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Brevísimas y breves lucubraciones

lunes 5 de octubre de 2020
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Acuarela de Henry Miller
Acuarela de Henry Miller.

Preámbulo

Uno piensa en algunos escritores y poetas famosos y lee sus biografías y se siente tentado a lucubrar acerca de la posibilidad de que ellos hubieran podido imaginarse situaciones con personajes importantes de la Historia Universal. Entonces, sin darle más vueltas al asunto, uno pone manos a la obra y va borroneando encuentros que bien pudieron ocurrir en el entramado de la imaginación. Desde allí se observan las actuaciones, signadas por entusiasmos, deseos momentáneos y caprichos.

Los escritores y poetas escogidos fingen que no les interesa el tema, pero quedan en evidencia al no más uno fijarse en las expresiones de sus rostros. Me espabilo y me inclino sobre sus hombros para mejor atisbar las maniobras de sus manos que no cesan de moverse, lo cual me indica que están muy interesados en que yo conozca sus experiencias en el ámbito de las fantasías sucintas. Arriesgo mi tiempo y, con un rapto que me place, ofrezco unos hechos para que se adivinen las cosas.

 

1

Autorretrato de Antonin Artaud
Autorretrato de Antonin Artaud.

Artaud (Antonin) obedece a su ombligo en los limbos y pesa sus nervios, a la vez que viaja por el interior de su alma en busca de los límites de la crueldad y la locura. Duda acerca de si ha encontrado a su doble y que éste bien pudiera ser Artajerjes I, en el momento de firmar la paz de Callias. Mas luego sospecha que es Artajerjes III en el acto de reconquistar Egipto. Le ofrece el fabuloso botín a Artemisa, con el recóndito anhelo de que ella le erija después un mausoleo que maraville al mundo. Artaud queda con la vista fija sobre Ivry-sur-Seine y sus labios son apenas un fino trazo.

 

2

Bataille (Georges) batalla contra la obsesión de la muerte y es una lucha campal, a porfía, con discusiones profundas a intervalos. En la línea de combate le aprietan los zapatos y se desespera y el pelo se le desgreña. Pronto se calma y decide no disputar más por naderías. Siente la necesidad de explorar el ojo erótico y piensa en la condesa Erzsébet Báthory para que comparta sus emanaciones volcánicas sobre el fango, bajo una torrencial lluvia. Ella se deja raptar y juntos organizan y comparten juegos perversos, donde no faltan huevos de gallina recién puestos, que se convierten en suculentas tortillas, con sangre, encima de sus cuerpos. La Báthory enloquece en medio de un orgasmo extraordinario y Bataille considera estrangularla, mas lo gana la absurdidad y la abandona dentro de una casa hedionda a entrañas coaguladas. Bataille cesa de ir tras la angustia y se dedica a regentar un burdel en Transilvania.

 

3

Mishima (Yukio) le huye a los miserables en Tokio y se dedica en poco tiempo a confesarse tras una máscara. Una noche ahíta de rayos y truenos sueña que le ha prendido fuego al Pabellón de Oro, en compañía de un marinero que ha naufragado y a quien el mar ha lanzado hasta una playa pedregosa. Mishima despierta fértil y comienza a llevar una vida de histrión. Se apasiona por Madame de Sade y con ella se entiende en una mezcla de lengua clásica y vocablos eróticos. Ambos se ven atrapados por la fascinación de la escatología y por la trágica visión de la existencia humana. Imita el estilo de vida de los samuráis y afirma servirle al emperador. Frustrado, comete seppuku como Yoshitsune, pero antes evoca la imagen de Chinzei Hachiro Tametomo, con su feroz expresión y elevando hasta el pecho una calavera, desde un xilograbado de Hokusai.

 

