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Evocaciones (oníricas) de una máscara

lunes 14 de noviembre de 2022
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Textos y construcción: Wilfredo Carrizales

Ella hablaba dormida y evocaba muy raros, pero creíbles sueños. Para evitar que se perdieran, colocaba yo bajo su boca una grabadora que recogiera las rememoraciones inconscientes más duraderas, aquellas que se prolongasen a través del tiempo. Helas aquí, transcriptas por mí.

 

1

Evocaciones (oníricas) de una máscara, por Wilfredo Carrizales
Construcción: Wilfredo Carrizales

Elio de Oro te salía con dones del sol y con tricornios picados de avispas. Decía que había escrito un libro titulado Ectópica, pero la gente común no le creía porque recelaba que en él abundaban amantes, quienes afirmaban descender de castas sagradas y a nadie le hacía esto ninguna gracia. Además la belleza abundaba por doquier, contradiciendo, a cada rato, la fealdad del mundo. En suma, que el libro de marras constituía un permanente escándalo debido al exceso de asuntos lascivos. Al fin, la muchedumbre se apoderó de todos los ejemplares del libro y los quemaron en medio de la plaza. Elio de Oro se salvó de la chamusquina porque olió el humo con anticipación y huyó a través de las montañas.

 

2

Cristóbal valía tanto como cualquier mártir de ocasión. Por su longeva edad debía apoyarse en un bastón de cedro y cubría sus hombros con una roída manta. Mientras caminaba, iba pintando figuras en el aire que permanecían un buen rato suspensas. Ese prodigio lo hizo famosísimo y los ancianos y las viudas le seguían con ruegos y con halagos, esperando lograr recompensas, mas Cristóbal se hacía el sordo y continuaba su marcha. Aunque él fuese un taumaturgo o un mago, su fortaleza y su ánimo debían algún día decaer y así sucedió. Entonces, sus enemigos gratuitos lo denunciaron por blasfemo y corruptor y los esbirros lo apresaron, lo molieron a palos y lo lanzaron al interior de una zanja. Allí adentro se vio forzado a vivir y a alimentarse de hierbas y lombrices de tierra. Se ignora cuándo murió (si es que en realidad feneció) y cuántos solsticios lo acompañaron aún.

 

3

García, el segundo, presumía de respetar el buen orden y el buen gobierno. Por el odio que su madre sentía por él, se tornó belicoso y buscapleitos. Se perdía en los lupanares por días y días y no había manera de sacarlo de esos antros. Un número mayor a ochocientas putas lo amaban y se lo peleaban entre sí. Él les explicaba su diversidad de gustos sexuales y ellas se calmaban de inmediato. No sucumbió en una batalla, sino en una refriega callejera contra unos salteadores. Las mancebas lo hicieron enterrar debajo de una enorme peña para que su fama póstuma se acrecentara.

 

4

Isaías era un pobre mendigo que apenas lograba a diario pedazos de duro pan. Llevaba y traía mensajes de junio a enero y las pocas probabilidades de que su suerte cambiara quedaban esparcidas sobre las calzadas, pisoteadas y llenas de mugre. Mas, en verdad, él no se sentía miserable, sino marginado por la fortuna. Por eso, cuando le hundieron un cuchillo en el vientre, en la oscuridad de un callejón, vio con claridad el lugar esplendoroso que le estaba reservado.

 

5

América dividía su crónica y se descubría de pies a cabeza y el púrpura de sus pezones se encendía hasta donde se cataba el color. Ella nunca fue ignota y su mundo siempre fue nuevo: un orbe con atribuciones salaces. América gobernaba dos casas que es como decir que controlaba dos maridos y sus historias, pero eso sí: marcaba sus territorios con sus propios ritos y liturgias. De ella quisieron escribir periodistas sin garra y fracasaron de modo estruendoso. Cuando sus maridos la hartaban, se buscaba la compañía del hombre más feo y con él se exhibía, con desparpajo, por las calles y avenidas de su ciudad maldiciente.

 

6

Diómedes, el medio cínico, tildado de filicida, vivía a sus horas y no anhelaba estar en pugna con nadie. Ni se esforzaba por aparentar valentía ni ocultaba su escasa cobardía. Mientras podía, le sacaba el cuerpo a los desafíos, pero llegado el momento de aceptarlos era asaz temible en las contiendas: en tales ocasiones, inexorablemente, salía con heridas en la mano derecha, mismas que él no podía explicárselas. Una beldad le lastimaba largamente el corazón y las vísceras todas y era incapaz de extirpársela de la mente. La veía y deseaba disolverse ante ella, entorpecido de lujuria y escuálida osadía. Diómedes fue muerto a traición por un rival y el día de su muerte unas aves pintadas de fuego lanzaron sobre el cadáver plumas incendiarias.

