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Llegada a la estación sesenta y nueve
(Breves remembranzas eróticas con lecturas, música, arte…)

miércoles 11 de noviembre de 2020
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Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales
Llegada a la estación sesenta y nueve, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Andén

El año 1969 contaba yo dieciocho años y los franceses decidieron, de una vez por todas, llamar 69 (soixante-neuf) a la posición erótica del arriba y abajo, de antiquísima tradición universal, pero con diferente denominación en cada cultura: kalila o “postura del cuervo”, en la India, por ejemplo. Raymond Queneau, el escritor y poeta, sentenció: “Uno más uno es 69: dos personas entrelazadas una encima de la otra, específicamente sobre su sexo”. Serge Gainsbourg y Jane Birkin impusieron la lujuriosa “Je t’aime moi non plus”. 1969: año erótico, poético y político. Aquel año fue mi primer verdadero 69 y ahora, parodiando a Violeta Parra, puedo decir: llegar al 69, después de vivir un siglo, es como chupar la dulce flor del Brumario, protegido por el signo de Cáncer y bebiendo en la fuente de jade. Me entrecrucé, me entremetí (me entrecruzo, me entremeto) y no me constreñí para ser la dualidad mutante y transferible del yin-yang y sigo trascendiendo a través de la polaridad en la coniunctio sexual.

 

Llegada a la estación sesenta y nueve, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Primer escalón

Adquirí la revista de cine repleta con fotogramas, a todo color en páginas enteras, de Jane Fonda protagonizando Barbarella. La actriz aparecía casi desnuda, en poses de una exquisita sensualidad, que podían sacar de quicio y excitar al máximo a un adolescente como yo. El fotograma que más me gustaba y atraía era aquel donde Jane Fonda/Barbarella yacía, boca arriba y con las piernas separadas, sobre una especie de cama cubierta por grandes plumas blancas y su voluptuoso cuerpo, semicubierto por el insólito plumaje, parecía cimbrearse al compás de una música celestial. ¿Cuántas veces me masturbaría echado encima de mi colchón, con la revista desplegada y abierta, de modo preciso e indubitable, en la hoja impresa, extraordinaria, inolvidable? ¿Cuántas gotas de semen habrán caído sobre la exuberante y lucia piel de Barbarella emplumada? Aún hoy, viendo en Internet algunos de aquellos fotogramas, me solazo a plenitud en la contemplación y rejuvenezco un tanto. Mientras, al fondo, se escucha la banda sonora del filme, con música de Charles Fox y Maurice Jarre, entre otros.

 

Segundo escalón

De manera olímpica, “seduje” (¡tonta jactancia!) a Olimpia. A la sazón tenía yo dieciséis años; ella, apenas catorce. Éramos vecinos y nuestras casas compartían una pared común que tenía una ventana que daba hacia nuestro patio. A diario, ella se asomaba por esa abertura y me sonreía o me hacía “ojitos”. Fingía, haciéndome el “duro”, para “darle cuerda al reloj” y esperar que sonara a la hora que preparara yo. De vez en cuando, le acariciaba la cara y le daba unos besos rápidos en las mejillas. Así se iba “encendiendo el fogón” y ambos aportábamos nuestras cuotas discretas de leña o chamizas, según el caso. Hasta que una noche muy oscura, después del canto de los gallos a las doce, me levanté con sigilo y salí de mi dormitorio. Recogí unas piedrecitas en el patio y me dirigí hasta la ventana, debajo de la cual dormía Olimpia. Le lancé unos tres o cuatro pedruscos y logré que despertase. No se sorprendió y con señas me indicó que la esperara en el baño posterior externo, al cual yo podía acceder. Ella llegó sin tardanza, vestida con una transparente dormilona y, sin preámbulo, comenzó a besuquearme. Tomé una toalla que guindaba de un clavo y la tendí sobre el piso, inmerso en la penumbra. Allí nos acurrucamos los dos y, de pronto, ya estábamos “calatos” entrambos. Fogueo por acá, por acullá y, de sopetón, gira la figura y me encuentro con su vulva, espesa y velluda, frotando mis labios y siento que mi verga se extravía dentro de su boca. Eyaculo y ella grita. Falsamente se enoja y me anuncia, con queda voz, que el aprendizaje del subeibaja proseguiría las siguientes noches. De tal guisa comenzó mi enseñanza de la aritmética del 69 con una inconcebible instructora más joven que yo.