4

Tolstoi (Lev Nikolaïevitch) nada sabía de los toltecas y mejor así, porque se hubiera instalado en su cabeza una más austera y rígida conducta. Con su pluma se consagró a pintar una sorprendente diversidad de caracteres rusos y de sus paisajes espirituales. Con mucho orgullo posaba en recurrentes ensueños para Ticiano. ¿No hubiera pasado a los anales de la pintura como “El hombre del guante”? En su ascesis, Tolstoi se sumergía en arranques místicos y propugnaba rechazos a la moral de su época. Se podría afirmar que él vivía entre la guerra hacia afuera y la paz hacia adentro. Tenía que luchar sin sosiego con sus tres pasiones diabólicas: el juego, la sensualidad y la banalidad. Conduce a Ana Karenina a enfrentar el conflicto entre la pasión y la probidad. Ella se le impone como una mujer completa, tenaz y compasiva, pero despiadada. Las preocupaciones de Tolstoi se hicieron torturantes y frente a sí apareció el temor morboso a la muerte. A pesar del poder que las tinieblas le imponían, supo asirse de una luz que brillaba en la oscuridad y encaminarse hacia su resurrección. Su conversión en una especie de monje llegó a resultar grotesca: predicaba la austeridad y vivía rodeado de un ambiente de lujo. La censura zarista prohibió muchos de sus libros. En África del Sur, Mohandas Gandhi leyó su El reino de Dios dentro de nosotros, y escribió a Tolstoi declarándose su “humilde partidario”. Tolstoi le envió una extensa carta a Gandhi, donde le expresaba su desesperación porque la cristiandad se negaba a poner en práctica la doctrina de Cristo. Un frío amanecer del mes de octubre de 1910, Tolstoi salió de Yasnaia Poliana y el 7 de noviembre muere víctima de una pulmonía. Había huido de su casa, sin rumbo fijo, en vano: la Muerte, disfrazada de policía secreta, le quitó la curiosidad acerca de su verdadera identidad.

 

5

Dibujo de Charles Baudelaire por Ch. Giraud
Dibujo de Charles Baudelaire por Ch. Giraud.

Baudelaire (Charles) da una batida visual, un ojeo sobre los inútiles bálsamos y habla y se bate contra ellos. Siempre mostró su desprecio frente “a la atracción de la obscenidad que en el corazón del hombre es tan vivaz como el amor propio”. Fue enemigo no conciliable de las gracias groseras, de las bromas maliciosas, de la fácil sensualidad de los epicúreos. Evoca “los terribles goces del vicio”, las penas y alegrías inseparables y afirma: “Es necesario describir los vicios como son, o no verlos”. Baudelaire logró una innovación al asociar el erotismo con la melancolía, el desasosiego metafísico y la preocupación por el desamparo absoluto, el vacío. Baudelaire es el poeta excepcional, inmenso, de la voluptuosidad refinada y el culto de la “Venus negra”, la mujer signada por la extravagancia y la depravación. Él inaugura un arte de amar exigente, magnífico, de un erotismo colmado de momentos extáticos y dolorosos. Se sumerge hasta el fondo del infinito para hallar cosas nuevas. Reconoce con rotunda lucidez que su angustia del exilio es una anticipación del destino de la humanidad. En su Las flores del mal la alquimia del dolor se convierte en gran poesía. Villon lo acompañaba en su peregrinar como proscrito, a través de las calles de París, con sus hoteles de mala muerte y sus tabernas hediondas y, a ambos, la soledad los desposaba con sus temores y sus sobresaltos. Asqueado de la estupidez de París, Baudelaire se marcha a Bruselas y sólo lo traen de vuelta a su ciudad natal cuando ya está gravemente enfermo. Fenece en un hospital y su entierro es acallado por la prensa y por la asociación de escritores. Desde su infierno, Baudelaire sigue atacando con quejas, con resentidos descontentos, la hipocresía burguesa. Él, que es un virtuoso de la lengua francesa.

 

6

Nin (Anaïs) estuvo marcada por la lucha entre pasiones y culturas diferentes. Se inflamó por Nijinski al verlo danzar con impecable virtuosismo en Siesta de un fauno. Quiso conocerlo en persona, pero el bailarín parecía esconderse entre los espectros de las rosas y, al fin, Nin se cansó y se entregó a sangrar sus primaveras. Desde los once años había comenzado a redactar su diario y allí aparece “la sombra”, eufemismo usado para llamar a su padre ausente. Se encontraba en sueños con Antonin Artaud y marcha con firmeza por el empedrado del surrealismo. Desde el barco de su niñez inicia un elogio al océano primigenio y a su propio superyó. París le brinda una estimulante oportunidad al permitirle conocer a Henry Miller y su esposa. En Nueva York su erotismo venusino abre su delta para que vuelen los pequeños pájaros sobre los períodos que también le pertenecen a la mujer. Para canalizar sus impulsos sexuales se tiende bajo una campana de vidrio y oye el transcurrir de neurosis ajenas. D. H. Lawrence desde su gratitud infinita y póstuma vela por ella y le da valor. Nin conserva en sus escritos el sentido de la belleza carnal y la vulva siempre es comparada con una flor. En los espejos de su jardín, Nin actúa y crea hechizos, mientras su piel se colma de rosados y los botones de sus pechos secretan leche con miel. Aparece y desaparece su figura tras unos collages de caricias.

