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Micropaisaje con diminuta máquina del tiempo
(Relación de sucesos inconexos)

lunes 22 de noviembre de 2021
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Textos y ensamblaje: Wilfredo Carrizales

1

Micropaisaje con diminuta máquina del tiempo (relación de sucesos inconexos), por Wilfredo Carrizales
Ensamblaje: Wilfredo Carrizales

Las figuras de humanos dejaron de predominar y se impusieron las incidencias que divagaron con arreos entre la hojarasca. Se realizó la profecía anunciada desde la antigüedad. Sobre las tablas flotaban cienos de una frescura que mutaba de continuo. Nadie mira y la máquina del tiempo espera. Nadie llora y, sin embargo, se escuchan quejidos. ¿Dónde discurre el río sin disturbio? Ni siquiera hay flores que se insinúen. Gira un viento del nordeste y las capillas quedan convertidas en arena. Luego se introducen briznas de pajas y continúa un silencio convencional. La Muerte no viene por su triunfo al campo de los colores en desechos. Quienes mucho pisaron dejaron huellas en los espacios sin umbrales. A orillas de esos ámbitos unas miniaturas de cortezas se acompañan y se animan: se anuncia una tempestad y cobra importancia la unión frente a ella. Muy riesgosas horas residirán para posesionarse del lecho del marasmo. La muda elocuencia de la nada se enseñoreará.

 

2

La comarca se hubo tragado su vasto panorama. Ahora estaba reducida a una parca expresión. Las sendas dejaron de respetarse y la verdad natural regresó por sus fueros. Las aves cazadoras tragaban nieve o polvo, según si era invierno o verano. Las vistas toleradas devinieron en sobrios monumentos para ser recordados. Impresionaban por doquier agitaciones tumultuosas de torrentes entre los árboles, pero de cerca las pasiones se reducían. El último molino de viento daba una lástima infinita: de las lonas tendidas sobre las aspas sólo permanecían colgajos. La eternidad desfallecía y tendía a claudicar en medio de fugacidades. El alba y el crepúsculo habían sufrido graves transformaciones que se acentuaban de modo veloz. De súbito, fragores se componían para hacer subsistir los brillos más bajos. Lo bello estaba sumergido dentro de los canales una vez límpidos. Su turno hacia la decadencia, inexorablemente, había llegado.

 

3

Fantasmas recorrían los parajes, con el propósito de registrarse los unos a los otros. Lejanas ánimas se acercaban, discípulas, para intentar dar vivacidad a lo mortecino, empero pronto cesaba su escaso vigor. Los fenómenos atmosféricos interpretaban el conjunto de sus luces con evoluciones sin sentido. Unos falsos ruiseñores tenían visiones que transportaban hasta sus nidos y con ellas, el desastre de las caídas. Las palmeras y los eucaliptos competían con ferocidad por predominar en sus respectivos dominios. La superficie cada vez más mostraba el aspecto de ancestrales lavas y veintenas de agrupamientos esporádicos se tornaban peligrosos. La pluviosidad ya estaba exceptuada y la temperatura acrecía con notable furor y espanto. Las rocas afloraban en los lugares más insólitos y en un arrebato desaparecían. La eclosión era un accidente que acontecía sobre todo en las depresiones, donde habitaban unos lagartos negros y unos helechos adaptados a la sequía.

 

4

La máquina del tiempo trepidaba a ratos. Por el sustrato viajaban de continuo vibraciones brutales que hacían trastornar el menoscabado orden. Colinas, montículos y cerros flaqueaban buscando extenderse y no lo lograban. Las pocas aguas preferían sumirse antes que evaporarse y, en el fondo de ellas, muy insignificantes pececillos pugnaban por no ser disueltos por la acidez. Asaz temprano los colores se habían sumergido en una transparencia infecunda y la palidez no fallaba en su apropiación de las texturas. En el meridiano podía deducirse soluciones de nitrato de plata que reverberaban con el sol en su cenit. Los choques de las ondas de lodo causaban resbalamientos, semejantes a recorridos fluviales. Existían desagües, tenidos por espejismos a causa de su vaivén a deshora. Junto a ellos había permanente guerra entre diversas especies de hormigas: las tributarias, las bastardillas, las rojas arregladas y las blancas audaces. Sus cadáveres no se descomponían.

 

5

A las peñas se les fracturaban los apófisis, producto de la abundancia de cuarzos plagados de bruscos enfriamientos. Debajo de las masas eruptivas se removían gases alrededor de una sima en aceleración discontinua. Las sendas próximas instauraban longitudes para las plantas carentes de ejes. Tallos de lignito se esponjaban, mientras musgos de la destilación se hendían en sus propios granos de arcilla. A las calamitáceas no pudieron devorarlas por completo los equinos que merodeaban en manadas y que se extinguieron después de recibir descargas eléctricas de las nubes vibrátiles. Se comprende que en los intermedios debieron ocurrir eventos fundacionales para los edentados. Un solo casco dentro de un vaso apenas se percibe debajo de las pizarras. Todavía algunas llamas se colorean con el flujo de los azules-violetas. Un rayo que constantemente atraviesa el paisaje refracta los bastones abandonados por hordas que huían de los volcanes en explosión.

