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Puerta, argollas, candado, aldabas

lunes 14 de septiembre de 2020
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Textos y collage: Wilfredo Carrizales
Puerta, argollas, candado, aldabas, por Wilfredo Carrizales
Collage: Wilfredo Carrizales

Puerta

1

No en vano chocan contra ella los soros y las moscas. Puede estar cerca o avejentada, a una altura de conveniencia para entrar/salir/entrar. Goza mientras gira y arma una madera que le sirve de estación. Tributa un principio hacia los recintos con umbral o hacia los caminos que distan de los pies.

Se expone al muro de los muchos lamentos y se abastece de hierros para apoyar sus secretos. En el dintorno se carga de jambas e infiere una figura que prevalezca cual diorama, entera y expresiva.

En sus travesaños caben la estatura de la alucinación y la bajura que arria grietas. No permite reemplazos en la tradición, mientras prosigue en su entereza de quicial.

Al otro lado de ella transcurre una abertura que no se percibe y que aporta acceso hacia lo lúdicro y lo intemporal. Un haber de alféizar permanece para significarla con claridad.

Canda el tiempo de los disimulos. En secreto, va candando los aguardos y los pasos que se tienden de sombra a ventolera. No hay derrame, de balde, en su cuadro: sistema de mampara en ejercicio.

Un soportal la empuja hasta dejarla desnuda. De donde emerge la brisa se le dicen proximidades, aunque le nacen tránsitos de quietud que le atribuyen cubiertas y ruidos de sí misma.

De puerta a eco se echa un mendrugo destruido. Esotro el diablo lo torna ocasión de espanto. La falsía se derrumba adelante; el abatimiento no se adorna detrás. Su religión manda en el chirriar.

La que posee cargo, ella y sobre lo angosto. Y un domicilio que la recoge y le otorga acceso más allá de las apariencias y en la simetría no se ciega y resulta dehiscencia en la orientación del mediodía.

Guía con hojas de un principio basto e introduce a los tercios de la armazón dentro de la clausura que sabe. Si se oculta, se construye tapada y al abrigo de fachada de igualdad.

Refleja el lugar de la opacidad, sin ceder a razones de un turbio gris. Franquea las oposiciones para expulsar el dictamen del sufragio de la parca. Hiende su fortaleza al faltarle los recursos de vetas.

Desaira a quienes la rasguñan y acometen. No aparece de escándalo ni reparación. Se vale de los despidos y expulsa a los sediciosos. Luego trasciende y alcanza su extremo y bate consejos de verano.

Suele estar entendida, pero no limitada ni admitida en ocio. Pone su zona en agraz al servicio de los andantes. Tras las centurias se despacha con el éxito que se le vierte en su seno.

Llama ante lo que desea y lo logra con analogías de fuste. Las virutas le visitan con escasez de asiduidad. Con ellas se resuelve en una puntería que fielmente la observa.

Al dar paz gana aliento y una constancia que no es excusa para dormir sin vigilia. De una dura vara retira lo seco y lo hace subir a su entorno de apertura sin estallido.

 

2

No acepta ser llamada con señas o ademanes. Se enoja y pronto regala una imagen que siempre será la primera de su renglón. Se tranca contra los estorbos de los ruidosos. Como excepción perentoria, balancea su barra y la deja caer sobre cráneos y lomos. Sin dudar se ubica entre el más de aquí y el menos de acullá. De modo subrepticio mete cuñas debajo de la calzada que la aúpa. Su sicología es ambigua: conocida a veces; desconocida por instantes. Sin embargo, se sirve de su talante para enterarse de los pormenores de los mundos de adentro y de afuera y de los ámbitos del sueño y del despertar. Labora con delicadeza, encimera, aplanando la luz del día para un enclaustrar soberano.