 

7

Hoffmann (E .T. A.) quizá se encontró con Hobbes a través de Leviathan, aunque el reino del orden no le atraería. Hoffmann iba de la composición de óperas a la creación de relatos caracterizados por lo fantástico y lo irónico. Hoffmann se distinguía por su fealdad, pero esto no le impidió que en sus novelas de artistas plasmara una forma extática de la videncia de los mismos. Él incluso da vida a un gnomo que gracias a la magia de un hada llega a obtener grandes honores. Hoffmann llega a tomar los elixires del diablo y se convirtió en el prototipo del artista que lucha contra la locura. Las bebidas alcohólicas le servían de puente para alcanzar sus éxtasis poéticos. Su motivo más profundo es la culpabilidad del artista. Cae Hoffmann en las tinieblas y ni siquiera su gato Murr puede ayudarlo. Sin embargo, su poder infernal permanece intacto. Para él, sus obras poéticas no valían nada al lado de la gran obra musical que quería componer. A pesar de todo eso, escribió piezas eróticas como Hermana Mónica con un estilo lleno de alusiones literarias y musicales y con pinceladas de sadismo.

 

8

Pessoa (Fernando) se sentía múltiple y con sus hermanos heterónimos recorre ciudades y reflexiona sobre realidades. Entre sones y sueños habitaba los días y pasaba y sentía que moría. Mas un río sin fin se le despertaba adentro y sus márgenes eran estados del alma y también saudades. A veces le corría un frío carnal por el alma y lanzaba un grito mudo que era escuchado por el temblor de las hojas. A veces el silencio era tan delgado como el otoño. Así mismo sus heterónimos atravesaban paisajes con reuniones de árboles antiguos y las velas llovían de sol por aquellos lados. Pessoa irrumpe con su calma vital sobre las urbes quietas y el vendaval no hallaba cómo orquestar el estrépito. El panteísta que había en él prolifera y otras vidas ajenas y propias se mecen con sus postigos. Consideraba su independencia con atribución temperamental y lloraba lágrimas verdaderas que lindaban con ciertas latencias sapientes. Y los cuatro elementos —agua, fuego, aire y tierra— lo envolvían y lo escondían más allá del mundo. Después volvía, verídico, y pensaba en la metafísica de Enrique el Navegante y en la cartografía que se iba desenvolviendo tenaz.

 

9

Yourcenar (Marguerite) fue parida un lunes para que preñara mucho después con sus letras los restantes días de la semana y junio miraba hacia el norte, mientras la mañana establecía ciclos de creatividad. Europa ensayaba sus primeros pinitos sobre el piso del siglo XX. Dios imponía a las parejas el deber de procrear y las parejas lo aprobaban con un ligero asentimiento. Yourcenar no tardó en saber cómo “los sueños de los hombres se engendran unos a otros” y cómo los problemas modernos se deslizan a través de los mitos antiguos. Del Renacimiento descubrió que era una época de ingentes rigores luctuosos: Juana la Loca por los caminos de España; Margarita de Austria en Brou; Vittoria Colonna enclaustrada en Roma; Cristina de Médicis en el Louvre… Yourcenar aprendió a extraer de la muerte lo que ésta tiene de poesía, de esplendor y de intimidades con la eternidad. Ella se emocionaba con el pasado y lo recreaba con agilidad y belleza para que no se convirtiese en un inútil combate de la memoria. En sus cuentos orientales hacía flotar fuegos sobre las aguas que fluyen. Se sentía peregrina y extranjera e intuía que al tiempo había que darle un tiro de gracia para evitar que la esculpiera a su antojo. En la última vuelta que dio por su “cárcel”, procuró imaginar la adolescencia estudiosa de un tío de un amigo suyo, en la orilla de un río, en los mismos paisajes que poco después sufrieron los cañonazos de Waterloo. Su espíritu se trasladó al lugar de la derrota de Napoleón Bonaparte y lo contempló asaz abatido, humillado, con los restos de su otrora inexpugnable atalaya desperdigados a sus pies.

 

10

Samuel Beckett por Michael Wood
Samuel Beckett por Michael Wood.

