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Casa de verano con nostalgia

lunes 12 de abril de 2021
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Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

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Casa de verano con nostalgia, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Del estío ahora cuelgan las añoranzas unidas a la recolección de claridades aducidas por la casa, donde se deshacían las posesiones y adonde llegué entero, con toda mi familia: yo mismo. El calor de la canícula me comprendía en la coincidencia del hemisferio del norte. El tiempo se fue alargando más allá de junio y las escasas lluvias apenas enfermaban. Desde un principio me entendí a la perfección con la morada: ella paría sus expresiones cada tres días y las mismas me animaban por sus ligerezas. Vivía allí dentro tendido de una manera local con ribetes de universalidad.

A través de la ventana de dos hojas y cristal con virtud para los ojos contemplaba a los grupos de muchachas en su tránsito hacia el cercano lago. Sus risas y su alegre cháchara me reconfortaban y añadían fuertes estímulos a mi estadía. Por las mañanas me visitaban los cuclillos mientras barajaba; por las tardes, los orioles con sus fugacidades e irradiaciones; por las noches, las lechuzas con sus insomnios a cuestas. Hasta pensé muchas veces dedicarme en serio a la ornitomancia.

Ladrillos de un gris marengo, de un lado, y gris perla, del otro, pegados con una tosca argamasa, conformaban el vano cuadrado de la ventana, pero rematado en su cima por un semicírculo. De madrugada la bóveda celeste se curvaba delante de él y le brindaba a mi paladar un firme cimiento de astros coloreados. Después de los aguaceros y como traídos por ellos, se aparecían los caracoles con sus espirales en cierre ficticio y trepaban por el muro hasta alcanzar el alféizar de la ventana, donde se dedicaban a retozar o a descansar. Un cúmulo de hojas muy verdes les servía de resguardo. (En la cara interna de la ventana siempre había colgados ejemplares secos de la misma especie de hojas mostrando lo inexorable de su devenir).

Durante los conticinios se descubrían unos vuelos característicos que atrapaban con audacia a los cientos de mosquitos moviéndose con ligereza. Y los vuelos eran orejudos y chillaban y decían: “¡murciélagos somos!”. También en aquellos silencios en prolongación, antes de la aurora, escuchaba unas quedas voces, unos susurros, en idioma inglés y en francés, que discutían de filosofía, matemática, evolución y teología. Nunca vi figuras fantasmales ni espectros que acompañasen a esas controversias. Indagué y se me informó que en la casa habían vivido a comienzos del siglo XX, en periodos diferentes, un filósofo de Inglaterra y un teólogo de Francia.

A lo largo de la canícula, las cigarras se avecindaban en el parterre para beber el abundante rocío. A intervalos sus chirridos de monotonía me producían hipo y dolor de cabeza. Entonces compendiaba mis membranas auditivas y me taponaba los oídos con algodón. Las chicharras machos poseían un abdomen de cuidado, capaz de producir una oleada pavorosa de estridencias.

 

2

Casa de verano con nostalgia, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Me sabía espiado, atisbado de modo constante, por ojos femeninos. ¿Cuántos pares? Jamás lo supe, pero el acecho tendía a hacer titubear las hojas verdes de los arbustos que custodiaban la ventana. Las miradas portaban un fulgor cual una espada que oscilaba de abajo arriba. Mas esa “espada” no quemaba, sino que producía ondas en el interior de los rincones oscuros, lo cual me brindaba un solaz de larga duración. Hubiera dado una apreciable recompensa a quien develase el misterio de los ojos fisgones y merodeadores, pero quiso el hado que el enigma persistiera sin sentirse expuesto.

Daba paseos amplios por los alrededores de la casa y, en ocasiones, me ocultaba detrás de robustos árboles cercanos para escudriñar hacia la ventana, con la esperanza de que mi acechanza coincidiera con la de los furtivos ojos femeninos. Todo en vano. Sólo gané un poco del arte de dar rodeos al azar.

Encontré en mis rondas matutinas nidos de ardillas construidos dentro de agujeros en muchos troncos y, cosa rara, debajo de las raíces habitaban unos pequeños puercoespines que carecían de timidez y no le huían al ser humano. Incluso llegué a adoptar uno de ellos y se acostumbró a dormir arrollado entre mis pies, mientras yo escribía sobre una vetusta mesa de madera bruna. Las ardillas curioseaban a veces frente a la ventana y sólo subían al rebaje si les colocaba allí maníes o avellanas.

Me conmovía sobremanera cuando el cielo oscurecía de improviso, comenzaba a soplar un viento con gran arrojo y, casi de inmediato, empezaban a caer gruesas gotas de lluvia que pronto se convertían en pedruscos de hielo. Al cabo, quedaban tendidos sobre los senderos y los breves puentes cientos de pájaros muertos por contusión.

Mi alma o mi espíritu se abrían hacia otras ventanas y acullá entornaba cortinas en medio de la floresta que contenía bambúes semejantes a edificios delgados. Trascendía una respiración harto refrescante, activa en su recinto. Sobresalían las ventajas de permanecer sumido en la quietud, transportado en un vehículo con envolturas de frutas. Me asomaba a antiguas relaciones de viajes y extraía de ellas un placer que se hilaba en mis sienes. Veía la soledad como a suceso nunca experimentado y abrigaba la dicha de pertenecer a un conjunto de cuerpos que succionaban las savias veraniegas. Adivinaba los instrumentos del calor y la humedad que se creaban de continuo encima de las verandas de la estación de marras y en su espectáculo columbrado y en regla.

