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Claves de El principito

jueves 23 de mayo de 2019
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Claves de “El principito”, por Efi Cubero

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.

¿Qué magia especial contiene una publicación de menos de cien páginas que ha logrado cautivar a niños y también a los adultos en sucesivas generaciones? Este pequeño libro tan redondo, necesario, diminuto y perfecto como el asteroide B612, patria del principito y sueño del autor, consigue, siempre que lo releemos, hacernos pensar, sentir, soñar y emocionarnos.

Lectura que te abraza desde el prodigio de lo que nace puro, precisamente porque ha sido muy vivido y pensado, o desde esas estrellas sin regreso posible.

Debo confesar una deuda literaria y personal con este libro. Lo leí como un cuento luminoso cuando aún no había adquirido la conciencia de los valores y pensamientos de una profundidad casi metafísica que en realidad posee. Es, a mi juicio, una lectura esencial como especial. Una guía completa, un vector que orienta hacia lo más perdurable y valioso de cada ser humano, poniendo también de relieve faltas y carencias de nuestra humana condición. Defectos y virtudes se ven aquí representados como un juego, un juego en apariencia imaginativo e inocente pero, a la vez, desde su imaginaria superposición, existe un hondo proceso de reflexión moral y crítica de primera magnitud. El creador francés sabe talar lo irrelevante, desechar la hojarasca —en este caso serían los baobabs del diminuto planeta o asteroide, metáfora que sirve para indicar los elementos superfluos que invaden el territorio del ser humano o de los espacios de la creación, colonizándolos o asfixiándolos sin dejar espacio libre a lo que más importa. Lo deja entrever en esta peculiar cosmovisión de lo imaginado que, como la esfera borgiana, parece contenerlo todo. Al menos todo lo que necesita el protagonista de la fábula.

En el planeta del principito —cuenta el aviador— había hierbas buenas y hierbas malas. Como resultado de buenas semillas de buenas hierbas y de malas semillas de malas hierbas. Pero las semillas son invisibles. Duermen en el secreto de la tierra hasta que a una de ellas se le ocurre despertarse. (…) Si se trata de una planta mala, debe arrancarse la planta inmediatamente, en cuanto se ha podido reconocerla. Había, pues, semillas terribles en el planeta del principito. Eran las semillas de los baobabs.

La tarea del personaje del cuento es vigilarlos e impedir que no lo asfixien, ni a él ni a su entorno. También se trata de deshollinar los volcanes, acaso de la mente, o quizá del interior, afinando la limpieza y desnudez de los conceptos esenciales, de ahí su vigilancia. O como él diría: “su disciplina”.

Leerlo es cruzar ese puente hacia la orilla fasta de un desierto de luz, cuando la vida arde consumiendo todo lo que nos sobra, lo que lastima y pesa más de lo conveniente.

Lectura que te abraza desde el prodigio de lo que nace puro, precisamente porque ha sido muy vivido y pensado, o desde esas estrellas sin regreso posible. Lección ética, a la que envuelve una bellísima estética, como un aroma abierto de mañana desnuda.

Es por eso que estas sensaciones de pureza establecen un diálogo; una complicidad con el lector receptivo frente a cada ser y su personal universo. Comunicación inmediata con el sensitivo interior de cada cual, ya sea niño o adulto, erudito o simple degustador de buena prosa, que en este caso contiene tantísima poesía. Por esta profundidad, realidad plenaria de prodigioso ajuste y amplio contexto de primigenia naturalidad, con altas dosis de la mejor poesía, me atrapó para siempre este autor difícil y a la vez comprensible y amé estas páginas y también a su artífice, al que comprendo más y más cada vez que me enfrento a los matices sutiles de un lenguaje que desprende verdad, a la dureza de la existencia sin enmascaramientos de muchas de sus páginas. Lo persigue un ansia de libertad interior, un deseo de ser. Alguien que sabe realmente mirar más allá de los convencionalismos, que ama a Nietzsche y desdeña a Pirandello, que mira al fondo mismo desde las alturas, que no le importa estrellar su corazón sobre los médanos de un fulgor que se intuye más y más y mucho más adentro, que puede sobrevivir con unas pocas uvas y naranjas en pleno desierto del Sahara, y que sin dudarlo un instante alimenta con ellas a su compañero herido para que no sucumba, desdeñando la sed. Tan generoso como un árbol donde todos podrían o desearían cobijarse. El aviador adulto que asciende y que desciende hacia las dunas de su propio desierto, con melancolía inevitable. El hombre que se encuentra desdoblado entre la realidad y la irrealidad de existir, entre el conocimiento y la intuitiva frescura de la imaginación del niño que lo habita. Lo primigenio perdido, tan lejos en el tiempo, y a su alcance, tan antiguo y tan hondo como la creación toda. Por eso este autor es a la vez cercano y tan lejano, muy querido por mí y por tantos que han sabido leerlo con el recogimiento que merece. Tan sencillo y preciso en descripciones vívidas, en secuencias experimentales y, paradójicamente, tan enigmático e inaccesible a veces, volando siempre a gran altura. Y también desplomándose como un héroe que zozobra en su mundo cotidiano preso de sus contradicciones.