Se busca a través de dolores y ascuas y se amansa con la flexibilidad de una cortina. Penetra los estados del éxtasis, la meditación y las alucinaciones y de todo ello extrae mudanzas para las épocas que modulan. Su transición va de un cuerpo afiebrado y niño hasta una contextura de ojo de lápida o de tumba que se reconstruye sin cesar. Su alma —porque tiene una y múltiple— recibe ondas de las simas. A ese tenor sella fuentes, escruta jardines, copa parejuras, clausura arcanos, exhuma voces…

Cuando extraña la casa y sus habitantes, erige romanzas y canturrea mientras se barren sus bordes de añejas jornadas. En su condición de bifronte enlaza con pericia el anverso y el reverso de lo profano y de lo sagrado y relumbra entre intermitencias que estallan en formas de estancias al bies. Supera, a cabalidad, las supersticiones y los rituales de peligro y fecunda los agujeros del basamento hasta conseguir un poder de objetos esplendentes y horquillados.

Me protege, te protege, nos protege de demonios y desmanes, de sayones y sayamas, de trasgos y tránsfugos y trastadas. Les muestra a sus íntimos los iconos de las dulces vías, en avances de lo apacible, con importancias de asiento y huelgo. Aproxima sinceridades resonantes que tornan en ecos de extremaduras los niveles del habla. Su libertad somete a nuestras manos a duras pruebas, pues las confina en su interior para escudriñarlas a voluntad. En tanto, ni la ceguera se aboca.

Moramos similarmente con ella; nos refrendamos en sus artes todas; nos liberamos a ella religados. Y entonces leves son las alzadas y los empinamientos y sale la magia limpia con sus emergencias y con sus quintales de renombre y chairas y un estandarte que consiste cosido.

De lleno en la acrecencia de los puentes y obstáculo en contra de las riadas y canal que invita a la cocción de los frutos del serrín. Miren cómo se describe, cómo se abandona y no se anula. Aún más que en su fondo resuena el verdor pardo nunca extinguido y se pinta de un barrido en los inminentes cuartos de hora. Justos los detalles y justeza de lunel y estera. Y soles de estilo por el suelo.

Incluso se le escarba follaje de piedra y cielo y se le guardan flores secas descabezadas y una tinta de divinidad acerada. De su dominio a los pasos de los símbolos de la prudencia o a la secularidad de las nociones del hábito y abundantes contornos para poblarlos de recuerdos difuntos con vida. Que no le remitan prohibiciones, que de eso ya le bastan. Sus hijos le apoyan y son portales y no se figuran emblemáticos y, no obstante, lo son y jaleadores y garantes de meniscos y rutas del coluro.

 

Argollas

1

Algo existe en ellas que las embarca al grosor de las puertas. Su sitio ata a la generalidad de las trabas, a pesar de las pendencias con aros y grilletes. Por fortuna, los argumentos sobran.

Ven el universo a través de arriendos y se sujetan, con gravedad, a postes y tablones. Caben en cualesquiera barras, sin exponerse a las cuitas de las camarillas del acarreo.

Impulsan las trabas e hincan en el piso las puntadas que inventan. De las argucias se valen para ensortijar las disyuntivas y apartar los reproches en contra de sus acomodos.

Proponen castigos, penas y tormentos para los autores de dislates. Al parecer, se retuercen si las contradicen. Además impugnan silogismos que no se adecuen a los alegatos de su órbita.

En ocasiones, se arman de púas y se asilvestran y retan a ciertas flores fieras para que se les guinden. Con suma eficacia, se aplican a redondear las reformas que para su causa les son necesarias.

Conquistan los ensanches cuando las cohabita el sereno y argénteas se devanan entre bullicios forjados. Al ensuciarse, se limpian con el brillo de astrolabios en préstamo.

¡Cuánta humedad por su intermedio muta en herrumbre! Y luego, de forma expedita, rallan los collares que usan las trotacalles. De sus bocas salen expelidas las sales del argón para los alfiles.

 

2

¿Árgomas de los nautas de acera? ¿Ariscas recatadas para no palidecer en el léxico de los portales? Aperciben termes que se solapan dentro de la umbra y los extraen con el atornillar de sus sentidos. Después traen a los fierros a sus círculos de porfía y les subrayan los deberes de la custodia. Se cuadran a la coloratura que los vacía, obra de fiesta y cálculo. Buenas, se acotan y triunfan.

