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Ella me miraba y su mirada era escritura

lunes 4 de marzo de 2019
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Textos y dibujo: Wilfredo Carrizales
Ella me miraba y su mirada era escritura, por Wilfredo Carrizales
Dibujo: Wilfredo Carrizales

1

Siempre gustaba del brillo y del sol en su cielo y con frecuencia sus sueños hendían los reinos de las nubes. Chasqueaba la lengua y disfrutaba del sabor de la luna y las estrellas.

Todo lo que observaba le era necesario; todo lo que le huía le extrañaba. Se afanaba por darle honores a sus días cuando reparaba en la Muerte que la guarnecía, sin gimotear, con el hado en su senda.

Al Hombre Difunto no lo veía, pero le decía cómo juntar folios dentro de su mundo. Luego se dejaba arrastrar por el Mar sin Eternidad y se perdía en el interior de las cosas que podían bullir y soldarse a su cabellera.

Una y otra vez recogía estelas sobre los prados y ellas iban a parar frente a sus amigos que fenecerían. Los pequeños unos la atisbaban y le gritaban ¡adiós!, ¡adiós! y eran alas de diafanidad que daban brincos que la sumían en un viaje a través del betún. Y el mañana se quebraba con el aquí que había partido al son de una flauta salpicada de limo.

Muchos hombres deseaban tenerla debajo y venirse a ella con dolor y luego marcharse dando voces. Muchos supuestos brujos le abrían las puertas traseras de sus casas para paladear sus sales y disfrutar del sacerdocio de su vigor, de su virtud.

Un sujeto le lanzaba granos a las orejas con la intención de verlos retoñar y ella le aconsejaba repetir el ensayo con frecuencia. De madrugada, los granos hacían ¡plof! y se inclinaban hacia los más viejos barros con la intención de cruzar los planos y medirlos yarda a yarda.

Se acercaba a las pequeñas vidas con el viento como suceso. Entonces sentía lo que era y para quién era la Obra y jugaba, distrayéndose un rato, hasta que conocía el significado de la visitación.

Los portales se le abrían y ella atravesaba los aros hasta alcanzar las tumbas de los pecadores ocultos y olvidados y para estar segura de su hallazgo se tendía tan cerca de los túmulos que podía percibir sus hesitaciones.

Despertaba después que los fantasmas habían trasvasado su aposento y descubría que el ayer era su hoy y que las mutaciones, una vez más, habían endeudado a los seres humanos, obligándolos a pagar en oro todas sus deudas.

No silbaba en los rosales para beneficiarse del dulzor de los pétalos. No olvidaba la música ni el vino que fluía bajo las raíces. Su jarra nunca se llenaba y el reposo que la seguía por doquier le esbozaba un dédalo para su total disfrute.

Adquiría pericia de su propia labor que la escoltaba y protegía de las enfermedades. Se aferraba al Poseedor de las Palabras y le hacía levantar para sí una especie de torre de cuentos donde se imponía su voluntad.

 

2

Amaba las copas y en el empleo de sus manos se garantizaba la certeza del tino. El jolgorio no era nada, si no había extraños licores que le depararan transporte por horas y horas. El sueño ya le citaba hebras; ya le amoldaba redes. Drenaba sus temores con visiones de tardanzas.

Donde existían poderosas cesuras allí prefería morar. Veía cómo mediaba la energía de la atmósfera y cómo se apilaba el polvo sobre los aspectos del devenir. Un poderoso llegaba a ser un mendigo y un tirano, un montón de huesos. Con signos, ella indicaba la dirección de los cursos.

Con flores de papel adornaba la cabecera de su lecho y candelas en manojos alumbraban con la tenuidad proverbial. Danzaban sombras al ritmo de cadencias que vibraban cual cuerdas de un arpa.

Los errores abonaban su fortaleza y enriquecían su deambular por recovecos de las ciudades más inhóspitas. Desde el borde de lo inasible capturaba puñados de furor y luego los volcaba sobre el piso para combatir las opacidades. Con rapidez besaba el avance de la edad y exploraba el hedonismo de los placebos.

En caravana viajaba por sus rutas y gritaba en el borde de los pozos. Cantaba hasta perderse entre las notas de eutimia. No advertía las variables decurrentes y contaba los niños que surgían de la niebla del pasado y los conducía a plantar sus dedos entre las grietas del terreno. Así, triscaba y tendía a nodular los trinos de la evasión.

Se confinaba en una cripta tan pronto escuchaba los cornos que anunciaban fatalidades. Se precipitaba dentro de su orgullo y se encerraba para no permearse y no departir con nadie. Controlaba los días con los reparos de los antiguos inviernos y gruñía a más y mejor. Después se reavivaba de cualquier manera y soplaba con rudeza hasta conseguir la aparición de escarchas.

