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Resurrecciones

lunes 22 de abril de 2019
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Textos y collages: Wilfredo Carrizales

Primera

Resurrecciones, por Wilfredo Carrizales
Collage: Wilfredo Carrizales

La señora menuda, con el pelo ya blanco por completo, salía de su casa cada día, muy de mañana —hiciese sol, lloviese o ventease de modo violento— con su manoseada biblia bajo el brazo y ataviada con un vestido amplio, de mangas largas, que le cubría hasta los tobillos. Una sonrisa de perennidad se esbozaba con laxitud en su rostro y en sus ojuelos cintilaban unos destellos intermitentes. Saludaba a los vecinos en voz muy baja, poniendo énfasis en la cortesía. Sin dudar se dirigía hacia la plaza principal de la pequeña ciudad y allí se reunía con otras mujeres de su misma edad, quienes vestían como ella y portaban viejos y nuevos testamentos y folletos ilustrados que contenían los postulados de su secta religiosa. Luego de intercambiar algunos chismes y noticias, se dividían en grupos de a tres y se acercaban a las personas sentadas en los bancos con la intención de convencerlas de su verdad. Unas pocas les prestaban atención y discutían con ellas, pero la mayoría no se mostraba interesada y las rechazaba con pretextos y evasivas. Al cabo de unas cuantas horas el sol proclamaba su cenit y se imponía el mediodía y la sed y el hambre que lo acompañaban  de manera invariable. Entonces las predicadoras se disolvían y cada una iba a resolver como pudiera el problema del almuerzo. La señora menuda emprendía el camino de regreso a su vivienda, inmersa en insatisfacciones, quejas hacia sí misma, incertidumbre, reparos… Una noche, acostada encima de su cama, decidió expirar y falleció, pero antes había decidido resucitar al tercer día por la tarde, convertida en una joven agraciada de cabellera castaña, quien estaría crucificada, sin sufrimiento ni sangre, sonriendo, sobre un madero que le proporcionaría dólares a perpetuidad para ayudar a su hija y a sus nietas desprotegidas.

 

Segunda

Canelo, el prestidigitador, deseaba alzarse por encima de la declinación y soñaba con darse un nuevo ser. En el circo o en el teatro de variedades sus juegos de manos recibían cada vez menos aplausos. Él sufría y no hallaba la solución a su decadencia. Vagaba sin cesar por las calles tratando de encontrar una vía que lo sustentara por muchos años más. ¿Dónde localizar la varita mágica que lo sacara de su precaria situación? No se hacía ilusiones, aunque pretendía ocultar la realidad. ¿Y si se dedicaba a la magia negra o si se convirtiese en maestregicomar? No tenía el valor ni las aptitudes para acreditarse como experto en esas artes. ¿Qué hacer entonces? ¿De dónde tomaría la hora que más necesitaba? ¿De cuál reloj podría escamotearla? Mientras andaba por una calzada solitaria se le manifestó una evidencia que él consideró divina. Quiso situarse fuera del poder de los hombres y convertirse en señor de la vida y la muerte. Se apropió de unos polvos letales de un cubilete y los inhaló hasta saciarse los pulmones. Con celeridad se encaminó hasta un parque y se echó bajo la sombra de un descomunal árbol apartado. Su alma fue solicitada y voló rauda hasta una tierra de sombras. Cuando la insaciabilidad de su inexistente sepultura, un par de días después, lo hubo colmado, resurgió y trascendió ya convertido en maese coral y a partir de allí lo solicitaban afamadas empresas de espectáculos y comerciantes de ferias y a Canelo sólo lo flanqueaba la distinción y el doble fondo de quienes nunca perecen.

 

Tercera

El niño estaba en cuclillas ante el portal de una vetusta y deteriorada casa de madera. Frente a ella se extendía una abandonada vía férrea. El niño la recorría de lunes a viernes para asistir a clases en la escuela del pueblo más cercano. Junto al infante habitaban la morada su madre y el padre de ésta, anciano heptagenario, alto y fuerte, quien había trabajado toda su vida como maquinista de la locomotora que transitaba por aquel camino de hierro. El abuelo solía sentarse al lado de su nieto todos los atardeceres a contarle diversas historias y anécdotas de su época pasada como maquinista, porque cuando el niño llegó a la casa hacía mucho tiempo ya que el viejo había sido jubilado y el ferrocarril, arrumbado. El anciano acostumbraba terminar sus relatos con la promesa de que algún día la locomotora circularía por allí, de nuevo, y él volvería a ser, sin vacilación alguna, el eficiente y cumplidor maquinista de otrora.