 

7

Gregorio, el de los ojos glaucos, pontificaba acerca de su gregarismo a ultranza. Como cenador primordial, disfrutaba a plenitud de viandas exóticas y platos difíciles de volver a repetir. Su legado de sibarita no pensaba legarlo a zafios. Cada septiembre sacrificaba tantas gallinas como años estuviera cumpliendo y las asaba y luego repartía las piezas entre los hambrientos. Él fue el primero en su provincia en probar la carne de ciervo, mas no le agradó mucho y no le prodigó ningún elogio. Tuvo trece sillas: seis poltronas, seis de caderas y una de manos para que lo transportaran los criados a través de los jardines. Una noche, su secretario lo sintió con fiebre y se afanó por asistirlo, mas la calentura se lo llevó al submundo, mientras imperaba en su mansión un murmullo insólito.

 

8

El doctor Culebra falleció de postrimerías del mes siete antiguo. Ninguno de sus coterráneos y compinches de otrora lo supieron de inmediato, sino una semana después. Culebra era usualmente tonto, pero astuto: contrasentido inextricable. Los perros no se le anteponían porque recibían su merecido y salían aullando perseguidos por las carcajadas del médico. El Diablo endiosado había hecho a Culebra avaro y codicioso, amén de volverlo propenso a manosear a las niñas.Él acostumbraba burlarse de los energúmenos y cada vez que podía los utilizaba para sus ruines propósitos. Siendo estudiante de medicina, se enroscaba en su habitación para mordisquear las tortas que le enviaba su abuela y así no compartirlas con sus condiscípulos. Sus paisanos le arrugaron el alma al enterarse de que había abandonado a su novia pobretona para comprometerse con la rica heredera del dueño de una famosa clínica. Culebra debe haber recibido la acometida de la muerte en la Metrópoli y debió taparse las orejas ante tanto eco y sus sortilegios no le servirían para nada, aunque ocultara la cabeza para eludir el golpe y continuar reptando.

 

9

Alejandro de los Gallos nació con la buena estrella del amanecer. Rápido se convirtió en un rozagante mancebo de quien velozmente se prendaban mozas y solteronas. Solía dormirse con las manos llenas de besos y caricias y la cabellera cubierta de flores y tréboles. En un descuido de sus padres, escapó para siempre del hogar y se dedicó a lanzar redes y romper cadenas. Se aposentó luego en un barrio de ricos en una ciudad portuaria y allí frecuentó a los poderosos mercaderes y a los dueños de garitos. Amasó una considerable fortuna y adquirió unos cuantos barcos para comerciar allende los mares. Embarcado en la nave más grande partió una soleada mañana hacia tierras del levante. En alta mar lo sorprendieron los piratas, quienes lo tuvieron cautivo largos años. Alguien desconocido pagó su rescate, empero ya había envejecido prematuramente y además padecía diversas dolencias de resultas de su estadía en las mazmorras. Renunció a continuar con vida y cuando el gallo de la fortaleza cantó la llegada del anochecer se sumió de forma definitiva dentro de las intransigentes sombras.

 

10

Evocaciones (oníricas) de una máscara, por Wilfredo Carrizales
Construcción: Wilfredo Carrizales

Ervigio fabricaba escobas muy apropiadas y duraderas para barrer todo tipo de suelos. Los clientes se las arrebataban de las manos y Ervigio se volvía un manojo de satisfacciones y soñaba con aparecer retratado en pinturas, arrastrando las basuras que le producían constantes dudas.

 

11

Jacobelo creía que el vino le participaría su acercamiento a la felicidad. Vaciaba varias garrafas desde el atardecer hasta la medianoche y la dicha no aparecía y sí la embriaguez y el enojo. Luego se acordó de Dionisos y lo invocó y el dios se le presentó borracho y acompañado de varias bacantes entonando ditirambos, inmersas en un delirio fastuoso, y la nocturnidad capturó a la luna ya ebria y la euforia fue con Jacobelo y su corazón estuvo propicio a partir de entonces.

 

12

Blanca Blasmo quiso tener amores con su hermano y él trató de huir, pero de una forma no muy resuelta y ella, a continuación, lo encontró desmayado y, a toda prisa, lo poseyó y él despertó, de súbito, y le vertió abundante semen y ella fluyó con su fuente y hubo quien al descubrirlos en pleno goce pretendió ahorcarlos y ellos le enrostraron el Arte de Amar más allá de las censuras y los tabús y el indiscreto debió declarar su hipocresía y salió corriendo desnudo en pos de su tía.

 

13

Céfalo padecía de incesantes cefaleas y para calmárselas se golpeaba la testa con un tubo y se golpeaba horas y horas hasta que lo sorprendía la aurora y su voluntad decaía. Su mujer ya le aborrecía y no deseaba guardarle más fidelidad y se entregaba, furtivamente, a un mercader de telas que desde hacía mucho tiempo atrás la codiciaba. A Céfalo se le había agrandado la cabeza a fuerza de golpes, mas su escasa inteligencia se iba achatando cada vez más. Con alevosía, su mujer lo incitaba a continuar con el “tratamiento” y Céfalo asentía como pez con capitoste y cundía sobre su cráneo un amasijo de tubazos. Su mujer, a escondidas, movía los brazos para que pronto él sucumbiera y le arrojaba sombras sobre la espalda. Empero Céfalo continuaba con sus “ejercicios” hasta que, al fin, fue trasladado a una forja de yunques.