 

Tercer escalón

Un matrimonio peruano abrió, a dos cuadras de mi casa, una pequeña tienda donde, además de discos de larga duración y sencillos, se podía adquirir periódicos, revistas y libros, nacionales e importados. En ese establecimiento conseguí el primer fascículo de Fanny Hill que, por entregas, ponía a disposición de los lectores una editorial mexicana. El dueño de la tienda ni se molestó en preguntarme la edad. (Unos siete años después conseguí en una librería de libros usados, en Caracas, un ejemplar ilustrado de Memorias de una mujer de placer, que era el verdadero nombre de la obra antes mencionada). De esa manera, comencé a leer y a conocer a John Cleland y a Fanny Hill, la protagonista de su novela licenciosa. Con Fanny frecuenté tabernas, establecimientos de placer (donde se organizaban orgías) y lenocinios. (Mi primera visita a un burdel se debió a la inspiración que me produjeron los placeres voluptuosos de Fanny Hill). Asistí a flagelaciones a través del libro y contemplé traseros escocidos y doloridas nalgas y posturas sexuales que eran un regalo para mi vista y mi imaginación.

 

Cuarto escalón

De 1973 a 1976 caí en la tentación “rebelde, izquierdista radical” y mis revistas eróticas, pornográficas y licenciosas, y mis pocos libros adscritos a esos temas, fueron a parar a una “pira purificadora” que encendí yo mismo en el patio de mi casa. En esos cuatro años sólo me dediqué a leer novelas “revolucionarias” venezolanas, rusas, cubanas y chinas y a estudiar a los clásicos del marxismo. A partir de octubre del año 1976 me encuentro en Peking, en calidad de estudiante becado y aspirante a “forjarme como revolucionario”, siguiendo las enseñanzas de Mao Zedong. Dos años en la capital china me bastaron para desengañarme de “las vías y planteamientos de la revolución”. Desde 1978 me consagro al estudio del idioma, la cultura, la historia, la literatura y el arte chinos y dejo a un lado los aspectos atinentes a la política y la toma del poder. Comienzo a conocer a otros extranjeros interesantes, tanto estudiantes como profesores contratados y residentes, y empiezan a llegar a mis manos volúmenes de materias y autores prohibidos en China. Gracias a Germán Sarmiento (colombiano) y a José (Pepe) Castedo (español), ambos residentes y exiliados en el Hotel de la Amistad, logro leer, en primicias, las versiones al español (retraducidas del francés) de las famosas novelas eróticas chinas Jin Ping Mei y Rou Pu Tuan (El cojín de carne). Allí mismo en ese hotel entablo relaciones con una pareja de alemanes, profesores de lengua, y que hablaban bastante bien el español. Una que otra noche sabatina los visito en su apartamento. Conversamos hasta muy tarde sobre diversos temas sobre China y los chinos y, en ocasiones, me quedo a dormir echado encima de un sofá. Ellos eran rubios (ella más rubia que él y de ojos verdes). Él todavía se declaraba “maoísta”; ella, de modo definitivo, venía de vuelta y ya no creía en ninguna “revolución maoísta o postmaoísta” y, además, tocaba el piano (tenía uno pequeño en su apartamento y nunca le pregunté cómo hizo para hacerse con él) con cierta excelencia. Fuimos intimando cada vez más y a su esposo no le importaba y se iba a dormir temprano y nos dejaba en la sala: yo cantando viejos boleros del Caribe y ella acompañándome al piano. En un momento de una noche de invierno, ella abrió una botella de brandy y sirvió en vasos dos buenas porciones. Brindamos por aquello y por lo de más allá. Un tanto ebria, se sentó en la butaca del piano y empezó a tocar y a cantar una canción de amor en alemán. Se detenía un instante y me preguntaba: “¿Qué piensas acerca de la influencia sexual?”. Le comunicaba mi parecer, se reía y vuelta a darle al piano. Como quince minutos más tarde, se pone de pie y va hasta un rincón donde descansa un tocadiscos. Lo enciende y grita: “¡El tango me ha tocado!”. Se escuchan los sonidos de un bandoneón y un piano. Ella me convida a bailar. Ninguno de los dos sabemos ejecutar razonablemente los pasos, pero la voluptuosidad se apodera de nosotros y pronto estamos desnudos de la cintura para abajo. Ella eleva una pierna y dobla el cuerpo hacia atrás. Mi glande entra y sale de su coño exclamatorio y obseso. Tras un violento espasmo, ella profiere con vehemencia: “Bei Gott! Gott stehe dir bei!”.