 

3

Casa de verano con nostalgia, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

El tejado de la casa iba en pendiente hacia unos bambúes delgados que los convecinos usaban para hacer cañas de pescar y bastones, de los cuales llegaron a regalarme uno de cada clase. Las tejas del techo acusaban un intenso color gris: parecía que hubiesen acumulado sobre ellas intemporales colecciones de cenizas. Las hojas secas de los bambúes también se aglomeraban en los canales del techado y había que desalojarlas de su “guarida” para evitar que el agua de lluvia fuera retenida y goteara hacia el interior de la casa. Así mismo diversas sabandijas se aprovechaban de la situación y confeccionaban sus madrigueras bajo aquella revuelta textura vegetal.

Siempre consideré interesante la posibilidad de “tejer” las tejas con cordeles, guindarlas a continuación de la pared meridional de mi cuarto de estar y dedicarme luego a contemplarlas como ejercicio de cavilación o meditación. O discurría acerca de la circunstancia de mutar las tejas de arcilla en tejas de vidrio para admirar a posteriori los reflejos de los rayos solares. Terminaba por reírme de tales elucubraciones y continuaba consagrándome al estudio de los cacharros prehistóricos.

Por carecer el tejado de cornisas me amoldaba a adornos improvisados como ser telarañas, signos de la humedad, aletas simuladas, gárgolas en proceso de insinuación y cosas así para perder el tiempo sidéreo y ganar arrugas y canas terrenales.

Un comercio de llovedizos se escenificaba en los traseros de los canterios. La velocidad del agua emulaba a la de ciertos insectos que frisaban altos niveles de fluidez. Nunca noté ninguna buhardilla en esa cubierta de piezas montadas en seguidilla, mas eso no significa que no la hubiera y que estando tan oculta escapaba por completo a mi escasa visión de cegato que usaba unos anteojos infames.

Supe, de modo tardío, del apoyo que me ofrecían los ejiones. Empero ya por entonces ascendía yo por andamios en busca de huevos de palomas torcaces para completar mis magros desayunos. Aprendí a diferenciar los sitios consagrados del patio, de los lugares destinados a colocar los tornos y calentar las bancadas. Presumo que de haber durado más mi estadía me hubiese convertido en un híbrido de tendido con claraboya, regido por una lámpara sucia de brocado o por el nombre intermitente de las luciérnagas.

 

4

Casa de verano con nostalgia, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

El calor había retorcido un pedazo de cristal que colgaba afuera y le había sacado ampollas que, de noche, otorgaba una función de incandescencia. A bordo de la luz viajaban todo tipo de insectos y giraban y giraban a la manera de un sifón. Aturdido, contemplaba a través de las rendijas de la pared el concierto de aquellas alas diminutas y zumbadoras.

La casa tendía a asemejarse a la cerámica, por su brillo y por sus rudimentos de texturas. A veces las puertas convergían en las esencias del contenido de las cáscaras pardas. Y la casa también poseía un corazón que sentía los estados de gravedad y de confinamiento. Gestaba ella, de modo instintivo, nidos de tierra para las hormigas, ramplas para las enredaderas y clemencias para las clavijas.

La estructura de la vivienda se acompasaba a la urdimbre de las urracas, cuando éstas direccionaban sus cadillos en dirección de la armazón acogedora. Por encima de todo el conjunto gravitaban dibujos de primordiales presencias. Me doblaba, fascinado, para estar a la altura del torso de la morada. Ella era una madre con una espaciosa vagina dentro de la cual me deslizaba a placer.

Los triángulos acometían a la casa desde sus cimientos hasta sus remates. Era como decir: desde el alfa hasta el omega del alojamiento. El barro en ella tenía sus ciclos de creación y procreación y sus figuras que jugaban a lo sagrado para no sentirse nómadas. Por ello, mi relación con la casa de verano contenía locura, soledad y coincidencia.

Enantes, aun sin mi llegada, la casa interactuaba con su cocina, con los dormitorios y con la sala de baño. Volverme, inesperadamente, un destituido, un mostrenco, un ser sin hogar, no entraba en mis cabales. Sabía que la luna se proyectaría sobre el tejado de ser necesario.

En correspondencia con lo fijo y lo libre, contribuía con mis pasos en el seno de la casa para apuntalar el centro vital y evitar la contingencia de un derrumbe con efectos desastrosos. Porque el emblema de la muerte debía permanecer soterrado y lo inefable del origen y del retorno debía quedar palpable. Pronto tuve una familia conformada por los sonidos y sus descripciones, los niveles de los aspectos de la sugestión, las solideces de las verticales y las horizontales y las variables de las mutaciones constantes. La casa de verano me hizo adquirir una armonía no idealizada para ser utilizada mucho más allá de aquella “concha” que se crecía para perdurar en mi memoria y en mis recuerdos.

Wilfredo Carrizales
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