Beckett (Samuel) dice que su cuerpo asciende. ¿Va en busca de Godot? No podrá describir el lugar donde se encuentra: está lleno de huecos, de fango perforado para ataúdes. Desea Beckett permanecer en un rincón, pero lo atrae una colina que lo vela todo. Suspira y siente una carnaza que se le balancea en un costado, cerca del corazón que se le altera. Visualiza corderos, nada inocentes, erosionando las rutas por donde transitan carretas cargadas de hombres y mujeres sin esperanzas. Se coloca su abrigo hecho de viento de aquiescencias y cierra los ojos para contemplar mejor el panóptico que la oportuna naturaleza ha colocado frente a él. Acaso el delirio lo enrolle con sus capas de paja y lo impregne de una eviterna pereza. La nada lo realiza para cercarlo y hacerlo murmurar locuras, no sandeces. Se apasiona de pronto y llora con lágrimas escénicas, alienadas de tristeza. Para no sentirse oprimido por el aburrimiento, se pone a deambular por el umbral de las perspectivas. Algo parecido al sol brilló y unos silbidos provenientes de los labios ateridos de Proust y Shakespeare lo incitan a cantar trepado sobre el nihilismo y la absurdidad.

 

11

Rojas (Gonzalo) debiera callarse, pero habla de Mandrágora (no la de Niccolo Machiavelli) y deja que su lenguaje se escriba con un desvelo mayor. Y nombra, entre otros, a Artaud, a Bataille, a Shakespeare, a Picasso… Rojas era un niño en crecimiento tenaz y la reniñez sería su espontáneo reverdecimiento. Pero la eternidad ha de ser eso mismo. Lo cierto es que llovía adentro de sus cartílagos y así andaba, orejeando, ojeando, desafiando negocios para inventar ocios. Por sus venas discurría, del animal inútil, la sangre presurosa y si salía de su cuerpo era para morirse, pues su cerebro se llamaba féretro. ¿Y quién llamará? El día de su muerte, ¿quién llamará? Desde su infancia miraba, olía muchachas, las palpaba y descubría que la vulva misma no era una culebra. Y empezó a preguntarse: ¿qué se ama cuando se ama? Y un día, estando de bárbaro en Pekín, adelantó su poesía y marcó el vuelo de las aves. Y después salió a pie hacia Caracas y despertó sangrando en un muelle de Nueva York y quiso dejarse en Buenos Aires para poder llegar a Valparaíso. Y un aire, un aire nuevo, un aire, le venía para vivirlo y él remaba en ese aire y escribía cosas efímeras que resultaban gozosas locuras para los tiempos de permanencia, o sea, los de ir lejos en el cuerpo.

 

12

Miller (Henry) molía mariposas nocturnas de albas alas o empolvados élitros durante sus vagabundeos sexuales. Durante esos itinerarios nocturnos Miller no comía papas fritas para alejarse lo más posible de la monogamia. Aunque él estaba convencido de que era una mujer quien le señalaba el camino a seguir. Valoraba en mucho la vida, porque creía merecerla. Entonces vivía y vivía muy consciente, con un amplio gozo de estar borracho, sereno y con la conciencia asaz aferrada. Opinaba que la gran obra tiene que ser oscura y luego celebrar la alegría. Miller consideraba que la soledad era tan necesaria para un artista como inhalar oxígeno. También opinaba que el hombre había demostrado que podía ser dueño de todo, excepto de su propia naturaleza. Conseguía hacer con las palabras lo que se proponía sin masturbarlas. Le gustaba siempre ver a una mujer hermosa y le parecía violable y en todo momento estaba enamorado o apasionado de dos o tres o cuatro, al mismo tiempo. Pensaba que un hombre que ha llegado a la ancianidad y ha cumplido su misión, tiene derecho a afrontar en paz la idea de la muerte. Miller, para demostrar que sus deseos, su talento, su creatividad, estaban colmados de vitalidad, además de escribir sus libros considerados obscenos, eróticos o pornográficos, también escribía ensayos sobre otros escritores, sobre artistas y arte y sobre la sexualidad; así mismo dibujaba y pintaba. Su brújula: “La imaginación es la voz del atrevimiento” y “el objeto de la disciplina es fomentar la libertad”. Miller solía afirmar que había conocido a Giovanni Bocaccio en el Trecento y con él había aprendido a transformar la grosería ingenua y brutal en literatura de la desmesura y del shock transformador.

