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Un fulano que sacaba personajes de su arca sin alianza

lunes 27 de julio de 2020
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Textos y dibujo: Wilfredo Carrizales
Un fulano que sacaba personajes de su arca sin alianza, por Wilfredo Carrizales
Dibujo: Wilfredo Carrizales

Limen

Fulano de tal extraía, a menudo, diversos personajes (reales o ficticios, legendarios o míticos) de su arca cerrada y los ponía a andar entre la gente, los incitaba a mostrarse en público e intervenir en conversaciones y charlas casuales, los actualizaba a conveniencia y los situaba en espacios modernos, los incitaba a disertar con libertad y así les permitía maravillar a los auditorios y sorprender a los incrédulos. Fulano de tal poseía el don de la ubicuidad y sus personajes también.

 

1
Qucaba

Qucaba era un luchador que exterminaba a sus adversarios con arte y habilidad; un combatiente que ceñía por la cintura a sus rivales y les hacía morder el polvo de modo irremediable. Qucaba abrazaba y plegaba a sus enemigos como si se tratasen de cartones de desecho. Él enunciaba profecías de menor ambición, pero muy contundentes y precisas. Era hijo de un padre que pugnó por ser famoso augur y no lo logró. Los invidentes seguían a Qucaba porque éste les ofrecía comidas si le lavaban los cabellos. Qucaba, a veces, vivía en las orillas de un lago, rodeado de toda índole de fieras y precedía las sesiones de los espiritistas llevado por la buena fe en sus creencias.

 

2
Sidiba

Sidiba pretendía ser descendiente directo de antiguos reyes mesopotámicos. Era aficionado a ver parir a las mujeres de su harem. Mas si el recién nacido resultaba desagradable a sus ojos, lo lanzaba hacia afuera por la ventana para que lo devorara la jauría. Él afirmaba que su abuelo le contaba innumerables extrañezas para que no se espantara con las novedades del mundo. Cuando Sidiba se encendía de rabia hasta sus aves de cetrería volaban en estampida. Luego, en penitencia, él permanecía tres o cuatro días sin comer hasta que los azores, milanos, águilas y halcones regresaban a sus respectivas perchas. En una ocasión, se tiró al mar para practicar la natación y las olas en todo momento lo empujaban hacia la orilla. Entonces comprendió que su vida siempre estaría ligada a la tierra y a los caminos y muy ligero corría durante horas y horas. Si se topaba con pastores o agricultores les notificaba, sin detenerse, que debían prender las sospechas con redes y después lanzarlas por los abismos. Contra su voluntad conoció a falsos caballeros y a individuos muy poco corteses y a todos ellos les hizo llover relámpagos y truenos sobre sus cabezas. Se afirma que Sidiba murió de ciento cincuenta y ocho años de edad, blasfemando cual redentor frustrado.

 

3
Cotea

Cotea era propietario de incontables esclavos pertenecientes a diferentes razas y los hacía flagelar con tiesas correas por cualquier nimia infracción. Nunca los azotaba él mismo, pero disfrutaba sentado viéndolos retorcerse del dolor. Sin embargo, Cotea tenía algunos esclavos favoritos que le prestaban especiales servicios: barberos, masajistas, contadores de cuentos, cocineros, perfumistas… y los trataba y mantenía con delicado cuidado y primor. Ninguno de ellos osaba contravenir sus severísimas ordenanzas. Cada cinco años dejaba libres a un par de esclavos —varón y hembra— para que fueran a reproducirse muy lejos de su casa. Cotea había cometido parricidio y compró a los jueces para que lo absolvieran. No obstante, su destino estaba signado: sucumbió a un múltiple derrame sanguíneo en el instante cuando copulaba con una esclava de singular blancura y delgadez.

 

4
Xaxa

Xaxa, hijo adulterino de un tal Niomo, dogmatizante por vocación, se destacaba por su audacia y sagacidad. Xaxa adquirió un agudo puñal y con él mató a unas cuantas docenas de bandidos y asaltadores. Se suicidó con su arma, degollándose, al verse rodeado en una posada por facinerosos muy bien pertrechados. Después de muerto le amarraron los pies con una soga y el cabo de ésta fue uncido a una carreta tirada por mulas. Así lo pasearon por pedregales y espinares hasta que su cadáver se rajó por todas partes y de su interior brotaron mariposas parecidas a botones de flores, pero sin aroma alguno.