 

Llegada a la estación sesenta y nueve, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Quinto escalón

Inicios del verano. Año de 1982. En julio finalizaría mis estudios en la Universidad de Peking. Por sugerencia de una profesora peruana que enseñaba en un instituto de lenguas extranjeras, fui contratado desde el año anterior por esa institución académica para dictar clases de léxico e historia y geografía de América Latina a los alumnos de pregrado de lengua española. Cada jueves venía un taxi a buscarme a la Universidad de Peking y conducirme hasta el instituto ubicado en las afueras orientales de la ciudad. Al mediodía, almorzaba en la oficina con los profesores de la facultad de español y luego descansaba una hora en la habitación asignada a la profesora peruana. A las dos de la tarde me reintegraba al aula de clases. Todo el año había transcurrido sin novedad, inmerso en una conocida rutina. Un mediodía de fines de mayo, decido comprar ravioles chinos y comerlos en la habitación. Como olvidé agregarles vinagre de arroz, subí al tercer piso (el cuarto estaba en el segundo piso) y toqué a la puerta de la habitación de la profesora Jin, quien pertenecía al cuerpo de profesores de español y era de origen coreano-chino. Almorzaba con su marido, un obrero pekinés, y me sirvió, con una amplia sonrisa, una cantidad limitada de vinagre en un tazón. La semana siguiente volví a subir a la habitación de Jin, con cualquier pretexto y la encontré sola y escuchando danzones en una vieja grabadora. Le pregunté si sabía bailar y me respondió que un poco, pero quería aprender más. Le dije que yo le podía enseñar a partir de la siguiente semana en su misma habitación. Quedó muy contenta y nos despedimos. Llega el tercer jueves y con él mi anhelado ascenso adonde me esperaba Jin. Toco la puerta y desde adentro ella me indica que la empuje, porque estaba abierta. La encuentro sentada sobre la cama matrimonial que ocupaba casi todo el espacio. Cubre su cuerpo con una ligera bata de casa. Me ofrece una taza de té y, de inmediato, pone en funcionamiento al anticuado aparato de donde emerge un sensual danzón. Me ruega que comience la lección. La tomo del talle y palpo su cintura regordeta y siento sus grandes senos que aprietan mi pecho. Damos unas cuantas vueltas y, entusiasmada, afirma que le encanta. Se pega aún más a mi cuerpo. Entonces deslizo mi mano derecha hasta sus nalgas y se las acaricio. Lanza un febril gemido y abre su boca en procura de la mía. Al tiempo que la beso, la empujo con suavidad hacia la cama y se deja caer. Como el estío obliga a llevar ropas leves, me despojo de ellas con premura y me tiendo sobre el inmaculado cubrecama. Mi falo está a punto de reventar y ella, en ausencia de cohibición, comienza a darle besuqueos. Ante mi sorpresa, lo aferra con ambas manos y lo chupa, con insistencia y devoción, hasta que me hace eyacular dentro de su boca. Atisbo su rostro y noto que sus ojos están más estrábicos que de costumbre. Escupe mi semen en el interior de una jofaina y se desnuda. Se trepa sobre mí, con su vulva sobre mi cara y descubro, en el colmo de la complacencia, que ella posee una rica experiencia con la postura del 69, aunque ella la llama de otra forma que he olvidado. Repetimos esa faena amorosa unos dos o tres jueves más hasta que su marido, regresando de improviso del trabajo, por poco nos pesca en el garlito.