 

13

Gao (Xingjian) escucha música detrás de las palabras y palabras dentro de la música. Con las cuerdas de su violín hace brotar un idioma de conciencia. El pulso de la libertad palpita en todo su cuerpo y con valentía lanza su propia voz para que resuene en contra de los dogmas y las sombras de las doctrinas. La lluvia llega con frecuencia a su memoria. Una lluvia fina como trazos de pincel de pelo de conejo. Le gustan los días lluviosos: ellos le hacen recordar el aroma del barro, lo pegajoso sobre los pies desnudos. En ocasiones, una especie de sentimiento religioso acude a su alma. Y el viento y los árboles sacudidos por fuertes vientos y el olor puro de la paja de arroz. Luego, por medio del lenguaje, plasma todas esas sensaciones, todos esos recuerdos, todas esas vivencias. Hace de la escritura un viaje hacia la memoria, con muchas estaciones y numerosas paradas. Siente inmensos deseos de volver a los orígenes de la vida, aprovechar al máximo los breves días de primavera o de otoño. No resistirse al límite de la muerte y buscar y encontrar la belleza adentro y afuera. ¿Y la felicidad? Ella puede ser o encontrarse en los actos de crear una obra teatral, por ejemplo, o en traducir las piezas de Samuel Beckett. ¿Quién hubiera imaginado que un día lo conocería en persona, en París, un año antes de su deceso? En el pasado, Gao experimentó el vacío total y cuando llegaban los aires primaverales se sentía salvado y la pesadumbre desaparecía. La fotografía le ayudó a afinar el ojo, a observar cada detalle. Fotografió paisajes, montañas cubiertas de bambúes, los contrastes mutantes de lo negro y lo blanco… Gao escribe con originalidad y en ello le va la existencia.

 

14

Char (René) trajo de la desesperación un rostro de manantial. Durante todos los días se asistía como hombre, como poeta y sentía estallar los metales bajo sus pies. Los oráculos ya no lo avasallaban. Tenía tanta hambre que dormía debajo de la canícula de las pruebas. Tenía tanta hambre, en la cumbre del corazón. Al unísono, era el excluido y el colmado. ¿Cómo sabía, solitario, que la tierra no iba a morir, que el grillo iba a cantar pronto? Selló la divisa matinal y logró emparejar la amistad de las heridas y puso al descubierto el miedo de los perros en su disidencia. El tiempo podó poco a poco su rostro hasta convertirlo en un ascua suave. El poeta no tiene otras satisfacciones que las adoptivas y es un portador de pozo seco para abastecer las lejanías. Char debía acurrucarse en lágrimas nuevas y bailaba entre los rosales. Llevaba de modo permanente su combate de la perseverancia para que no enmudeciera la sinfonía. Y llamaba a la imaginación, “niña mía”. Se interrogaba: en el Huerto de los Olivos, ¿quién estaba de más? Sabía ser la parte del espejo del universo más densa, más útil y menos aparente. Le encantaba el pueblo de los prados, el saltamontes que taconea, la mariposa que simula la ebriedad, las hormigas a las que la vasta extensión verde hace sentar cabeza… Se refugiaba e iba al encuentro de Saint-Just en la sesión de la Convención del 9 de Termidor y comprendía su mutismo y aquel silencio procedimental.

 

15

James Joyce por Vincent McDonnell
James Joyce por Vincent McDonnell.

Joyce (James) camina por Dublín, con su bastón y, sobre su cabeza, un sombrero ladeado. De pronto, se detiene en una plaza, cruza las piernas, mete una mano dentro del bolsillo del pantalón y mira hacia la largueza de la calle, a la hora en que todas las cosas reposan. No tiene miedo de que vengan las águilas y le saquen los ojos. ¡Ay! ¿Qué sería de las flores de los rosales silvestres en el pradecito verde? Su madre olía mejor que su padre y tocaba el piano y Joyce bailaba, bailaba, bailaba. Orondo, mira a través de sus quevedos y la brisa de la mañana le ayuda a no cimbrear la espalda. Lanza unas cruces, hechas con los dedos, al espacio, y sonríe, malicioso. Fisga, de reojo, a su alrededor, y malicia a una joven mujer que pasa con el pelo ondulado, pletórico de rizos. Escucha una música lenta que le hace palpar corpúsculos blancos con irisaciones. Suspira. ¿Será suficiente? El espíritu del desafuero se le vuelve a esparcir. Decide romper la rutina. Desdobla las piernas, se ajusta el sombrero y los quevedos y decide emprender sus pasos hasta el puente del canal. Toma por Wharf Road para llegar hasta los barcos del muelle. Luego cruzaría en barquita hasta El Palomar. Se apresura malecón arriba. Toca un libro de bolsillo que lleva escondido y se siente altamente gratificado. Sus zapatos de lona ya están algo deteriorados, pero eso ahora no importa. Llega al río y descubre a un hombre de baja estatura, pero fornido, quien se balancea en su cojera y que observa la corriente con sumo interés. Joyce lo ve y se le acerca, silbando. El personaje gira el rostro hacia él. Joyce, exaltado, grita: “¡Walter Scott, al fin lo encuentro!”, y se dan un cómplice abrazo.