Creaba casos para las rimas de la naturaleza y se servía de los resguardos de las colinas para darles a las tormentas la longitud de su propia verificación. Escenificaba pantomimas en la brevedad del universo vislumbrado a duras penas. Agrandaba sus jardines, sola, con una blusa que acaso oliera a renacimiento vernal y su carne se aturdía, mientras sus vértebras le dedicaban una libación de libertades.

Cada ladrillo que compraba iba a aumentar la altitud de su chimenea, bajo la cual había un crisol donde se fundían las joyas parecidas a lágrimas de musas extintas. Hundía sus zapatos profundamente en el lodo y luego los lavaba con cerveza de una marca que consumía un príncipe real venido a menos.

Entroncaba con facilidad por las estrecheces de los recovecos y de esta manera asustaba a los pordioseros que solían dormir al amparo de aquellas oscuridades. Al final, les revelaba que no pensaba castigarlos y que les daba la oportunidad de ganarse montones de dinero con sólo bostezar.

Coleccionaba cajas dentro de las cuales ella metía osos de peluche y, con frecuencia, los mostraba a los vendedores de verduras para que le sugirieran novedosas recetas para alimentarlos a cabalidad y para que se enteraran los zoológicos y los circos y se retorcieran de envidia.

 

3

El primer baúl que apareció en su camino le reveló la base de su yo. Lo acarreó de inmediato a la sala de su vivienda y lo embellecía de continuo con viñetas y cenefas. Subía al “estrado de las cortinas caídas” y se enteraba de las dolencias de las telas y les hacía gotear pulsaciones para curarlas.

Se cubría con una capa y clausuraba su cuerpo a todas las vías del desgaste. Sus oraciones y sus plegarias llegaban hasta más allá de las paredes y muros. Sus pocas ambiciones rodaban por los caminos y eran batidas donde los hombres sin anhelos yacían.

De un extremo al otro de sus correrías lanzaba solemnes promesas a los comunes y diminutos seres que sustentaban la organicidad. Con labios de amplitud expulsaba vocablos destinados a fecundar eriales y sitios mustios.

Del polvo extraía lo grisáceo y con él, de prisa, afinaba los hechizos y los útiles. Para ambos consagraba el esfuerzo de los tesoros y vigilaba la fascinación que desprendían.

Su sino la cataba, sin aviso, y la enceguecía y la empujaba hacia una clase de cueva flotante. Allí era objeto de picotazos provenientes de cuervos de alto rango, amaestrados. Sucumbía pronto y expiraba, mas el renacer la perseguía y la guiaba en la lucha contra la brutalidad y volvía a emerger con una sabiduría casi perfecta.

En su haber: igniciones de las torres, naumaquias imaginadas, gritos sobre los altares, silencios para los carruajes… ¡Cómo veía la suma del conjunto! Detrás de las puertas aguardaba la llegada de los jinetes sin monturas, sin destinos y los amaba, uno a uno, y les ribeteaba los hombros y, a continuación, les apremiaba a enlazar rocallas.

Aguzaba sus entusiasmos con la holganza de los atardeceres y, con certeza, lograba una multitud de ejecutorias. Encaraba la mansedumbre de los dolidos con un golpeteo suave sobre sus nucas. Establecía los momentos para arribar pegados a la tardanza y para desaparecer con la prontitud que confiere el relámpago. Se contentaba con las pocas luces emitidas por quienes vivían dentro de la umbra.

Por sus manos transitaba el jengibre y la nuez moscada, el azahar y el espliego y con ellos fluía sobre los corpúsculos que chequeaban los paisajes de la intimidad y las creencias. El adormecimiento le acaecía con las novedades que la esperaban detrás de los codicilos en agraz.

Sigilosa, signaba los coros de los tiempos que intuía y con cada aliento suyo los encajes se tornaban blondos. Las miradas iban al medio de las yemas envueltas en su lujuria y aquel nefelismo no refutado aparecía con mayor soltura.

Callaba aun estando a solas y, de inmediato, clamaba para que los espectros y los genios viniesen a aglomerarse a su alrededor y le trajesen músicas de los oasis, postales con dunas, sombras de las hadas jugueteando desnudas, mientras los cambios las acogían…

Por sus pupilas penetraban criaturas allende el firmamento de marfil, cuyos ronquidos (y también susurros) repercutían sin freno y la constreñían a permanecer empequeñecida. Empero, al pronto, ella se reconocía en su propio encuentro y, beligerante, afincaba su poderío con acertijos y con rompecabezas a ellos eslabonados. Al cabo, un mismo fin la hacía libre y le devolvía la elegancia que nunca había perdido y entonces escalaba por sus revelantes ensueños y transgredía la vacuidad.

Wilfredo Carrizales
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