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Los visitantes

lunes 11 de julio de 2022
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Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

Llegaban a cualquier hora de la noche, de repente, sin previo aviso. Nunca coincidían los mismos en los tiempos de las visitas y jamás se topaban dos grupos diferentes. Ignoro de dónde procedían y tampoco pude conocer cómo se las arreglaban para saber cuándo debían hacerse presentes. Ya olvidé la fecha exacta en que se introdujeron a mi casa por vez primera, pero fue tan fuerte la impresión que aún me parece verlos, oírlos, presentirlos. Y desaparecieron, después de una larga temporada, tal cual como habían advenido a mi hogar.

 

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Los visitantes, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

Hicieron antesala para mi sorpresa y turbación. Acababa yo de emerger de mi estudio y me los encuentro sentados sobre los sofás. Por cortesía, no les pregunté qué querían ni mucho menos por dónde habían ingresado al recinto. Me observaban fijamente sin hablar. Quise cumplimentarlos ofreciéndoles algo de beber. Se miraron entre sí y no emitieron sonido. En sus manos tenían unas esferas de cristal que emitían chispas y a las que no les quitaban el ojo. Mi recibimiento trató de ser natural y cálido, mas mi nerviosismo lo impidió y a ellos no les importó. La situación tenía todos los visos de una audiencia extraña, extraordinaria. Empero, ¿qué querían escuchar de mí? Sólo se estuvieron allí, casi sin moverse, ésa y otras veces posteriores. Tenía que acogerlos por fuerza, ya que, quisiéralo yo o no, sus visitas eran obligatorias para ellos y también se convirtieron en compulsivas para mí. Así que me conformé a sus procedimientos y les permití continuar con las visitaciones si ése era su gusto o su necesidad o su misión. Venían, permanecían alrededor de media hora postrados en la sala y, de modo súbito, se marchaban y yo no descubrí la manera en que lo hacían, pues cuando ello ocurría entraba yo en una especie de estado letárgico.

 

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Distinto grupo ingresaba a mi residencia por las ventanas o por el tragaluz. Aportaban sus singulares sombras, las cuales ocultaban el género al cual pertenecían: masculino, femenino o hermafrodita. Entre ellos mascullaban varios lenguajes, inextricables para mí y conmigo trataban de entenderse a través de señas. Si eran de este mundo no lo hacían notar. Las variaciones de mi pulso los ponían alerta y yo experimentaba estar en las alturas. Ellos humedecían, de continuo, sus cejas con un líquido que fluía de sus manos. Sus ojos se alternaban entre fuego y tinta. Yo trataba de adquirir alguna enseñanza, mas ¿cómo lograrlo ante su cerrazón? Sin embargo, atiné a calcular sus intervalos de reflexión. Con frecuencia, pronunciaban ummm como si convergieran en común deducción. Al otro lado de las puertas concurrían atenuaciones de su estadía y en el umbral había iluminaciones que les eran adeptas. El cauce de su curiosidad avanzaba sin ajetreos ni exageraciones. Yo me sentía desarrollado, fecundado por sus ondas de otorgamiento otoñizo. Mi postura solía ser escudriñarlos, de modo oblicuo, pero ellos me removían y me obligaban a estirarme. A las tantas —disipado ya el tiempo— emprendían su traslación y, lechosos, se evaporaban en un santiamén.

 

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El sonido de una trompa o zaranda encima del techo anunciaba la inminente llegada de los visitantes que portaban odres. ¿Qué contenían esas pieles hinchadas? Nunca lo supe, a pesar de rezumar olores muy parecidos a zumos de uvas fermentados. Yo vislumbraba en esos visitantes unos retoques de tenebrosidad que me alteraban en cierto modo. Empero mis recelos no alcanzaban cotas de temer. Ellos me rodeaban por instantes, naturalmente, y hacían una especie de ceremonia de purificación, a la cual me sometía a regañadientes. Pujaba por seguirlos en escorzo, mas pronto debía reconocer mi frustración. Por contraste, les insinuaba juegos con piedras preciosas y ellos se las metían dentro de la boca y se las tragaban, así de fácil y sin consecuencias adversas. A veces, se paraban de punta y vuelta y me sorprendían con nudosidades y mayidos. Me leían el pensamiento y me empujaban hacia una trashumancia de momentos instantáneos, de la cual regresaba con el pelo enroscado y las pupilas alegres. Esto parecía divertirles, pero yo me ponía serio. El cansancio me obligaba a ovillarme y entonces ellos lanzaban sobre mi cuerpo unas descargas de ozono que me hacían resucitar y continuar trajinando. Ellos trepaban a un avión de papel y se esfumaban.