 

16

Colette (Sidonie-Gabrielle) acaricia a su ratoncito japonés. Lo adora como presente, pasado y futuro. Cuando ya no lo tenga no estará triste. Su separación no será más aguda que los desencantos amorosos. Quizá pierda un par de kilos y ya. Ella disfruta al acariciar un cuerpo cuyos secretos conoce y que el suyo propio le hace preferir. Sabe, en demasía, cuánto se sufre la angustia esperando un placer. Conoce que el aburrimiento ayuda a tomar decisiones y que la ausencia total de humor hace la vida imposible. El silencio es una respuesta aceptable. Dice: nunca toco el ala de una mariposa con mis dedos. Muy temprano intuyó que al momento de producirse su fallecimiento, la Iglesia Católica se negaría a realizar la ceremonia religiosa. Su bisexualidad había sido siempre un incesante motivo de escándalo, pero los placeres de la carne eran para ella mucho más importantes e imprescindibles que las llamas anunciadas para su infierno post mortem. Colette escribe con precisión al describir la belleza natural, gracias a su penetrante poder de observación e intuición, y un delicado análisis de la conducta de los animales y una exuberante voluptuosidad y sensualidad al diseccionar los cuerpos y los espíritus humanos. Ella va de lo puro a lo impuro, en un proceso intenso para exacerbar los sentidos. Con Joseph Conrad viajó en yate, tendida sobre su mullida cama de su apartamento de París, cuando él era un vagabundo de las islas y estaba bajo la mirada de occidente. Una mañana vino a visitarla Truman Capote y hablaron durante horas acerca de literatura, los espejos y la homosexualidad. Al despedirse de Capote le regaló un valioso pisapapeles artístico, de vidrio, de su invaluable colección, y le dijo: “¡Qué maravillosa vida he tenido!”.

 

17

Cela (Camilo José) sale de su mansión y se desplaza hacia su lujoso vehículo donde lo espera su alta, uniformada y negra choferesa. Ella le abre la puerta trasera y Cela toma asiento desplegando su ancho culo. Le da una dirección a la joven mujer (¿africana?) y le indica que tome el camino más largo, a través de la campiña. El sol brilla con ruidos de ascuas adheridas y Cela aprovecha para recitar de memoria una copla que oyó de muchacho: “Porque una vez no atiné / lo proclamas con orgullo. / Otra vez me colgaré / un farol en el capullo / y en cada huevo un quinqué”. La choferesa ríe con cierto nerviosismo, mientras que Cela se carcajea ruidosamente. El vehículo se desplaza con lentitud y Cela parpadea mirando los sembradíos. Entonces suelta la lengua y lejos quedan las ñoñerías y las pudibundeces. “Yo calmaré tu quebranto y endulzaré tu existencia, acabando la potencia de mi carajo feroz… Bella reina de Ghana, heredera de África, por quien hoy anda enhiesta una lanza o una pica”. Cela intuía que la choferesa estaría con las mejillas abultadas de rubor y continuó con mayor picor su recitativo: “Yo la apretaba, ella chillaba y mi pajarito no podía entrar…”. Y mi abuela solía decirme: “Tápese, mijito, que se le ve el pajarito”. Un ligero estremecimiento en el automóvil, una disculpa de la conductora y Cela impertérrito. Y prosigue: “La paloma es el pájaro de la paz. El casado no tiene paz en el pájaro. La soltera no conoce la paz (y se supone que ni el pájaro). La viuda no puede vivir en paz sin el pájaro. El viejo mantiene el pájaro en paz. Y la vieja, por fin, vive en paz sin el pájaro… Un pájaro se murió en el patio de un convento y las monjitas lloraron con el pajarito dentro”. El coche ya ha entrado a la ciudad y Cela advierte, sobre los árboles de un parque, bandadas de pájaros de buen augurio y, a su lado, a la figura de Francisco Gómez de Quevedo y Villegas. Cinco minutos después el vehículo se estaciona frente a una céntrica biblioteca. La choferesa se agita un tanto, se da prisa y le abre la puerta al novelista, a quien no se le escapa el sonrojo que se ha prendido de los cachetes de ella. Cela sonríe con picardía e ingresa al local donde presentará su último libro.

