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Minicrónicas bandidas

lunes 24 de agosto de 2020
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Textos y fotocomposición: Wilfredo Carrizales
Minicrónicas bandidas, por Wilfredo Carrizales
Fotocomposición: Wilfredo Carrizales

1

Estoy detenido en el cruce de las calles B. con M., frente a la oficina de correos. Llovizna y mi ropa está empapada: lo negro parece blanco y lo blanco, negro. Me siento peor que si estuviera desnudo. A esa hora debería encontrarme en el club, jugando a las cartas u observando a las mujeres que beben en la barra… Mis oídos chirrían. Debiera irme y consultar a mi otorrino. Tengo la boca seca y necesito un trago con urgencia; necesito mojarme el gaznate. Mi cabeza es un tambor que se abre y se cierra con repiques de gotas. Estoy seguro de que con este tiempo de mierda, ella, la bandida de mi bando, no vendrá, pero yo insisto, contumaz, en seguir aguardándola. Camino unos pasos por la acera y pronto regreso al mismo punto. La atmósfera se llena de un pegajoso smog y los pocos transeúntes portan unas caras lívidas, lacrimosas. Decido no esperar más y me introduzco en el primer bar que encuentro. Pido un whisky doble, me lo trago sin respirar y resuelvo encaminar mis zancadas hasta el club. Aún en mi mente la fecha aparece confusa. Me dirijo hacia la salida. De repente, giro la cabeza y miro en dirección de una mesa acodada en un rincón. Allí, casi agazapada, está la bandida con su nuevo fugitivo. Medio sonríe, nerviosa, y se alisa el cabello. Abro la puerta con calculada calma y salgo a la noche joven. Estornudo y ya sé que el resfriado estará proscrito con un buen coñac caliente.

 

2

Despierto en un hotel, cuya fachada recuerdo que era rosácea. Hubo corte del fluido eléctrico y hace un calor de mil infiernos. Consulto el reloj: cuatro y cincuenta de la madrugada. En el pasillo se escuchan a unos jóvenes árabes discutiendo por unos panes, unos yogures y una botella de ginebra. Les deseo que se les revienten los estómagos. Llamo a la recepción y una voz afeminada me atiende. Le pregunto si a esa hora se puede tomar el desayuno. Me responde que debo esperar hasta las siete. Cuando parece que va a colgar, exhala un suspiro y entonces soy yo quien cuelga. El teléfono repica y lo dejo repicar varias veces y no tomo el auricular. Atisbo por la ventana: fuera del hotel hay un grupo de hombres de mediana edad. Están recostados de un lujosísimo Mercedes Benz y sacan fajos de dólares y después se ríen. Hablan en voz baja y no alcanzo a oír acerca de lo que conversan. Unos veinte minutos o algo así estuvieron en esa sesión. Al cabo, uno de ellos dijo: “¡Vamos a la zona siete!”. Y los otros respondieron: “¡Sí, pero primero pasamos por la interzona!”. El automóvil partió raudo y rechinaron los neumáticos, más de lo debido, en la silenciosa oscuridad.

 

3

Un haz de brillos del lunes nocturno excita mis ojos en algún lugar del extremo de la urbe. Una de mis amigas y yo hemos estado bailando en una discoteca y hemos compartido con hedonistas y trasnochadores. Ahora ella y yo estamos conversando en plan de extraños. Reafirmamos que queremos ser escritores y chapotear en las albercas de las crudas historias de mafias y malhechores. Ella comienza por regalarme algunas de sus historias recientes enlazadas por un cordel turbio y machacón. Ocurren dentro de una ciudad rodeada por murallas, de callejuelas sinuosas y estrechas, donde las puertas de las casas permanecen cerradas… Un ruido caótico de motocicletas corta, de improviso, el hilo de la narración. Unos individuos mal encarados y bien armados descienden de las máquinas atronadoras. El que funge de jefe comienza a dar órdenes y, de inmediato, empiezan a disparar contra los edificios de apartamentos, al tiempo que lanzan todo tipo de insultos y amenazas. Chillan las mujeres y los niños; ladran, enloquecidos, los perros; suenan las alarmas de los vehículos en los estacionamientos… Mi amiga y yo nos lanzamos debajo de la cama, temblando, aterrados. Miles de minutos después, la “normalidad” regresa y ella rasga los papeles donde ha emborronado las historias y los arroja al cesto de la basura. Me enfrenta y me pregunta: “¿Cómo continuar escribiendo de este modo después de esta noche?”.