 

14

Fernando, el mañanero, tuvo numerosísimas confrontaciones consigo mismo y de ninguna emergía vencedor. Además se sustentaba en su primogénito para que alejara a sus enemigos, ficticios o reales. Sin acabar de comer, se levantaba intempestivamente de la mesa y lanzaba los cubiertos hacia fuera, a través de las ventanas entornadas. Emplazaba a cualquiera a que se atreviese a meterlo en prisión y cuando esto verdaderamente estaba a punto de suceder, se arrodillaba y pedía disculpas y se contaba los dedos. Después juraba entre dientes que se vengaría a como diese lugar, pero sus blasfemias no pasaban de ser simples disparates de necio. Hasta que sucedióle lo que tenía que ocurrirle: su esposa y todos sus hijos lo abandonaron y él nunca pudo recobrarse de tan tremendo golpe y enloqueció y se le oía por las noches aullando como un coyote rasurado y enclenque.

 

15

Celestino, el del aprisco, creía en un orden celestial y aunque superó en buen carácter a su abuelo de fácil iracundia, una que otra vez las malas pulgas lo subvertían. Celebraba reuniones clandestinas en los cementerios para confesar a los difuntos irredentos y señalaba sus tumbas con unas incisiones que continuaban hiriéndolos. En la gran multitud de árboles del entorno, capturaba oropéndolas y cornejas y se las echaba a los gatos que gozaban de privilegios. Dentro de su ámbito de correrías abundaban lugares subterráneos, en cuyo interior se escuchaban lamentos que causaban congoja, pero a Celestino le provocaban piquiñas por todo el cuerpo. En una oportunidad, un emboscado le lanzó un dardo para asustarlo, con tan mala fortuna que se le incrustó profundo en la garganta y le dañó las cuerdas vocales, dejándole mudo a perpetuidad.

 

16

El gordo que medía voceríos, resultó ser frígido, aunque hospedaba en su interior una cortesía de alta factura. A él le gustaba sobremanera que le pidiesen mercedes y las otorgaba como quien regalaba objetos de oro. Al gordo le agradaba rascarse la espalda refregándosela contra las paredes y una contentura inaudita lo colmaba con brío. Se lavaba el gordo en un río cercano que le obedecía y cuyas arenas chirriaban a su paso. Él poseía una ancha figura con emblemas y era sujeto de gracias descomunales. Las gruesas manos del obeso le servían para mensurar razones y justicias, mas su condición de parlero lo maldisponía con todo el mundo.

 

17

Hilaba bajo una higuera Hilaria y cual una diosa irradiaba apacibilidad. Sus pareceres en los hilados eran diversos y precisos y los vecinos admiraban el rigor con el que ella laboraba. Hilaria no acusaba cansancio gratuito y era un encanto observar las fibras textiles convertidas en hilados. Ella cavilaba con la fuerza de la alegría y su fe creaba sentimientos que perduraban atemperados.

 

18

Laurencia era la hembra de los faustos y de los mandatos de la carne. Si se topaba con jóvenes impúberes, los pastoreaba hasta su redil y allí les entregaba sus ubres para que se saciaran. Laurencia no era ninguna loba ni mucho menos una zorra: era una divina fábula hecha beldad y plenitud, a quien el silencio componía cánticos de mansedumbre y también de lozanía.

 

19

Aconteció que uno inventó los alaridos y desde entonces, con libertad y franqueza, los hubo habiendo flujos de ricos matices y por veinte y más centurias vibraban por ciudades y campos y no se sabía de dónde surgían, si de las yescas o de las posesiones bullangueras o aun de las adiciones de mercados, chiquitos o poderosos. Muchos trataron de ponerles cerco a los alaridos y todo les resultaba al revés y debían entonces socorrerse con luces y berridos de cabras alquiladas. Al cabo, vencieron los alaridos por su número infinito y por su despliegue constante, incluso en medio de lluvias, tormentas o marasmos de lodos.

 

20

Evocaciones (oníricas) de una máscara, por Wilfredo Carrizales
Construcción: Wilfredo Carrizales

Cintila congregaba a su redor emergentes estrellas y siseando escogía las más rutilantes para insertárselas dentro del pelo. Había en Cintila una conformidad en los cuartos crecientes de la luna y en sus marchas decretadas. Ella conciliaba con ambos en una suite de interdependencia. En su gineceo, Cintila destellaba con los ases de las luces y su cara se señalaba por un punto glorioso en el espacio. Ella evitaba tocar ninguna meta porque sus victorias eran sólo palpables a través del oído. Cintila se mezclaba con los polvos de los parpadeos y se arrojaba dentro de nubes de azafrán y su nariz brotaba con aquella refulgencia llamada nocturnidad.

Wilfredo Carrizales
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