 

18

Orozco (Olga) afirma que “al pájaro se lo interroga con su canto”. Sobre su casa respira un hueso emplumado, a la deriva, y ni siquiera hierve una hierba ni las moscas sorprenden el brillo de los cuchillos. Una pena le sopla lágrimas y flores oscuras y un veneno en su versión de vértigo. Su rostro se adormece con lo sagrado de las máscaras que trepan. La niebla la ronda y las tormentas y las enredaderas. Mas la profecía perdura tras la sangre abandonada debajo de las ruinas. Hay pacientes que la reconocen, tras las puertas, y quién sabe por qué, confiados pichones y sus murmullos. Para sobrevivir ella mece los otoños entre sueños de soledad y las hogueras se tornan duras con sus hojas sin fulgor, exangües. (Una misma mano, de forma continua, dibuja su retrato en el abismo de las planicies, donde los instantes se sostienen todavía). Acaso los follajes la traspasen y le conduzcan largos ecos de los primeros recuerdos. La lámpara de la casa se aburre entre el polvo y la somnolencia, al tiempo que el clima suda raíces, sin saberlo. Alguien se le muere de la necesidad del amanecer. ¿Un poeta? ¿Rainer María Rilke, su compañero convocante? ¿Qué paz la remunera? Fue capaz de morirse de las cenizas de su corazón y resucitar con las centelleantes cáscaras del fénix. Un humo en ruedas palpa las paredes de su carne y le va dejando fórmulas de brebajes y felpas y mortales hiedras. En la víspera del prodigio, Orozco y su Olga, confiesa o declara que se extingue, que expira, mas no fenece, porque de esos juegos peligrosos carece de fe y sus momentos no logran erigirse en túmulos y la humedad los condena a rajarse con todo y sus olvidos.

 

19

Cabrera Infante (Guillermo) gibara al castrismo y éste, castrarlo quisiera y se cabreara el infante, soldado a su dignidad. No fue difunto en La Habana, aunque allí también se cocían (se cuecen) habas y no había habeas corpus para los habanos. De Trieste no le vino el trigo para sus tres tristes tigres, sino de los hoteles de lujo, la vida nocturna y los prostíbulos para gringos sin gríngolas, mientras en Sierra Maestra los maestros se dejaban crecer la barba para no parecer castrati. En La Habana corrupta y corruptora, pero vitalísima, sendas lujurias intoxicaban el asfalto y el estruendo de los automóviles era el móvil para las ninfas inconstantes. Se las apañó Cabrera Infante, en paños menores, para llegar a la capital de su isla, lejos, pero que muy lejos de Islandia. Así en la paz como en la guerra lograba un rato de tenmeallá con un tentempié, a las tres cuando se abrían las puertas y pujaban las putas. De súbito, podía escucharse una balada de plomo y yerro que desvanecía cualquier resaca. Había tiempo para admirar un nido de gorriones, que no tordos, y una gorrionera donde se gorjeaba de lo lindo bello. Y delante, el mar, mar, enemigo como mosca en vaso de leche y ausencia de lecho para ordeñar hembras. Cuando él estudiaba gramática los gramales aún no existían. (Era el mes más cruel, salvo por el jazz). El día que terminó su niñez, el sensualismo de la adolescencia vino cual paloma zurita, mientras las ostras sexuales eran interrogadas. Después Charlie Parker aparece y, aunque no ejecuta su instrumento de prioridad, lo hace su preferido. Pronto Cabrera Infante incurre en delito por bailar chachachá en el gran ecbó, con una mujer que se ahogaba con la visión del agua turbulenta en la bahía habanera. Le decía a ella: “Oye, mi negra, todo eso está hecho de espejos. No te asustes y sé mi personaje inolvidable”. Y la voz de la tortuga le hacía una visita de cumplido, una tarde tardana y tardecica que no era de ira, sino de mentira. Y la mulata que le habla de la duración del tiempo y de la muerte de un autómata. ¿Acaso él? Entonces él mismo, cual un jefe salvado del naufragio de una carabela de Diego Velázquez, la manda a conversar con una ceiba en Sancti Spíritus y él se queda con una sardina y una soprano vienesa. Reflexiona: “¡Puro humo que son los cuerpos divinos!”. Más tarde, a comienzos de los años sesenta, avista un extraño amanecer en el trópico y el lunes le dan revolución y, a la larga corta, ella no soporta su exorcismo y trata de despulsarlo y él grita ¡Mea Cuba! y ella le endosa el rótulo de Persona Non Grata y mientras ella cantaba boleros, él hace maletas y con abrigo de londrina llega a la capital del Reino Unido. En lo por venir, le sopla un viento isleño y visita Dublín, sin dudas, y busca y encuentra a James Joyce y traduce Dubliness. Luego Cabrera Infante ciudadano inglés y así es trazado en un mapa por un espía cubano del castronismo.