 

6

Huelen bien las pisadas de peces encima de las turbas, de modo tenue, aisladas. Ahora entre los anfibios y los reptiles se establecen competencias centradas en la catalepsia. Los rasgos de las poderosas armaduras de antaño se perdieron para siempre. No todo se dice, por supuesto: hay que preservar a los fósiles vivientes y permitirles que circulen en la anonimia. Uno, de repente, llega a los acordados y la sangre le hierve en línea descendente. (Según el cuaderno de bitácora de la máquina del tiempo, gigantescas aves sobrevolaban amenazantes y lanzaban estridentes chillidos). Los detalles más finos de las areniscas se incrustaban dentro de los aparatos ópticos y dificultaban una visión ideal del complejo. Era impresionante la manera como los parásitos acababan con los residuos óseos, en especial las vértebras de cetáceos vomitados por las olas de alta mar. En cambio, los “huéspedes” despreciaban a las valvas y las arrollaban para extraviarlas en sus períodos.

 

7

Hubo un intento de erección de un templo a la luna, pero las piedras pómez utilizadas se desmoronaron a gran velocidad. Los masticadores de reliquias terminaron la tarea de aniquilamiento entre eructos y arcadas. La disciplina del ambiente tendió a petrificarse, destruyendo, de paso, a los trilobites que fungían de imágenes votivas. Nuevos brillos eran exultados por los hielos que se deslizaban desde la costa. Algunos vegetales se ornaban para sedimentar una tradición y otras especies contemporáneas trataban de imitarlas, sin llegar a conseguirlo de modo cabal. Los aromas, algo rancios, de organismos sin edad precisa, primero se elevaban y luego se expandían con suma libertad por encima de la cuenca y los pajonales. Existían grafismos rústicos elaborados por radiolarios expertos en el tallado sobre superficies líticas. Por carencia de registros precisos jamás se sabrá el significado de los trazados pétreos. (Llovizna y los tentáculos del subsuelo se agitan y no hallan sus cuadrantes).

 

8

Se retorcían las apariencias de los vendavales más allá del nacimiento de los fotones execrados. Veíanse reemplazos en los guiños de las conclusiones que razonaban acerca del fontanar. ¡Qué de engordes tras los hastíos merodeadores por cuenta propia! Los ojos de las pulsaciones aplaudían, de antemano, buscando definir las ausencias de los contactos aromáticos. Lo claroscuro atormentaba al relámpago hasta la célula más secular. A las migrañas de los plasmodios las objetivaban las porfías que consideraba el terreno. Un solo espíritu se fugaba entre balbuceos sin fórmula discrepante. Un faro derruido navegaba con el arte de los crepúsculos, entretanto las huecas celindas emanaban sustancias de luciérnagas a punto de perecer. Quizá en otros niveles se proponían brazos para las corrientes que se adormilaban, penetradas de lances ocres o estrechos. Las pesadillas no eran tan evidentes: eran pañuelos vapuleados por la animalidad de lo perspicuo.

 

9

El granate se arremolinaba en torno a su microcosmos, intuyendo emociones de palimpsestos. La quietud suprema se encerraba dentro de caderas ahorcadas por abejas insensibles. Contrastes cruzaban allende el ecuador, en los bordes sumisos de los carbones. Algún conjunto de espurios cristales tamborileaba sujeto a un busto de huecos. Fuera de las cáscaras inhalladas lo cíclico aceleraba un fuego que se asomaba con pereza. ¿Qué le habían hecho a la memoria para que sorprendiera con coartadas? Diamantes precoces y agónicos tenían la respuesta, pero no la soltaban por temor a los sortilegios. Sonidos de un vórtice de savia espasmódica añadían jaldres a las rajaduras de los ribazos. De la infrecuencia de los tiestos la sensibilidad se conjeturaba para desmadejarse después convertida en carne de astillas. Hacia el infinito se sumaban escollos a los obeliscos con paladares de mieses. Quinientas rocallas no eran suficientes para contener las pesuñas comestibles.

 

10

Hojas de aliento seco vigilaban a la máquina del tiempo y la constreñían con severidad. En círculos anejos se desnudaban signos de arañas en desfallecimiento. No existían tendencias hacia los delirios del blavo encima de la penumbra que apenas nacía. Un tal estanque avanzaba con líquidos atrapados en sus sentimientos de arbitrariedad. Ante la vastedad de improvisados tabiques mejor resultaba optar por texturas semejantes a párpados sumidos dentro de oquedades. El espacio inmediato se dejaba jinetear por pretextos de raíces y de cenizas. Porque se repetían, las moscas se entrampaban en los exiguos arcoíris. ¡Tamaña aventura requirente! La mirada se preguntaba por el ruido del envejecimiento y una vez más se vitrificaba. Debajo de gritos descaminados y funestos sobresalían pelotas de espumas: camafeos que no convencían. Al finalizar la extensa tarde, la máquina del tiempo emprendió un pausado vuelo, mientras se atisbaban agonías de costras.

Wilfredo Carrizales
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