 

5
Testis

Testis coleccionaba piedras, más que nada, las de color violeta claro. Con el resplandor de ellas se alumbraba al momento de cruzar los bosques nocturnos. Testis no se privaba de embriagarse con hongos alucinógenos y a continuación volaba hasta las fundaciones de nuevas ciudades y ayudaba en la demarcación de límites de los predios. También participaba en ritos de muerte y vida y su imagen juvenil les agrandaba el corazón a quienes la contemplaban extasiados. Al sentir Testis que su cabeza comenzaba a enfriársele emprendía el vuelo de regreso y dejaba atrás una hilera larguísima de suspiros y ensoñaciones. Ya instalada en su vivienda se ponía escribir la pasada y reciente experiencia y la agregaba a otros folios que reposaban dentro de un cofre de bejucos.

 

6
Aniceto

Aniceto era de cuerpo minúsculo como provincia de enanos. Adquirió con naturalidad su único nombre porque nació con un anillo en el dedo gordo del pie derecho. Rezaba las veinticuatro horas del día y aún más y por ello fue nombrado asesor religioso con silla tubular para que imperara pío, anónimo y aéreo. Él se desplazaba a ciencia cierta, cada domingo, a tres millas de la ciudad donde residía y nadie sabía a qué tipo de actividad se dedicaba allí. Con mucha posterioridad se supo que construía un cementerio clandestino destinado a quienes murieran por la ingesta exagerada de anonas y chirimoyas.

 

7
Selar

Selar se enteraba de abstrusos secretos aunque no se determinara a ello. Hacía ingentes fuerzas y tomaba el rescate que los familiares de los cautivos aportaban para su liberación. Condenaba a la pena capital a quienes incurrieran en secuestros de personas y no admitía el perdón para nadie ni aunque se arrodillasen frente a él los padres del raptor. Selar estuvo preso algunas veces por ser tan atrevido y justiciero. Mas de manera lamentable lo hallaron sobre su lecho con el pecho abierto de varias cuchilladas.

 

8
Armengol

Armengol era sospechoso de amedrentar e, incluso, martirizar a sus vecinos. Sostenía que resultaba indecente no comportarse como cristiano. Enseñaba a odiar a los sacerdotes por falsarios y por enredadores. Ejercía esta función con sumo agrado y devoción sin cortapisas. Se ausentó un año en que proliferaban los inocentes y a su retorno —un lustro después— esos infelices lo apedrearon y lo dejaron tullido el resto de sus días.

 

9
Diapoto

Diapoto nació por la afirmación de una vieja partera. Con el transcurso de múltiples estaciones se convirtió en astrólogo y predijo que al mandatario local se lo comerían unos canes furiosos. Por ello fue golpeado con sevicia y exiliado a una isla remota. Aún allí, solitario y abandonado, era de continuo espiado por los esbirros del mandatario, quien sentía permanente aprensión por el astrólogo que sobrevivía a la durísima prueba impuesta. Así que el caudillo ordenó que lo asesinaran y que quemaran su cuerpo. Cuando el cadáver ardía en una pira, el jefe se presentó a verificar sus órdenes. De manera inesperada comenzó a llover torrencialmente y se apagó la hoguera. Acudieron al lugar numerosos perros salvajes, gruñendo y soltando baba, y empezaron a darle dentelladas al cadáver medio calcinado. El mandatario lanzó un pavoroso grito y, al unísono, todos los canes dirigieron sus miradas hacia él. Se le abalanzaron y lo destrozaron en cuestión de minutos.

 

10
Sergio

Sergio, vástago de nadie y heredero de todos. Se casó con una prima mundana, quien le parió hijos feos y contrahechos. Por ello, huyó de su hogar de modo subrepticio y fue a parar a un extraño país, donde la gente andaba hincada. Él tuvo que someterse a tan peculiar costumbre por miedo a ser ejecutado. Allí se dedicó a elaborar betún para teñir los calzados y logró amasar una importante fortuna. Luego inició un romance clandestino con la esposa de un juez poderoso y al éste ser advertido por un fiel soplón, dio la orden de aprehender al betunero y lanzarlo desde la torre más alta de la ciudad.

 

11
Gataer

Gataer, hembra vanidosa en extremo, se creía diosa o musa o algo parecido. De verdad era agraciada, pero no al punto de deslumbrar demasiado a los ojos masculinos. Sabedora de esto usaba blusas ceñidas para hacer destacar sus prominentes senos. Empero no lograba capturar a ningún hombre. Con denuedo hacía simulacros de desmayos en plena avenida y nadie acudía a auxiliarla. Desesperaba, no dormía casi y no podía obtener una vía para perder su castidad. Se miraba al espejo, desnuda, y no hallaba ni la más mínima imperfección. Entre sollozos se preguntaba por qué no provocaba deseos en los varones. Decidió entonces ingresar a un convento, hastiada del mundo. Desde la primera noche pasada en su celda fue feliz, pues comenzó a ser visitada, mientras yacía en su humilde catre, por íncubos de luengas barbas, dulces lenguas y falos en ristre.