 

Sexto escalón

Me presentaron a Paola Ricci durante la apertura de una exposición de acuarelas italianas en Caracas. Al pronto, congeniamos y conversamos acerca de arte, el Renacimiento y los artistas. Ella recién había concluido sus estudios en un instituto superior de diseño y se disponía a proseguirlos en Milán. Me alegró esta última noticia, porque el cónsul venezolano en esa ciudad era amigo mío. Se lo hice saber y ella se puso a la orden para visitarle y entregarle cualquier pequeño envío que yo quisiera remitirle. La mañana de ese sábado estaba por concluir y entonces la invité a almorzar. Aceptó y ella escogió un restaurante de pastas ubicado cerca de la galería donde permanecíamos. Después del suculento condumio napolitano, le dije que podríamos ir a alguna de las famosas librerías de la zona, donde yo compraría postales de paisajes venezolanos destinadas a mi amigo en Milán. Ella asintió y me tomó del brazo y así, tomados del brazo, entramos en una gran librería y ella escogió las postales y un sobre para meterlas. Luego, me dijo: “Mi apartamento está en el conjunto residencial colindante con el parque aquel”, y señaló hacia un lugar próximo. Ya en su departamento, decorado y amoblado con exquisito gusto, nos sentamos en un mullido sofá. Ella extendió una mano hacia una mesita lateral rebosante de botellas de vino y seleccionó una. La descorchó con finura y su tinto contenido se deslizó dentro de unas copas sedientas. Brindamos por su inminente viaje. De manera inesperada, me preguntó: “¿Te gustaron las acuarelas expuestas?”. Asentí: como queriendo decir “así, así”. “Pues, ya vas a ver unas que te excitarán y sorprenderán”. Se levantó y sacó de un breve librero un ejemplar con unas acuarelas escogidas de Peter Fendi (artista a quien yo nunca había oído nombrar). Abrí el libro de gran formato y la primera acuarela que encontraron mis ojos fue la de un violinista (sólo ataviado con chaleco verde y una gorra con pluma) ejecutando su instrumento, mientras fornica con una mujer algo fornida y que está cabeza abajo, de frente, apoyada en el piso con las palmas de las manos. Tanto el hombre como la mujer tienen los ojos cerrados. Debí mostrar estupefacción ante la insólita imagen, porque Paola se carcajeó a placer. Ella pasó a la segunda imagen. Otra pareja parecida, en pleno coito “aéreo”, pero el músico es un trompetista que sopla su instrumento con vigor, en tanto que la mujer, de espaldas, y sostenida también con las manos, como la anterior, nos expone sus abultados labios vulvares y sus nalgas. Entrambos copulantes están inmersos en un éxtasis más que elocuente. Me tomé mi trago de vino en un santiamén. Sentía las mejillas arder y el ardor bajaba con intrepidez hacia la ingle. Imágenes más y más atrevidas y desconcertantes iban apareciendo con el movimiento perfecto de los dedos índice y pulgar de Paola sobre el “vademécum erótico”. Ella me miraba de reojo, con malicia, hasta con abierta burla. Al rompe, me interrogó: “¿Qué instrumento musical sabes tocar tú?”. “Ninguno”, le respondí con rubor. “Entonces, no puedes formar parte de esa serie conmigo”, afirmó rotunda y apartó el libro. Dio un vistazo a su reloj y comprendí que debía marcharme, con mi no música a otra parte.

 

Séptimo escalón

Paseando por el centro de Santiago de Chile, el ocho de octubre de 2005, me meto a la Librería Psiquis y lo primero que me llama es un ejemplar manoseado de El inglés descrito en un castillo cerrado de André Pieyre de Mandiargues, obra que no había podido leer antes. Pago los cuatro mil ochocientos pesos y muy contento voy a sentarme en la Plaza de Armas. Recordé que en alguna parte Mandiargues había afirmado, en la reedición de su obra, que “…es uno de los pocos ejemplos de novela surrealista que se pueda citar”. Así que, extasiado por el brillante día, me puse a devorar las páginas. Al principio me pareció algo repugnante, mas luego me divertí con las exageraciones escatológicas y sangrientas y con los juegos de palabras obscenos y pretendidamente sádicos. Aunque la novela posee atisbos de racismo contra los negros y contra los judíos, yo los entendí como una boutade desatinada e infeliz del autor. Concluyo la lectura de las ciento veintiséis páginas en poco más de una hora y releo las líneas finales: “Pero ni ese rosa ni ese blanco me harán olvidar jamás lo que Montcul me dijo: ‘Eros es un dios negro’”.