 

4

Unas hermosas manos bruñidas por pulseras acarician mi boca e introducen dentro de ella un oloroso cigarro. Recibo la mirada de unos hermosos ojos núbiles, consagrados por el deleite. Estoy en una casa de baños. El humo fluye, voluptuoso, de pipas y cigarrillos y en el techo forma arabescos caprichosos. El capo está alegre y sus placenteras damas avanzan por la vía que él les señala. Inhalo la mezcla de aromas de tabaco y disfruto a plenitud del masaje que me proporcionan expertas manos femeninas. Me relajo y elucubro la manera de escabullirme de la celada en que he caído.

 

5

Coloco algunas ideas en el tope de mi magín. El régimen está tratando de comprimir aún más a las clases sociales y vendernos, en cómodas cuotas, su apreciada bondad, sus beneficios humanitarios. Pienso en algo refrescante. Una fría cerveza, por ejemplo. Mas los bares y las licorerías están cerrados. Arrojo contra la cerca del jardín una pelota de papel sanitario mojado y disfruto con delectación de las trizas “surrealistas” que se desperdigan por doquier.

Tomo un taburete y ordeno unos cuantos recortes de periódicos que hablan de recompensas por la captura de delincuentes de alto coturno. Ya no arriban cartas a mi buzón y mi presencia en mi hogar es cada vez más notoria, pero no le ofrezco información a nadie ni saludos de ningún tipo. Amo el misterio. Soy un extraño que no tiene vínculos con el pasado y que colma su vacío con circunnavegaciones sobre antiguos mapas de piratas, corsarios y filibusteros. Soy una especie de “turista” que flota de banda a banda y que se empaca para no navegar con traidores patrones. En el ínterin, me complemento con sesiones de jazz estándar.

En el exterior, el aire se ha tornado, insólitamente, helado y me aguijonea los acentos mal pronunciados. Detengo mis pensamientos para darle cabida a una hilaridad y, en seguida, ciertos destellos enceguecen mis ojos y los vuelven pesados. Entonces acecho con las cortinas oscuras desplegadas y tomo notas de los movimientos de los enemigos.

 

6

“¡Buenos días, mi amor!”, me dice mi esposa, con un aliento de tequila. Está sentada a mi lado. Yo gruño y alcanzo la botella de tequila que aprisiona entre las piernas. Tomo un largo trago y me crispo y mis cabellos se queman y ella me los apaga de un manotazo

¡Buenos días, país, paisanos, paisajistas malsanos! Anhelo que se cuelguen los que nos llaman “pérfidos”, los mismos que aseguran que nosotros nos hemos muerto durante el sueño y ahora vivimos en el infierno que ellos prepararon para nuestro confort. Alguna hechura de vómito les debe caer encima y de una vez fundirlos en su pertenencia.

 

7

Una muchacha en dormilona se acerca adonde reposo echado sobre un sofá. Registro en mi memoria y resulta que no la conozco y, por lo tanto, no existe. Frágil como una botella se parte y parte.

Algún tiempo después, ubicable en la tarde, aparece otra moza exuberantemente vestida con un traje púrpura ceñido al cuerpo. Viene descalza, con el pelo suelto y oloroso a aceites vegetales. Se apodera de mi sombrero panamá y se lo embute hasta las cejas. Incluso así continúo sin identificarla. Recuerdo que en la acera me espera un taxi. Me iré a viajar por horas y horas y, eventualmente, me detendré en merenderos del camino. Ella no vendrá conmigo: se quedará en mi casa hurgando entre mis papeles, en el interior de mis maletas y baúles, debajo de las alfombras… y, al fin, llamará por teléfono a su capitán de bandidos y le informará que ya he comenzado a resquebrajarme tras los vidrios de un automóvil rentado.

 

8

En la verde sala del casino me entretengo en mirar el giro calculado de la ruleta. La bolita da tumbos traviesos y las pupilas de los apostadores se contraen y se retraen en procura de atraerla hacia el agujero de sus números. Más allá, en un breve escenario, canta una negra imitando a Billie Holiday. Me dirijo al lugar del espectáculo y me siento delante de la cantante y pido un gin tonic. A mis espaldas, un par de facinerosos, no cesan de arrojarme sus bocanadas de hachís. Grabo sus rostros cetrinos y vulgares y me aparto con discreción de mi sitial. Ellos se carcajean y sus carcajadas incomodan a la cantante. Localizo con la mirada el rótulo luminoso que indica el wáter-closet y hacia allí me dirijo. Al salir, uno de los facinerosos se interpone en la puerta y expulsa una pedorreta. Lo esquivo y el tipejo repite el ruido con sus labios de hiena extraviada. Decido investigar quiénes son los facinerosos e indago con uno de los camareros de confianza. Luego hago una llamada desde la cabina telefónica del casino y vuelvo a dedicarme a la contemplación de los giros infinitos de la ruleta.