 

12
Aurelia

Aurelia no constaba en ningún registro de nacimiento. No obstante, existía en cuerpo y alma y lo hacía sentir a su paso cadencioso y, se diría, gárrulo. Puede que ella haya sido de bajo linaje, mas su personalidad y su carácter no delataban nada de esa indemostrable condición. Casó con un comerciante que le doblaba en edad, pero no en astucia y muy pronto triunfó sobre él y lo acomodaba a sus circunstancias y anhelos. Según se cuenta, ella persuadía, con frecuencia, a su marido para que saliera en viajes de negocios, mientras ella permanecía en la mansión, amancebada con jóvenes y atractivos actores. Una madrugada, se escucharon chillidos aterradores y se vieron emerger lengüetas de fuego del dormitorio principal. Aurelia apareció sin ropas en el jardín, con la cabellera ardiendo y las tetas cortadas. Alguien observó que una figura envuelta en sombras, de un sujeto adulto y regordete, huía, con un gran cuchillo en una mano, por entre los arbustos del patio posterior.

 

13
Bermudo

Bermudo padecía de reuma y, por ello, le apodaban “el goteador”. Poseía muchas entradas en su cruel cabeza y esto le determinaba a escribir, sin descanso, sobre hechos de ingresos olvidados. Los disgustos acudían a él como cosa común y cuando debía estar presente en jornadas de importancia, faltaba porque la gota le humedecía ciertas articulaciones. La calle donde vivía la llamaban “La Bermúdez” y ella también se enfermaba y debía compartir litera con el reumático. Bermudo reñía a diario con los moradores de su entorno y nunca declaraba que había vencido. En ocasiones se dejaba despojar de algunos reales y luego hacía sonar unos viejos cencerros que guardaba en un armario añoso. Su general afinidad a comer y beber en abundancia lo fue minando hasta que, prácticamente, se escurrió por una alcantarilla como una lágrima de infección visceral.

 

14
Creulina

Creulina fue repudiada por su concubino y ella, indignada por eso, encerró a su hija dentro de un cajón con una sola abertura para defecar y orinar y por donde recibía el poco alimento que se le suministraba. Algunos conocidos le advirtieron que se había sobrepasado al aplicar tan cruel castigo a su primogénita inocente. Creulina despotricó y los agravió muy caldeada. Ellos pusieron la denuncia en la estación de policía y, al fin, unos gendarmes vinieron a cerciorarse de la realidad de la acusación. Encontraron a Creulina dentro del cajón y a su hija golpeándolo por fuera con una barra de hierro. Los funcionarios se persuadieron de que las cosas estaban alteradas y se llevaron detenida a la adolescente, halándola por las criznejas grasientas.

 

15
Cirilo

Cirilo hacía estragos entre los transeúntes. Los escupía y los pateaba de modo bestial y sin compasión. Enseguida se ataba un palo a la boca para no gritar. Vivía en su covacha en una eterna fiesta. Propugnaba con énfasis que merecía el título de barón. Como no era complacido en su petición derribaba las estatuas de las plazas, avenidas, parques, universidades y museos. Proclamaba que no pasaba muchos trabajos, ya que todo se le allegaba con facilidad y en dos zancadas. Se recibió de teócrata a los setenta años y se rodeó de una cohorte de confesores para que se hartaran de los epítomes que les lanzaba.

 

16
Naoso

Naoso argüía con desmesura para excluir a los estenógrafos. Imperó un montón de décadas indescifrables. Su autoridad nunca se vio empañada y en materia erótica ganó amplia y rotunda fama. Tuvo cuarenta y nueve hijas y con todas ellas engendró hijos varones. Desposó a la mayoría con sus primas y no acudió a las noches de bodas para no tener que seducir a las casaderas. Un sobrino suyo estaba receloso de su prestigio y viripotencia y trabajaba en la sombra para perderlo. En una ocasión le trajo a su tío una tinaja de agua de una fuente famosa. Naoso la aceptó muy feliz y, de inmediato, tomó dos vasos del dulce y gratificante líquido. Transcurridos unos minutos se desplomó al piso, entre violentas convulsiones. Expiró boca arriba, con los ojos abiertos y atenazándose la garganta. La necropsia dejó en claro que había sido envenenado con arsénico. El sobrino desapareció dejando atrás incontables pistas falsas.