 

Octavo escalón

Estoy seguro de que a Lelia, la danzarina brasileira, le gustaban los licores fuertes, aunque nunca la hubiese visto libándolos. ¡Si hasta parecía una hurí, hermosa y lasciva! Cada vez que la encontraba de paseo iba acompañada por la primavera y brillaba, con luz cantarina. Le insinuaba que deseaba yacer con ella, a un lado del camino, sobre los suaves musgos. Mas ella se hacía la desentendida y me juzgaba loco y más loco que ninguno, sin que ello significase que hablase en serio y que, en su fuero interno, no anhelase conocer a profundidad mi cuerpo, mi lengua, mi falo. Me dolió mucho cuando supe que había caído en un infierno y yo no podía hacer nada para rescatarla. Lo mejor que podía yo ejecutar era recomendarme un ficticio paraíso donde ella viviese desnuda sólo para mí.

 

Noveno escalón

A la hora del baile ultravoluptuoso, Bi Mei resaltaba con sus cuatro encantos: larga cabellera negra, senos prominentes y traviesos, ojos con una rasgadura parecida a la cuerda de un laúd y un trasero para congratular honores. Cuando su cabeza giraba al compás de sus delgados brazos, un esplendor la seguía en pos de un éxtasis que yo ansiaba en secreto compartir. Los músicos que la asistían en sus giros y regiros le proponían, de continuo, casamientos y bodas con lujos. Ella los rechazaba y nombraba a su país. La aguardaba en mi mesa, con flores amarillas, y ella venía, en sus momentos de descanso, y yo contemplaba, con embeleso, sus hombros virginales, y percibía su olor de fuente próxima a los rosales silvestres. Me sonreía, mientras conversaba, pero su corazón imitaba a la dura piedra de los ríos del bosque. Sólo me permitía unas caricias subrepticias por debajo de la mesa. Me felicitaba a mí mismo porque aún —desde que trabé relación con ella— no había pronunciado el farewell que me dejaría atontado durante dilatados meses.

 

Llegada a la estación sesenta y nueve, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Décimo escalón

He vuelto y recapturado El mal de la muerte. Marguerite Duras atisba y asiente; asiente y atisba. Tendría que haber venido yo colmado de cobijos para desprenderme de la noche que me seduce. Hubiera dicho: ¿dormir para qué? ¿Para masturbarme con los recuerdos? ¿Dónde están ellas? ¿Ella y las demás? ¿Amando sin probar nada? ¿Sin saborearme a mí? ¿El supuesto imprescindible? Acaso ella, la colectiva, ya no tenga opinión o me obligara a callarme. ¿Uno se duerme y se desnuda en sueños, con sueños, con pesadillas de muerte y fin? El cuerpo buscaría su momento en el instante más propicio de su otoño. ¿Para qué? ¿Para vagar detrás de los muros, delante del mar que no acaba fácil? Valdría la pena gritar por distracción y mirar la previsible humedad de la atmósfera invisible. ¿Una alcoba para no despertar, para alejarse de las lágrimas? Quizá. El mal puede estar iniciando su fatal avance debajo de la piel, sin ruido, sin anuncios previos. Empero el cuerpo no renuncia a su vacío y bracea y no descansa. Total: lo mortal no nos hará más muertos.

 

