento de muebles, la destrucción de la cocina, el levantamiento de las baldosas del baño… Nada encuentran y amagan con volarme los sesos de un disparo. Me meten dentro de la boca el cañón de una pistola y la frialdad y la suciedad del arma me producen arcadas. Todo mi cuerpo es un solo temblor. Se burlan de mi miedo y el de la voz de mando les ordena a sus subordinados: “¡Pónganle una venda en los ojos y le tapan la boca con un trapo!”. El mismo personaje me estira los brazos hacia atrás, con sevicia, y me esposa. A empellones me sacan de la habitación a la calle. Voy descalzo y en pijama. Siento el pavimento húmedo: debió lloviznar con posterioridad a la medianoche. Calculo que deben ser alrededor de las tres de la madrugada. Escucho voces diferentes a las de mis captores. Provienen de mis “amados” vecinos que dicen: “¡Se lo merece ese viejo huevón! ¡Por retrechero, asocial y traidor a la patria!”. De un aventón me introducen en lo que creo es una camioneta para trasladar prisioneros. Encienden el motor del vehículo y otros dos más le imitan. Salimos de la urbanización donde vivo y la camioneta emprende rumbo para mí desconocido. No dejo de temblar y temo por mi vida, pero nada puedo hacer. Cuando me interroguen, todo quedará claro y deberán ponerme en libertad. ¿Quién o quiénes me habrán acusado falsamente? ¡Algún enemigo gratuito y emboscado! Me duele la cabeza y me impide pensar con lucidez. La camioneta donde me llevan debe haber rodado alrededor de una hora. Primero por una carretera plana y casi recta y luego por una en pendiente y curvilínea. De pronto, el vehículo se detiene y me obligan a bajar. Las plantas de mis pies entran en contacto con un suelo pedregoso. Me empujan para que avance hacia adelante y me detienen luego de unos cuantos pasos. Mis captores se alejan un poco a deliberar. Percibo que estoy al borde de un barranco y sin pensarlo dos veces me lanzo al vacío y mi cuerpo cae sobre unos matorrales y después rueda y rueda, a más y mejor y arriba los vocingleros me insultan y abren fuego con sus pistolas. Llego al fondo del barranco —que por pura suerte no resultó profundo— y el último choque contra las piedras me hace perder el conocimiento, el que recupero ya en la cama de un hospital, no sé cuántos días después…

Wilfredo Carrizales
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