Su linaje desciende de los desafíos de metales con brega. Sobre sus nombres, las vueltas de las brisas yacientes. Lo que traigan a su través, se vuelve pulso y pelea. A los hechos de pedrerías les sacan el cuerpo y trocean, con prontitud, los embelesos. Los cantarcillos viejos las acallan como a sortijas y dan la fe entre visiones que perforan. Alegan duraciones y en capas se les juntan.

Con insólitas cosas descansan y se adhieren. Usan del pasado lo que no las torne ancianas. Desechan las trivialidades y así se veneran. Abundantes bríos hay en ellas para probar las nociones de la intensidad. ¿Que no les echan arcos? Se encarecen y los ventisquean y más pronto pregonan los sonidos de las adivinanzas circuidas. Se desplazan de apéndices colgándose del cenit.

A la displicencia la distancian y la enfrían. Aristócratas de la esfericidad, tantean lo cotidiano y sus curvas. Ni el principio ni el fin las perturba. No se rompen y cambian; cambian y se rompen intactas. Su eternidad se eslabona al común privilegio del infinito. Nunca yermas; nunca yerran; nunca circunvalan el mismo tiempo. Permanecen hambrientas en el interior de su fuego de complexión.

Hay dedos recurrentes que las apuntan y ellas los despachan en círculos que los ciñen. Acaso les graben promesas sobre las falanges, pero, ¿cómo demostrarlo? Tal vez les ofrezcan uniones, enredos, hemiciclos… ¡Ni los nudos las desposan! Aunque testigos apuesten lo contrario. Y de tal modo la sumisión ni les pertenece ni les arrebata. Sólo los giros constituyen su honor.

Inexorablemente les pisan las hendeduras las leyendas. El curso de lo simbólico las zarandea. Mas a ese conjunto nefasto lo derrotan. Después derivan con sus curas de óxidos hacia los estrados que no convulsionan y no se corrompen ni se vuelven adictas de las sustancias esclavas. Las mañanas potencian sus temas que se enfocan en trueques de giratorias y, en este punto, expiden evoluciones que recuerdan peonzas en jiras sin vértigo. Entonces alcanzan el prodigio fundamental que las preserva del disloque y la desquiciada disnea.

 

Candado

1

De su cierto género se cierra su conocimiento. La candidez no se le inserta, por más que le mastiquen su escudo. Se retrae de ambivalencia y se endurece de pestillo y accionado resorte.

Con candelas de armellas cuida la lumbre incluso encendida. Riza los sortilegios casi a ras de las bacas. Aunque gane canes como custodios, se hunde en su propio catar.

No era manco ni antes de nacido y en ello los dichos lo vinculan con los genios. Plausibles sus motivos en función de la delicadeza que reta a la catálisis de franjas acusadas.

Y se lo dieron al hombre para guardarlo por preso. Y le encomendaron enclavarse cual diente apretado. Y a la una de otras horas se erigió en contra de la mancilla y contó con las loas.

¡Candad la puerta misma y evitad lo tenaz de fuera!, le ordenaron y cumplió. La corrupción pasó sin detenerse y luego, en alabanza, se esparció pan candeal y, al cabo, así se entiende y lo ficha un candil.

¿Dónde la caja que libera su clave? ¿Adónde las asas repuestas del cansancio? A la parte que le rige las cláusulas se le proyectan momentos de concavidad y nada escandalizan y nada distancian.

 

2

Aunque es un ente que sufre la condena de estar encadenado, en cada resplandecer se desatranca y truena con quedo susurro y se abre a las posibilidades de los horizontes jamás rotos. Acude a nuestro llamado y nos hace sentir su soplo de virtudes tiesas. Cada trozo de su ánimo se nos incrusta cual signo de persistencia. A hito trepida soltando y triunfa sobre la tribulación.