 

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Ciertas medias noches oía el retumbar de pesados pasos. De inmediato, el portón de hierro de calle era empujado de un violento topetazo dado como con una gruesa manguera. A continuación, un estridente berrido que sólo escuchaba yo y una algarabía, ruidos de matracas y cornetas y una lluvia de papelillos y serpentinas. Eran los integrantes del pequeño circo desaparecido hacía más de cincuenta años que venían trepados sobre un descomunal elefante, del cual descendían entre chanzas y múltiples bromas. Invadían la sala, los cuartos y el traspatio y se dedicaban a hacer piruetas y contorsiones, a saltar la cuerda, lanzar cuchillos, acrobacias y actos de magia. Los más divertidos siempre resultaban ser los payasos enanos. Mi casa era convertida en un pandemónium donde desaparecía la seriedad y adonde acudían también hechiceros de un anfiteatro portátil, augustos miembros del espectáculo circense. Hasta ladridos de perros que no se mostraban contribuían con el gran relajo para que la situación aparentara no tener fin. Mas al cantar los gallos, la troupe de variedades abandonaba a toda prisa los espacios conquistados y salían en estampida a volver a subir sobre el elefante y perderse entre la tenue neblina. En casa, después de su partida, no quedaba ni rastro de agitación ni de desechos y yo podía dormir circundado por un halo de inefable contentura.

 

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Los visitantes, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

El grato aroma del chocolate recién hecho inundaba primero el jardín y luego el total ámbito hogareño. Ellas se anunciaban con amplias sonrisas y patentizaban su trascendencia. Su humildad no había variado un ápice y disimulaban muy bien la cantidad de incontables décadas que cruzaban sus rostros. Desplegaban sus azafates encima de la mesa del comedor y en seguida surgía el más extraordinario panorama de dulces y bebidas. Me incitaban a meter los dedos dentro de las natillas con miel para verme relampaguear las mejillas y los labios. Y, en sucesión, me ponían a degustar el carato y la chicha y las mermeladas y las compotas y el arroz con leche y el dulce de plátanos y el majarete y la torta de auyama. No cabía yo de gozo, pero el convite de dulzores continuaba y proseguía para mi regocijo y el de ellas. Y me permitían un breve receso y ellas se ponían a rememorar viejas calles adonde ofrecían su dulcería criolla y nombraban a mis abuelas, máximas comedoras de sus dulces y a los nietos que no se les despegaban para meterles diente hasta las migas… Y se reanudaba para mí el desfile y aprovechamiento a cabalidad de los besos de coco, las rosquillas y las polvorosas, amén de los aleados y las tajadas de toronjas abrillantadas y los higos en almíbar… Las francas risas de ellas mirándome comer sus delicias era el mayor testimonio de exultación y yo me volvía un ramillete dulcísono y ellas se adueñaban de la oscuridad y se marchaban sin yo notarlo.

 

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Los de la pandilla de La Planta afluían diciendo que penetraban a mi casa porque en pasando por la puerta la encontraban abierta y entonces, ¿por qué no ingresar y pasar un rato entre buena conversa sobre aquellos tiempos idos? Y eran Tuto y su fiel adversario El Atarantao y Pito, el hermano menor de éste, y Chabasquén, con su rostro de lechón en fiesta, y Ovalle, el furtivo ladrón de frutales y legumbres, y Juan Penate, con sus bolsillos llenos de morocotas falsas, y Mojón Duro y su hermana La Chacha, que puteaba ya desde la pubertad, y Dionisio, el hijo de la Cuca de Hierro, quien hizo el servicio militar en la capital y al que le enviaban cartas donde le contaban las hazañas sexuales de su madre, y Clevercario, siempre mentiroso y engreído, y Pepa de Guásimo, el mejor tirador de golpes y noqueador, y el flaco Marujo, ciclista de las cabriolas en cierne y zaheridor de viejos… y transcurrían las horas netas adosadas a botellas de aguardiente y cuando éstas eran secadas por la sed proverbial de todos ellos, se golpeaban los muslos y emprendían una veloz huida hacia el mentidero donde competirían en chifladuras, invenciones y chismorreos.

 

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Trabajosamente se asomaban unos fulanos que, por ser comunes, se metían dentro de mis aposentos y se instalaban en surgidos palcos. Allí demostraban que eran los inadaptados por antonomasia (palabra que por supuesto ellos desconocían) y se entregaban a mezclar y consignar historias y a entregármelas sin perder una sílaba. Así mismo eran lisonjeros a carta cabal y su repertorio de alabanzas tenía cabeza, pero no cola y ellos hacían de la medianoche un mediodía sin sol y con el horizonte al revés. Me acometía la sorpresa cuando iban a orinar, porque en vez de decir, como era lo ordinario, “voy al meadero”, decían “vamos al mingitorio” y en esa operación no se desviaban. Creo que todos ellos se dedicaban a la mendicidad y en tales menesteres los ayudaba Santa Hermenegilda, la reformadora sin prejuicios. A la altura de la madrugada ilícita, preguntaban: “¿Qué hay para comer?” y al no recibir respuesta, optaban por extraer de sus bolsillos panes duros, con los cuales atacaban los ruidos feroces de las tripas. Trataban de imponerme el título de “patriarca”, mas yo me hacía el patoso y entonces desistían hasta la próxima visita. Con la derivación de un ambiente proceloso, se escabullían y ponían maletas por medio y el diablo les pintaba las uñas.

