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Ab ovo

lunes 6 de abril de 2020
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Textos y collage: Wilfredo Carrizales
Ab ovo, por Wilfredo Carrizales
Collage: Wilfredo Carrizales

1

DESDE EL HUEVO la gallina nos nutre y nos fecunda y nos protege. Además se deposita y se desarrolla fuera de nosotros para ser menos rígida y especificar su lenguaje más allá de una docena o dos de posturas. Mientras las formas ovales no se baten en retirada y sí con azúcar y leche, la pasamos muy bien sin descascararnos, apenas sin cuajarnos. Otra cosa sería nuestra posible condición endurecida: así nos la veríamos difícil, procurando con angustia un simple artificio que nos ayude a salir del atoramiento. El triunfo será asequible con el huevo en la mano no frita.

Vale la pena tantear la faltriquera que ya no se usa, pero que se recuerda con nostalgia. Toquetearla, digo, para extraer las yemas sin romperlas, antes de que estalle la luz matutina con su profusión amarillenta y el gallo huero fecundado con fiambres extienda sus cantos de hebras y hervores. (Los platos estarán listos para el desayuno y la tortilla urgida por su blandura de molusco encerado).

Simulando ser bobos podremos desmigajarnos y rallarnos con los panes dobles en el estrelladero de las claras y las revueltas y todavía después continuar retirándonos con el fuego sabroso en el paladar. Con el derecho de la victoria, yendo despacio, sin miedo, más blancos que calzados sin daños. Y en la huevería, trazas y trozos de albura con la ovulación en su nidal.

 

2

DESDE EL ORIGEN el tiranosaurio siempre estuvo ahí, siempre estará aquí, entre nosotros, mordiéndonos las terribles pesadillas que nos producen otros dinosaurios con sus programas políticos con aromas de oquedad profunda y garrotes con nudos no gordianos.

Dennos los dinosaurios más escrupulosos y se los revertiremos convertidos en aves transversales, muy próximas al torbellino de la filogenia. Teníamos representaciones sobre los lomos de tales monstruos, pero aquellas alturas terminaron por marearnos y sacudirnos con gravedad los vientres. Sin embargo, ellos eran —y son— nuestros hermanos en el exclusivo gusto carnívoro para que, con el pasar de las eras, se citen los fósiles como producto de las invenciones de unos amantes de lo absurdo y de las historias antediluvianas.

Tampoco es para alarmarse si de los dinosaurios se derivaron las dinomanías que pueden ejecutarse, con comodidad, bajo los dinteles de hierro de las residencias de los cavernícolas que conducen el carro del Estado hacia la frontera con flagelos apestosos.

Dinos, le dijimos a Dios, de qué manera salieron de tus manos los dingolondangos de los dinosaurios más terribles y hermosos. Y Dios sólo hizo un gesto, un simple ademán con su nariz respingada y tersa, que interpretamos en el sentido de una inseguridad de taumaturgo. Así las cosas, nos confesamos con las imágenes de diplodocos girando sobre nuestras cabezas, al modo de arcaicos ángeles sin plumas y con los genitales recrecidos en flagrante exorbitancia. Nuestros padecimientos se trocaron en rugidos de saurios sin asistencia moral ni religiosa y sólo nos quedó el intento permanente por sobrevivir en medio de la catástrofe gigantesca que nos causaba admiración en medio de nuestra ceguera. (¿Los dinosaurios tendrían —tendrán— mal olor corporal, mal aliento?).

 

3

DESDE TIEMPO MUY ANTIGUO la vistosidad de la mariposa genera sorpresas y exclamaciones en todas las regiones que escoge para exhibirse y revolotear con libre albedrío. Con el imperativo nada folklórico, ella se posa encima de flores muertas y de muertos, escamilladas e infantiles y con su vientre alumbra el poco polen que se le realiza adelante. Simula ser cantora y se cubre de domesticidad para arder con llama destinada a los enfermos amariposados. En otras ocasiones, se enrosca para lograr un impulso que la provea de un destacado rol en el galanteo aéreo.

Las papilionáceas procuran vivir apartadas de la mariposa, mas ella las agarra, como al descuido, y les retuerce los estambres de mal modo soldados. Luego, ominosa, obtiene, sin valerse del robo, conos azucarados para sus papilas voraces.

Es fingido su amor por las esfinges, porque en las procesiones de los seres fabulosos alados, se esfuerza por esfumarse pronto y sólo deja atrás una estela que trasluce su indiferencia.

En un recipiente transparente y frotado con aceite, ella se metamorfosea en corcho redondito y se enciende con maravillosos efectos. Después, más que afeminada, se hace la ciega para recibir la ventura en caída libre. Aprovecha, de paso, hacerles troneras a las redes de los cazadores entomólogos y les lame el temple hasta ablandárselo para humillarlos, a la postre.

Modifica los sifones, de acuerdo a sus variados gustos y necesidades, para chupar de ellos el delicioso néctar del olvido o el soma que cría prolongadas ilusiones. A veces mora entre lo gualdo y la hornaza, envuelta en capullos de fiebre y de ungüento. En temporada de nieblas, se adormece para que fluya mejor la sangre por los élitros de cúrcuma.