De cifra en cifras obtiene nuestra edad para el aguante, para la paciencia, para el estoicismo. Según sus cáncamos, nos hace continuar ocluidos cuando toca, cuando los accidentes tienden a sobresalir y mortificar. Nos ratifica que los marcos enmaderados van vigentes, contenidos en sus claveras de salvación. Por lo menos, sabemos que no se echará a dormir acuciado por su peso y por su deber.

Inmediato, ranura en las oquedades que se asoman porque anhelan la frescura del relente. A veces, unas ranillas le hacen cosquillas en su hirsuta figura y él, revolviéndose a tientas, croa en retroceso. Alguien (yo, valga la mención) se lo lleva a los labios y le narra pasajes de los tabiques y las barricadas y él, doméstico, acatando una sumisión no predicha, se amplía y hace tremolar su perilla.

 

Aldabas

1

Avisan y pican, al alba o al ocaso. Su ferraje golpea y tutea, con la aleación que aletea. Se sujetan al centro y nos ensamblan a él. Disponen sus influencias para abonanzar en nuestro favor.

A los caballejos de los fulgores les fascina ser aquietados por ellas y por eso disponen de sus crines en aspa. En postura desemejante parten otros caballitos a la mar leve de las piezas encajadas.

Sus influencias se contraponen, en breve, y luego una aldea surge erecta y consigue agregar aldabonazos para dar aviso de terremotos. Entrando septiembre, las aldabas aleccionan.

Aldabías de las aldabas toscas y un calor fundiéndolas hasta alargarlas por recomendación de los dueños del amparo. Un áncora se pulsa y adquiere los aledaños desde donde ojear las cerrazones.

También a partir del bronce percuten. Varios hechos conforman sus hechuras, después o ante los postigos. Empero se enriquecen con la reciedumbre: estallido que pende de allí, en lo vertical.

Para que amanezca, doblan; para que alcen ventanas, tunden. Orientan entre lo desierto sin luces y se arriman a las pruebas de la obcecación. En toda ocasión retiñen con astucias sin lamentos.

 

2

La gravedad no les pesa, más bien les regula la medida del precepto. Al dar, dan lo que se estaba esperando y las puertas a sus órdenes se amoldan y han de consentir en mandatos y obediencias. Sus golpes no humillan, pues no son los del garrote; sacuden como pedradas de afluencias. Guardan a los maridos el aldabear con ahínco y ponen término a las usanzas de otrora.

Aldabas o haldas: he aquí la no cuestión y los trabajos prosiguen sobre los lechos, a pesar de las momentáneas distracciones. Decimos aldabadas y las enfermedades huyen por las troneras y en el hogar se enlosan las ganas y se doblan las rayas y se alza una música en regla. Lo diminuto no se hace principal y las junturas vulgares se avientan hasta el empecinado detrito.

A su alrededor se ejecuta válido lo aleatorio y se divisan, sonajeras, las cenizas de cigarros que dependieron de pautas sin fortuna. Dentro de álbumes suelen conseguirse aldabillas destinadas a crecer y anunciar anunciándose. Ni ajenas serán a las normalidades de las moradas receptoras; ni se aislarán en paredes de sujeción. Las alarmas constituirán sus artículos de fe contra las algaradas.

Acatamiento, atisbo, aplomo: su triada de misión y oficio. Se presagia la aldura que las transparente de chasquidos con sigilo. No desesperan y, por lo tanto, no se condenan. Si se les abalanza una rabia, con presteza la empujan, lejos, donde no estorbe ni vuelva. Pendulan entre suaves rigideces y ahí al mal ofenden y se determinan en la audacia de tocar vísperas para anunciar la ventura.

En su difícil arte de cuidar se adiestran en la vanguardia. Advierten las emboscadas y escuchan las conjuras tras los ladrillos. Destrísimas, pueden tornarse en goznes hinchados de cólera y engrescarse para desafiar armas y locuras hasta hendirse sin quebrarse. Impelen los recelos y no tiemblan y se igualan a los rejos batalladores y se imponen en las contiendas. ¡Ah, aldabas centinelas!

Wilfredo Carrizales
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