Cierta mañana de verano el anciano trepó al techo de la casa para reparar los desperfectos por donde se colaba el agua de lluvia. Dio un traspié al moverse por encima de las tejas, rodó y cayó al suelo, de cabeza, desnucándose. Su hija salió de la cocina y lo encontró ya cadáver. Decidió actuar con ligereza, informó a las autoridades locales y se procedió a enterrar al anciano de inmediato, antes de que su nieto regresara de la escuela. Al ocaso, el niño se extrañó de la ausencia del abuelo y le preguntó a su madre la razón. “Tu abuelo tuvo que hacer, de emergencia, un largo viaje a zonas remotas e ignora cuándo pueda regresar. No pudo despedirse de ti y me pidió que lo disculpases”. El niño se sintió muy triste y odió sin control a su abuelo por haberle incumplido lo prometido. Al día siguiente, a punto de oscurecer, el infante permanecía sentado en el lugar de siempre y miraba con fijeza los herrumbrosos rieles y las carcomidas traviesas, mientras rumiaba sus quejas dirigidas al añorado abuelo. De súbito, escuchó el pitazo de un tren y al levantar la cabeza vio al abuelo vestido con su uniforme de maquinista, el cual lo saludó con efusión desde la cabina de la locomotora que iba a gran velocidad expulsando una gruesa y prolongada columna de humo.

 

Cuarta

El semienano —especie de Cuasimodo tropical y mejorado— barrendero de la plaza epónima del municipio se zangoloteaba de un lado a otro con una tremebunda escoba entre las manos, unos jeans que le quedaban muy estrechos y le hacían brotar sus voluminosas nalgas y una gorra roja que le había obsequiado la alcaldesa en un arranque de falsa bondad. A media mañana, él comenzaba a dar unas escobadas y reunía las hojas secas hasta formar pequeños montones en los ángulos de las veredas. Luego, risueño al extremo, observaba unos instantes los montoncitos que había logrado y los desperdigaba para comenzar la tarea de nuevo. Así pasaba la mayor parte del día y le pagaban por ello. Su afición predilecta era contemplar a los hombretones altos y con caras de fiereza que, con frecuencia, cruzaban la plaza rumbo al gimnasio. El barrendero suspiraba y se lamentaba no ser como ellos. Ya estaba cansado de la innumerable cantidad de motes que le endilgaban los asiduos vagos a su lugar de trabajo. Y llegó el momento en que tomó una decisión: se moriría en reclusión voluntaria, rodeado de fotografías de atletas famosos y resucitaría metamorfoseado e irreconocible. Dicho y hecho. Al cabo de una semana apareció en la plaza un hombracho desconocido, pavoneándose y mirándose de continuo en un espejito de bolsillo. Su surgimiento vino a opacar los comentarios de extrañeza por la desaparición del semienano. Al extraordinario hombracho lo reclutaron de inmediato como guardaespaldas de la alcaldesa y pronto se hizo famoso por las tropelías que cometía en contra de los malvivientes del ágora municipal.

 

Quinta

Jack Hoover era un boxeador de la categoría peso pesado, con más derrotas que victorias y con el rostro surcado por cicatrices y el alma por honduras trágicas. Tenía plena conciencia de que estaba acabado si no conseguía pronto un triunfo ante un púgil importante, por ejemplo, Joe Tylor, el aspirante al título mundial. Le insistió con tanta vehemencia a su empresario que éste aceptó brindarle la última oportunidad y logró un combate entre ambos boxeadores, a realizarse en dos meses, en uno de los mejores cuadriláteros de la ciudad de Nueva York.

Hoover se volcó por entero al durísimo entrenamiento diario de doce horas que le impuso el entrenador contratado por el empresario. El día anterior a la fecha escogida para la gran pelea, Hoover manifestó, con ostentosidad, la convicción en su rápida y segura victoria. Mas la noche del combate, con un lleno total de aficionados al boxeo profesional y apostadores, las cosas resultaron al revés para Jack Hoover. A los cinco minutos de iniciarse la pelea, Joe Tylor le propinó a Hoover un demoledor derechazo en la mandíbula que lo lanzó a la lona y al otro mundo.

Nunca nadie pudo imaginarse que Jack Hoover hubiese resucitado en la antigua Roma como púgil invicto en las arenas del circo y que el populacho delirase con cada combate suyo y que el cónsul y los patricios le arrojasen monedas de oro como recompensa a su precisión fulminante de luchador con los puños.

 

Sexta

Resurrecciones, por Wilfredo Carrizales
Collage: Wilfredo Carrizales

El pescador más célebre de aquella isla de arrebatos y aturdimientos sentía que estaba en un estado de separación de la divinidad. En las últimas semanas los peces no acudían a sus redes y él desesperaba y rondaba la locura. A medianoche tenía una recurrente pesadilla: se veía dando vueltas dentro del vientre de una ballena. Había dejado de percibir el crecimiento de la fuerza del sol y, por ende, su propio poder de fertilidad menguaba a ojos vista. ¿Dónde localizar la alegoría de las dificultades causadas por las mareas? Si caía, ¿cómo levantarse desde la espuma? Las réplicas se le extraviaban en las ondas malsanas del cerebro. ¿No estaría ya, de manera irremisible, muerto y difunto? Entonces, para revivir, decidió subir a la cima de la colina rocosa y pálida, donde reposaban los huesos de un pretendido profeta y tocarlos para que le sirvieran de mediación en su resurrección. Y sucedió que los tales huesos estaban revestidos de carne y nervios como si su amo quisiera volver a la vida y entonces el pescador entendió su ministerio y se asentó en la justicia y el fulgor del firmamento que lo acogía y se rodeó la cabeza de espinas de pescados y retornó a su existencia anterior propulsado por las algas de la eternidad.

Wilfredo Carrizales
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