 

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Con el estridente retumbar del claxon se anunciaba un arcaico autobús amarillo. Dentro venían los músicos más viejos y longevos con sus respectivos instrumentos musicales y encima de la parrilla se dejaba ver un piano y al lado, sentado en un taburete, acudía Iván Anderson sacándole joropos a las teclas. Todos descendían y ocupaban los sitios libres del jardín y se negaban a ingresar en la casa. De inmediato, les traía yo botellas de ron y ellos más que alegres, le entraban a la bebida a grandes tragos. Iván ordenaba bajar su piano y se ponía a imitar a Óscar Peterson y a Michel Petrucciani. Y cada vez que terminaba una pieza me miraba para que yo le diera mi aprobación. Entonces dado que se insinuaba el conticinio, Cachazo y sus compañeros comenzaban a rasguear sus guitarras y a cantar olvidados tangos y el zurdo Peña hacía llorar a su bandoneón. Teófilo Herrera para no quedarse atrás ni rezagado pedía su espacio para imponerse con solos de guitarra. Y el ron iba fluyendo a su ritmo. Desde su rincón, Gregory y Aarón esgrimían sus saxofones y las llaves se componían para allegar añoradas baladas y blues. Mas Pancho Puerta aguardaba su turno y aferraba su saxo tenor con fuerza y maestría y lo incitaba a deleitarnos con “Hojas Muertas” y otras piezas parecidas. Y, de súbito, el claxon rugía y daba la señal de partida.

 

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Con su mugre a cuestas venía y llegaba Lolo, con su mariconería en su cuerpo descomunal, y se echaba en el recibo y de allí no pasaba. Me veía unos instantes, se ponía de pie y se acercaba a la puerta de calle y sacaba una mano a través de la reja y halaba un mecate que yacía en la acera. De la cuerda de maguey venían atados por la cintura unos cuantos personajes afines a Lolo. Acudían, en apariencia, forzados y mostraban sus rostros aguardentosos los locos Puerta y Anselmo Cara de Coño y Arsenio, el asesinado por el portugués del bar de un botellazo en la cabeza, y Cataplúm y Cachete sin su jauría y el Niño Capitán, con su flor permanente detrás de la oreja derecha y Mana y sus pies torcidos y su mueca que suplantaba la sonrisa y Pura Uva luciendo sus alpargatas remendadas en infinidad de ocasiones y otros tantos que escondieron sus apelativos y hasta hoy no se los halla por ninguna parte. Y con los aullidos de canes fantasmas todos se dispersaban a la hora garante de las fugas y las plantas del jardín lo agradecían porque ya no soportaban tanto hedor.

 

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Los visitantes, por Wilfredo Carrizales
Fotografía: Wilfredo Carrizales

En un momento indefinido de la noche eran apagadas todas las luces de mi vivienda y sobre la pared blanca del fondo se proyectaban las figuras más queridas por mí, debido a la cantidad de momentos gratos y divertidos que me hicieron pasar en la enorme sala de la casa de mi abuela materna. El primero en aflorar era Charlie Chaplin, con su sombrero hongo y su insustituible bastón y su hilaridad y también su tristeza que arrastraba por las calles y veredas de la ciudad. Detrás se abría paso Buster Keaton, con su inolvidable cara alargada de frustración, pródiga en dar al traste con un final feliz, pero que por ello me hacía desternillar de la risa. Luego los infaltables Oliver Hardy y Stan Laurel, El Gordo y El Flaco, de tantas situaciones disparatadas, pero deliciosas. Más tarde asomaban Los Tres Chiflados haciéndome explotar de carcajadas con sus extravagancias y rarezas sin medida. Y se hacían notar como por arte de encantamiento Los Hermanos Marx y sus dislates y desvaríos que alcanzaban lo esperpéntico, lo grotesco y lo absurdo, sin que dejasen de asombrar las dotes maravillosas de pianista de Chico y de arpista de Harpo. Tras “bastidores” merodeaban unas figuras que pretendían —y lo lograban— deslumbrar con su histrionismo y situaciones tiradas por los pelos: los maliciosos de las Comedy Capers y sus insensatas travesuras, donde no faltaban las vicisitudes de las cabriolas y el hazmerreír como diversión sin límites… Y la función terminaba con todos ellos alejándose, unos al lado de los otros, por una amplia vía y en donde resaltaba el andar insólito, inusual, invariable, de Charlotte.

Wilfredo Carrizales
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