Undécimo escalón

A Kobayashi Kaori, quien era periodista y laboraba en una agencia de noticias de Japón, la conocí durante una recepción que ofreció el Ministerio de Cultura de China en el Hotel Beijing con motivo de la Fiesta de Primavera. Intercambiamos tarjetas de presentación y algunas palabras ocasionales en mandarín y luego cada uno se dedicó a saludar y conversar con los conocidos. Después de la ceremonia, me olvidé de ella y no volví a verla. Una tarde de viernes, a la vuelta de un par de semanas, me la encuentro en la garita de los soldados que custodian el complejo residencial diplomático donde habitaba yo. Se sorprende al verme y le digo que vivo en el edificio 14. Boquiabierta, me comunica que su sitio de trabajo está en el edificio 16. ¿Cómo es que nunca antes nos habíamos topado en ese ámbito tan concurrido? “¡Cosas del destino!”, decimos al unísono. Le pregunto dónde reside y me indica una edificación recién inaugurada, sita al otro lado de la avenida perimetral. La invito a tomar café en mi apartamento. Se pone muy nerviosa y mira con temor hacia la entrada de su sitio de trabajo. No insisto y ella me promete llamarme por teléfono: todavía conserva mi tarjeta de presentación. El domingo, a las once de la mañana, repica mi móvil. Es Kobayashi Kaori y me pide que le haga una visita en su lugar de habitación. Me da las señas y hacia allá parto desde mi alojamiento. Me recibe con amplias muestras de cortesía. Vive sola, al estilo japonés. Nos sentamos sobre tatamis, acordamos comunicarnos en mandarín y, en seguida, me sirve una fragante infusión de té. Aprovecho para mirarle su terso y atrayente rostro y calcular su edad: debe estar pisando casi la treintena. Le digo que se me parece a una de las geishas pintadas por Utamaro. Se ruboriza hasta más no poder y entonces me deshago en ridículas disculpas. Envuelta en desazón, me reconviene: “¡Eso no se le dice a una japonesa a quien apenas se está conociendo!”. Sin embargo, percibo que no está enojada y que, en lo íntimo, se siente halagada. Descubro un koto encima de una mesita baja. Me pregunta: “¿Te agrada el sonido que exhala ese instrumento sublime?”. Asiento con una inclinación de cabeza. Entonces me ofreció un “recital privado”, en donde no faltó la hermosísima pieza Sakura. La velada toda transcurrió entre indagaciones mutuas acerca de nuestras vidas y oficios, gustos y pareceres, lecturas y viajes, amor y experiencias… Tertulias como ésa se repitieron, uno que otro domingo, de modo invariable, en su apartamento. A no ser por un pequeño desliz o atrevimiento mío: me aparecí con un extraordinario libro ilustrado con las geishas de Utamaro, editado en París, para observar la reacción de Kobayashi Kaori. Desconcertado, vi cómo ella “paladeaba” con su aroma (esto es lo que significa Kaori) cada imagen, rememorándola, ubicándola en su personal tiempo y espacio… Transcurrieron los meses con inusitada (creo) celeridad y me alejé, sin proponérmelo, de Kaori. Una mañana de diciembre, cercana a la fiesta de Navidad, estando en mi oficina de la embajada de Venezuela, se anunció Kaori y asomó su cabeza por la puerta. Nos dimos un abrazo y no inquirimos acerca de recíprocas ausencias. Hablamos de generalidades y del frío invierno y de los gélidos vientos. De manera inopinada, ella cerró la puerta y le echó llave. Me dijo, tajante: “¡Quiero bailar contigo!”. Y nos pusimos a danzar allí mismo, mientras le tarareaba al oído Hojas muertas. Restregaba con fiereza su vientre contra el mío y gemía, lamiéndome una oreja. De pronto, se destrabó y me hizo sentar sobre mi silla giratoria. Se me arrellanó encima de los muslos y empezó a enroscarse, a agitarse, un buen rato hasta que exhaló un violento suspiro. Se puso de pie, se desarrugó el vestido y salió sin despedirse. El 2 de enero recibí un brevísimo mensaje en mi e-mail: “Me trasladaron a Tokio. Fue un inmenso placer conocerte. Acaso algún día volvamos a vernos. Kaori”.

 

Duodécimo escalón

Palpo El coño de Irene guiado por la mano de Louis Aragon. Huelo con fruición los recónditos aromas de Venus y sus veneros. El lirismo de Aragon me provoca y me incita a disfrutar de su iconoclastia. Y el goce de mirar aquel papel amarillento, membretado, del hotel del ferrocarril, donde fue redactada la obra. ¿Y cómo no envidiar el pase de unas vacaciones lúbricas con una mujer en una casa de Normandía? Imaginarse a esa fémina como a una perla que maniobra entre tus piernas. Alrededor de un sueño, seis mujeres desnudas para rescatar a uno de la prisión de lo cotidiano y optar por una linterna para descubrir la vellosidad rubia de todos sus coños. Mis sentidos que tienden a reducirse, se exaltan, brincan, se exultan. El goce domina lo inmenso, la intensidad que mancha los pantalones. Y los “peces, peces, vivas imágenes del placer, puros símbolos de involuntarias poluciones”. Evocación, remembranza, invocación. “Irene es como un arca sobre el mar”. Mujer que maravilla, que es maravilla. “¡Oh, coño delicado de Irene! ¡Oh, raja, raja húmeda y suave, querido abismo vertiginoso!”. La nostalgia surcada por la poesía y sublimizada por lo erótico y lo onírico para repugnar la timidez ante la seducción. ¡Yo también soy un animal de las alturas!