 

17
Duarte

Duarte vio la primera luz del universo con los pies hinchados. Otros opinadores afirman que nació con estorbos en la visión. De lo que sí hay unanimidad es que poseía una extraordinaria memoria. Secuestró a una doña y la licenció de las fatigosas labores del hogar. Hubo con ella tres mellizas y las aclamó como “Las Trinitarias”. (Con el fluir de sus edades llegarían a convertirse en un trinomio coral). Duarte tenía capacidad para mover multitudes y así logró poder político y rica experiencia de mando. No le importaba hacerse de rehenes si con ello solventaba un espinoso asunto. Sin cesar, juntaba partidarios y adeptos y los aventaba contra los contumaces que se aferraban al viejo orden. Plaza que se le rebelaba, plaza que perecía de manera ignominiosa. Falleció de resultas de una epidemia de peste bubónica. Fue enterrado en un campo raso e, inexplicablemente, con una tiara sobre su testa grisácea.

 

18
Arrique

Arrique debía morir longevo, pero sucumbió a los dieciocho años de su edad aprestada. En tan poco tiempo de vida realizó más hechos grandiosos que aquellos que fenecieron ancianos. Aunque las crónicas no se ponen de acuerdo en sus múltiples sucesos reputados, resultan incontrovertibles sus obvios éxitos en varias esferas. Se libró con ingenio de traiciones y felonías. Mató a su hermano porque era un hombrecillo despreciable. Arrique fue exaltado por personas liberalísimas, quienes le concedieron ingentes sumas de alhajas, mas él no se contentó por ello y las donó a casas de beneficencia. Ganó combates y regó los campos de batalla con bastardos de su estirpe. Algunos son de opinión que se desnucó al caer su caballo dentro de una zanja; otros aseveran que fue muerto en una emboscada al recibir repetidos disparos de fusil por la espalda. El hecho fidedigno de su muerte acaso nunca se aclare. Empero su ejemplo de valentía se sustentará por sí mismo, con inagotable nervio.

 

19
Piedad

Piedad brotó a la existencia en una temporada brumosa. No emitió ningún llanto y desde entonces parecía languidecer momento tras momento. Tuvo que usar anteojos desde la más tierna infancia y esto la ayudó a que aprendiera a conducir automóviles antes de que alcanzara la pubertad. Conducía su coche deslustrado de un modo franco y sin rebozo por las vías de su menguada localidad. Su piel de vela se encendía para su adentro y los pabilos llameantes de sus pupilas apenas encandilaban en su reconditez ignota. Piedad era una beata chupacirios y llegaba de primera a la misa y se retiraba de última. Fingía sentir compasión por los presos que eran obligados a barrer con escobas los suelos de las calles y rogaba por ellos, mirando al firmamento, cuando se les aplicaban azotes. Aunque pujaba para que le saliese una mísera lágrima, no lograba ni siquiera que le resbalara una legaña. De continuo imaginaba que tenía una figura voluptuosa y se acariciaba las huesudas caderas y el pecho más plano que pista de aeropuerto. Ni convirtiéndose en ramera alcanzaría el don que se le antojase. Durmiendo una noche sobre un sofá, soñó que tenía ayuntamiento con un burro y acometiéndole de súbito un salvaje espasmo, quedó deslumbrada, ad infinitum, por un resplandor difuso.

 

20
Maximiliano

Maximiliano gozaba del espectáculo de los meandros de su río favorito. Las vueltas y revueltas de la corriente causaban que sus ideas fluyesen con sinuosidad. Normalmente andaba errando y rehuía de la comunidad de los hombres. En las riberas se postraban los cisnes y él les ofrecía hierbas húmedas y apetitosas. Se echaba sobre los bancos de arena y se entregaba a todo tipo de capricho supersticioso. Se le abreviaba la velocidad del pensamiento si lo melifluo no lo temperaba. Su máxima ambición consistía en poder mantenerse alejado de la desventura. Apenas una mano terminaba un boceto encima de la lama, la otra, de inmediato, emprendía el suyo. Del favor que hacía a los pescadores obtenía la condición de benefactor. De ordinario, cubría su cabeza con una pañoleta cuadrada, pues aborrecía los sombreros y los gorros. Asistía al teatro del viento improvisando un toldo de ramajes y mezclando leña y fuego para atestiguar su presencia. Fue visitado por marinos cobrizos y, a partir de esa hora, se consagró al arte de la navegación.

 

Coda

Fulano de tal concluía su labor de extracción de figuras señeras y singulares con una amplia sonrisa en su rostro de zahorí congruente. Ni por un instante se sentía extraviado entre tantos caracteres humanos asaz heterogéneos y, las más de las veces, extraños. Él, en cualquier caso, se apasionaba con el destino de sus notables y se empinaba para atusarles la urdimbre, con el propósito manifiesto de que se empeñaran en sus actos con la vehemencia de unos agonistas.

Wilfredo Carrizales
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