 

20

Guillaume Apollinaire por Pablo Picasso.
Guillaume Apollinaire por Pablo Picasso.

Apollinaire (Guillaume) esa mañana, en la torre Eiffel, oyó balar a los hangares y vio una calle con una clarinada de sol y a bonitas mujeres ladrándoles a las campanas. Allí un niño, vestido de azul sin blanco, se deslizaba por entre las piernas de sus compañeros y no cultivaba la gloria de Cristo, sino la de una antorcha de amatista. Las pupilas de la Iglesia volaban sobre las hostias, mientras miles de golondrinas hacían pis sin lanzar chillidos. Las cenizas habían sido desechadas debajo de los autobuses y el fuego del Infierno prometido ensangrentaba las imágenes en la penumbra. En Montmartre los enfermos sobrevivían a sus insomnios y los centros de las rosas eran aprisionados por las grescas de las tabernas. Apollinaire ya no se atreve a visualizarse los dedos y quisiera sollozar, mas se espanta de sólo pensarlo, porque le resonaría el vientre de un modo poco piadoso. Luego llega al puente Mirabeau y aún no fluye el aroma de la cena y una mansa onda le aquieta la mirada que ya se le iba con la esperanza del pasado. Lo abruma la visión de Barrabás, pero más lo incordian los vaciados de los aquelarres fortuitos, con viejas brujas soltándose pedos desde sus culos de cabronas. Ahora va descalzo él, en pos de pensamientos que giran dentro de ruecas. Ahora los adúlteros caminan de rodillas para disimular sus coitos agrios de vino robado. Entra en un comedor y pide albóndigas de cerdo que estén en sus pascuas. También unos hechiceros se encuentran allí y arlequines y mendigos con caras de ahorcados. Una mujer gorda se pasea por fuera y le guiña un ojo: un ojo solo, ¡porque es tuerta! ¡Ah, si tuviera siete espadas! ¡Lo que le haría! Mientras come, recuerda: en un ocaso se ahogó una luciérnaga dentro de un agua sin aliento y el cielo cambió de pronto y quien tomó ginebra se acatarró y pereció de neumonía. Se santigua en nombre de la casa amurallada de los muertos de ocasión. De rápida memoria, sus neuronas se le iluminan y le aportan aprecios por los fantasmas. ¿Charlotte de Corday andará rondando? ¿Cuánto la añora? ¡Cómo quisiera hacer un silbato de saúco para que ella despertara y se riera en lo reciente! “¡Te esperaré toda la muerte!”, parece decirle la guillotinada desde ultratumba. Acaba Apollinaire su “banquete” y se promete astros de la aurora, plumitas con cintas y tomillos de diafanidad. Irá a ver si las barcas han llegado. Le tiembla la grasa en los labios y teme perder sus mejillas, de lo flojas que están. Entre la pasión y la obscenidad protegerá su pelo, sus vellos, su pubis y cortejará a las novias núbiles de sus primos y sobrinos. Siempre se aguarda a sí mismo y arriba retrasado, sin ínfulas de profeta. Empero se arroga el derecho a atravesar la ciudad con su cuerpo levantado en torre fálica y a las hembras no las inducirá al error: lo perfecto es incoloro. Ningún hombre es igual a su destino; ni ninguno viaja en vano, sollozando. ¿Qué cartas le jugará a él el Cristo hurón, el Diablo erizo? ¡Que sonría una vez más Juan Bautista no hará flotar el bastón! Tiene Apollinaire su breviario para cruzar su Jordán o, si no, convocará a Merlín para que le aceche el ombligo. La soledad debe imitar a un saltimbanqui y progresar tocada de murmuraciones. Al cabo, Apollinaire pronuncia el adiós: coge del éter una brizna de azafrán, pues el otoño no puede morir todavía y él tiene que volver volviéndose, con la fragancia de un cierto temporal y eso no se olvida, por más que lo exclamen los rivales.

Wilfredo Carrizales
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