 

Tredécimo escalón

The 69 Steps de William N. Copley y el proceso visual no se restringe hasta que el exquisito término se intuye cual brioso humedal y hasta con espuma y flujos en sus ángulos. (Henry Miller confesando que en una ocasión se colocó debajo de una mujer en un parque y que pudo “verlo todo” y que esa vista le llenó con tal paz que lo impelió al sueño). La palpitación de la almeja y el deseo femenino andando al acecho como una planta carnívora en procura de insectos o pajarillos: el vórtice absoluto, una copa que succiona el aliento. La concupiscencia desembarazándose de la rutina y enlazándose a la gratificación directamente concebida por lo erótico. Chupadas recíprocas para precipitarse en las simas sin concepción del vacío. Y ahí el viaje de la candela en su vehículo de la libido y la pasión revelada y también el entusiasmo sin freno. Y el diálogo saliva en lo bajo y no se rinde.

 

Decimocuarto escalón

Las criaturas del mediodía dan pasos hacia el rapto y los espasmos. Los trasgos acuden con sus bien afinados instrumentos de viento y cuerdas y a los pies de los amantes despliegan las cadencias para la adoración de los coitos. Las vestiduras desaparecen, llevadas por brisas de lujuria. Cesan las aflicciones; empiezan las alegrías. En los oídos resuenan los compases de la sangre en movimiento de agitación y se engranan y engrasan los músculos para el deslizamiento que supere lo común. Los sonidos exaltan y ofuscan con dichas a los sentidos. Alrededor del meridiano se balancean los péndulos de carne y confieren los minutos a las hendeduras por donde brotan los fluidos del paroxismo. En los rosados higos, las diminutas semillas se desmenuzan entre crujidos de ardentía. Se fugan los impromptus hacia los géneros de la armonía. Las lenguas arpegian, pulsan, extraen modulaciones de los caprichos sexuales. Por acaso cantan las cigarras y cuelgan luego un silencio de gemidos en los recovecos corporales. Se refrescan, de momento, los tonos para los falos y las vulvas en ejecución y las cuerdas responden con una música que se oye con los alientos. (Si hay bestias en los contornos, se tornan dulces y las gana el celo lúbrico de los humanos). La cópula se atiene a su nombre de dama y mitiga las angustias e insiste en la polvareda que muerde. Vibraciones de los vellos en diagonal, mientras un quinteto toca de continuo melodías mojadas que ascienden y descienden.

 

Llegada a la estación sesenta y nueve, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Decimoquinto escalón

¡Ah, El Aretino, ese gran satírico: mi contemporáneo! Encarnación atrevida del erotismo en la literatura. Su jocosidad tan temible como una daga con ponzoña. Audaz contendiente contra los poderosos. ¡Cuánta falta haces en estos tiempos de ignominia, humillación y deshonra! Te motejaron de “Gran Diablo” por tu astucia e inteligencia. Enorme luchador en batallas y orgías, señor de la patria mordaz. En Venecia todo te fue regalado: mosaicos, tapicerías, estatuas, vasos, armas, obras maestras de Tiziano y de Giorgione… y también los trajes preciosos, joyas, cadenas de oro. Excelso conocedor de la vanidad humana, la explota, se vale de ella para lograr poder. Sabe ridiculizar a los necios con influencia y poderío; sabe exponerlos al desprecio. Cuando es preciso, los despelleja. Sus escritos podían agitar a la opinión pública en contra de semejantes personajes. Siempre se tuvo por un justiciero, mostrándoles a los escritores cómo vivir de la pluma y escapar de la tiranía de los mecenas. “Hombre libre por la gracia divina”, El Aretino amó a las mujeres como un gozador desenfrenado. A las concubinas de su serrallo las llamaron “Las Aretinas”. Inmortal Aretino, autor de los Ragionamenti, concebidos para escarnecer las perversiones de sus coetáneos. Hasta el fin de sus días él fue un magnífico y brillante uómo di lettere. Sus propias palabras: “Io vaglio piu ch’un million d’Amanti” (“Yo valgo más que un millón de amantes”), bien pudieran servir de epitafio en su sepultura.

Wilfredo Carrizales
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