A la vista de las ninfas coloradas emplea a fondo su industria y se da a los caprichos bucales, sin excluir las cánticas mudas asignadas a las coadyuvantes que se protegen bajo cobertizos de paja.

 

4

DESDE LO ARCAICO LEJANO las mudanzas se cuelan a través de las coyunturas y las oportunidades. Las estaciones se proporcionan sus ahora y ocurren sucediéndose, durando lo que un traje de corteza y polvo. Se tiene el tiempo lo mismo que poseer arenas y humos y los actos a ejecutar los devora la intemperie. Es terrible e inexpugnable adversario lo temporal: sólo nos toca con su dedo sutil y nos desaparece.

Corre el sol, inmemorial, por su pista y se propone dividir, con compás, sus estancias y sus habitaciones. De intento, siempre se quiso capturar las horas con sombras proyectadas sobre un círculo, pero los vástagos evadían el control, sumiendo a los manipuladores en total desolación y derrota.

Faces contra las fases de la luna y los meses se tornan en noches y las noches, en seculares momentos ignotos. Y el calendario expulsa sus segundos para tratar de sobreentenderse y, a raptos, se desplaza por periodos de convenciones fraccionadas y, más tarde, muy tarde, se constituye en efemérides para afectar la rotación de los hombres y sus enloquecidas ideas.

Anormales intervalos para redondear las pequeñas piedras hasta convertirlas en guijarros que las órbitas de las corrientes arrastran y remolcan como a tubérculos de las cuerdas ocultas. Y en los bisiestos sistemas se abren los puntos para ensayar intentos de vida con pocos desplazamientos.

Existen los perigeos que se imaginan longitudes para navegaciones terrestres, empero la cortedad de los equinoccios los arrebata del marco de los sucesos no delicados. Se cumplen, entonces, los pasajes de los individuos con caperuzas y se tiene, de nuevo, un centro para los comentarios y las conjeturas vicarias. De manera que lo civil se cruza con su íntima ascensión y comienza un eclipse de pronóstico culminante. Aunque también de la coexistencia del pasado les llega a los humanos el éxtasis de la etimología futura y una liturgia de ancianidad y dilatación del habla.

Es dominante la pasión del reloj por su fortuna y por la actitud no fehaciente del movimiento. No obstante, los relojes en las cámaras se vuelven adictos al magnetismo y no cesan en sus maniobras y las multiplican y oscilan, ya de cristal, ya de chapa de cobre, y modulan y sintetizan las frecuencias de las estancias. Y todo se inicia, con leves interrupciones, desde el principio y la danza se anuncia.

De antemano, la pascua acaba y subyace bajo las coordenadas de espesor nunca averiguado. Lo que da dentadas —parásito sin esquema— hiere al sentido de péndulo y lo obliga a ser volante, escape y tambor. Aquellos supuestos adalides se serenan con el frío y afianzan sus circunstancias.

Andando el tránsito mercurial, se remontan dentro de los bolsillos las manecillas que engranan en las contrariedades. La ocasión permite componer los rostros y conformarse con las defensas sonoras e irse aglomerando al compás de las botijuelas, de modo precario, boyantes.

Se resuelve, de inmediato, y se alzan los brazos desde el claustro animal para destemplar a las brevas en su eterna paciencia. Las pausas del reloj exigen obras, con cuerdas y mecanismos intrincados, y luego los riesgos se retiran y nacen los ganchos como criaturas de la amnesia.

La biología de los relojes —despierto cuclillo— se regulariza en las paredes con amuletos. Corre encima de las pulseras de seres atávicos, por reflexión y ortodoxia. Se acomoda al astro que más se salga de su círculo y que retrase su silueta de lenteja. Relucta entre miles de tramos no superfluos.

Se invierten las simas y abundan, vagos, los crucigramas de las estaciones que deliran por acaso. Tiemblos de las edades con los ornamentos poco despejados. Unidades que se remiten y se dejan en cuarentena de múltiples estadías. Lo menos pensado y eclosiona el móvil que cronometra los intervalos pluviosos de algún abril que aún marcea. Y, entretanto, las recaídas de la prognosis y su estorbo hosco en el almanaque ahíto de fingimientos y, cuandoquiera, fechas sin levantes.

A perpetuidad, a relojazos secos, la simultaneidad de la aparición de indicios en los trastornos fluviales, mientras los manubrios de las máquinas temporales se balancean de babor a estribor para dar una sensación de brutalidad en el orden que perdura. (¿O que perjura?). De largo, un día y otro menos parecido y cantos rodados para los perros que se ensañan con las cuestiones de antaño y anteayer y aun después de otrora. Y en el ínterin longevo, las esperas hasta esta parte de la Historia y la Geografía como si en lo sucesivo las páginas fueran del servador y nosotros, de alforja, con los testamentos írritos y ni por mientes un alegre deceso en medio de las repeticiones de las innegables papas y sus parábolas nada despreciables.

Wilfredo Carrizales
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