Un par de horas después, el cansancio y el hastío me abruman y me dispongo a marcharme. Antes echo una ojeada hacia la mesa donde se encontraban los facinerosos y no los veo. No me percaté del momento en que abandonaron su “estación”. Emerjo a la calle y ojeo a diestra y siniestra. Nadie en los alrededores. Me decanto por el sector de la derecha, el de las fruterías y pescaderías, y empiezo a caminar despacio, sin apremios ni embargos. Al alcanzar el callejón donde suelen arrojar los desperdicios del día, encuentro a los dos facinerosos tendidos, de lado, sobre unos sacos de basura. Tienen los ojos y las bocas muy abiertos y encima de sus cabezas tienen acumulados congrios, anguilas y robalos que parecen sonreír y, además, ostras rugosas y de un subido color pardo.

 

9

Me atrae el distrito del placer con sus luces de sulfuro cárdeno y sus vastos burdeles que compiten como joyas de una corona para el erotismo. Estoy en la parte vieja de la ciudad y mis pupilas arden con la intensidad del deseo, la aventura y la sorpresa. Las estupendas damas de los salones suelen arrellanarse a conversar mientras aguardan a sus clientes favoritos. He llegado a ser uno de ellos, gracias a mi buen humor, aptitud para contar mordaces chistes y otorgamiento de generosas propinas. En ocasiones río tanto que las damas deben secarme el copioso sudor y frotarme las sienes con agua de colonia o hielo. Acudo siempre al exquisito lugar como si fuese la primera vez o como si fuese a actuar en una película en homenaje a Eros y Venus juntos. Hubo una oportunidad en que un rival quiso asesinarme en la alcoba y desde entonces me hice acompañar por un guardaespaldas que me cedió un gánster, quien me debía unos insignificantes favores.

La matrona de mi burdel predilecto tiene el pecho y los brazos tatuados con leones y dragonites, escorpiones y mariposas, barcos y carretas, centauros y tritones, ramas y estrellas. Semeja un atlas ilustrado con motivos de la mitología y la fauna y la flora exóticas. Se comenta que cuando ejercía la “profesión” se hizo famosa por poseer una vagina que era una boca que devoraba sin compasión. Con la edad y el dinero ahorrado se convirtió en madama y regenta “su” establecimiento cual si ella se tratase de una Eva en reverso. Le encantaba comer bombones con brandy, pero los abandonó al sobrepasar los noventa kilos de peso. Sin dudar, en cualquier caso me recibe haciendo resonar sus ajorcas de plata del Potosí.

 

10

Estoy oculto en el ático de una casa de estilo victoriano. Los chillidos de las gaviotas me recuerdan de continuo que muy cerca se encuentra el mar. Aunque no las veo, intuyo que las olas golpean con rudeza el muelle y le sacan astillas parecidas a cristales de demolición. No puedo asegurar que mi situación sea inexpugnable, pero por lo menos tengo una vía de escape expedita. Los escalones que conducen hasta mi refugio resuenan con el mínimo peso y esto constituye una especie de alarma. En el segundo piso de la casa el tráfago de personas es incesante, mas no provocan bulla y, de cuando en cuando, alguien toca música clásica en un piano, de modo leve, desafinado. Por una pequeña claraboya practicada en una pared he visto a un hombre con chaqueta a cuadros, quien se golpea el cráneo, con crueldad, valiéndose de un metrónomo. Ignoro si es el que aporrea el piano. Los “tribales” que me trajeron aquí me informaron que la mansión pertenecía a un oficial retirado de la armada que traficaba con armas. En el desván me topé con una curiosa colección de objetos heterogéneos: desde sillas con abrazaderas hasta fustas con terminales de metal. Me probé una máscara de cuero frente a un sucio espejo y ensayé a hablar en dialecto por si se presentaba alguna emergencia y debía escapar por el tejado. Fatigado, me tumbé a dormir ente raros artefactos y pinturas.

Uno puede estar dormido y, sin embargo, escuchar vibraciones. Oí el sonido de disparos en algún lugar ubicado exactamente debajo de donde se encontraba el ático. Entreabrí, con suma cautela, el ventanuco del sotabanco y espié hacia abajo. Vi a tres policías uniformados sujetando a un hombre disfrazado de oso, quien se debatía y parecía herido en una pierna. Uno de los gendarmes le torció los brazos hacia atrás y le colocó unas esposas. En ese momento, el “oso” levantó la cabeza y lanzó una mirada en mi dirección. Los policías lo imitaron y yo me sentí perdido. No me quedaba más que permanecer en silencio y aguardar hasta que derribasen la puerta. ¡Y el mar tan próximo!

Wilfredo Carrizales
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