 

Luz primordial captada frente al cielo que brinda con nosotros sobre esta floración de las estrellas en la noche del mundo. Porque sabemos con él que pese a todo y a todos: “Y, sin embargo, algo resplandece en el silencio…”.

Es cierto que, como en un sueño, todo comenzó entonces para Saint-Exupéry.

Cuando la mirada aún no se replegaba en interiores herida por la duda. Cuando el horizonte era un telón abierto hacia el misterio de otros mundos posibles y las palabras eran signos alegres aún por descifrar, como si fueran luces de orientación para viajeros que soñaban lejanías y los conceptos podían ser alas tendidas desplegadas al sol de los desiertos y el cielo un océano donde nadaban pájaros de metal de nombres tan cercanos como un siseo de historia o una huella de sal en cada página aún por escribir. Allí, donde los navegantes de los cielos guardaron sus cuadernos de bitácora y el autor de las nubes podía volar tan alto y ser tan esquivo y libre como un pájaro en soledad.

Porque la historia del autor de El principito se mezcla con la tierra y con los cielos. Barro del hombre tan pegado a la realidad, viviéndola intensamente en tiempos convulsos y oscuros, de guerras y entreguerras, participando en acciones heroicas, casi suicidas, y a punto de morir, dado por muerto, al menos tres o cuatro veces.

En las andanzas o el peregrinar del pequeño príncipe existe una dorada soledad que todo lo silencia.

Creador de un interior vuelo nocturno inolvidable pero armado siempre de una diurna luz. Vertiginosamente amado, difamado, envidiado y admirado. Respetado siempre. Moderno Ícaro, elevándose hacia el sol y cayendo desde las alturas, ya sea en el mar, en el que casi se ahoga, al precipitarse con su avión, como primera advertencia de lo que al final sucedería —“Las aguas no te aman, Tonio”, le decía su mujer—; o derretido en la arena del desierto y salvado, casi milagrosamente, bajo el delirio de ese desdoblamiento reencarnado en un niño —puede que él mismo— que le indicó los pasos de la ruta a seguir hasta que un beduino, esta vez de carne y hueso, lo encontró y de paso también a su compañero herido. Ambos pudieron contarlo, pero para Saint-Exupéry nada volvería ya a ser lo mismo; en aquella visión alucinada del niño que quería que le dibujase un cordero, se encontraba ya el germen universal de unas palabras y unos dibujos que fascinarían a las sucesivas generaciones.

De todas formas nos seduce siempre con lo concreto.

En el diálogo del pequeño príncipe con el rey, página 41, por ejemplo, cuando la soledad del monarca pretende hacerlo ministro de justicia.

Te juzgarás a ti mismo —le respondió el rey—. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que a los demás. Si logras juzgarte bien a ti mismo eres un verdadero sabio.

Respuesta del principito:

Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte. No tengo necesidad de vivir aquí.

En las andanzas o el peregrinar del pequeño príncipe existe una dorada soledad que todo lo silencia y donde se percibe con mayor claridad ese rumor de agua de la meditación en vastas extensiones de arenas infinitas que, como el personaje diría, “siempre ocultan un pozo en cualquier parte”. Todos estamos solos. Cada uno está solo en su dolor aunque lo acompañemos y su dolor también sea parte nuestra. Aunque nos acompañe.

Para que la inquietud no se dispare, bien atado con sogas el ariete. Mejor la displicencia en la templada soledad del aire, la inteligible voz clara y precisa, y hermética en el fondo, en paz y guerra sólo consigo mismo y ocultar las heridas que la sal de vivir, alguna que otra vez lo soliviantan.

Tuvo, según nos cuenta en Tierra de hombres o en Correo del sur, experiencias extrañas, imposibles de clarificar, él tan preciso y veraz, tan pegado a la más escueta de las realidades y a la vez dotado de una imaginación sorprendente; constante e inconstante, niño y hombre, afilado como acerada finta de navajas, de imaginación viva, con esa conciencia íntima de un pequeño príncipe preservado de impurezas, con rizos rubios al viento de las dunas movibles y bufanda dorada, que por toda fortuna posee un asteroide diminuto con tres volcanes, una rosa única entre todas las demás rosas que “siempre es la primera en hablar”, y la melancolía de contemplar desde la misma silla las distintas puestas de sol. Y todas las estrellas, tan libres como él, que además son como “cascabeles” y “saben reír”, que valora la amistad de un zorro que le enseña la importancia del rito en las relaciones afectivas y la autenticidad de la mirada de un niño “porque los niños saben lo que buscan”.

Y “no mide el peligro; jamás tiene hambre ni sed” porque “un poco de sol le basta”.

Luz primordial captada frente al cielo que brinda con nosotros sobre esta floración de las estrellas en la noche del mundo. Porque sentimos con él que pese a todo y a todos: “Y, sin embargo, algo resplandece en el silencio…”.

 

Hoy por hoy sabemos bastante de la breve, pero intensa vida, del escritor, aviador y aristócrata francés Antoine Marie Jean-Baptiste Roger, conde de Saint-Exupéry, nacido en Lyon un 29 de junio en 1900, y abatido un 31 de julio de 1944 en la isla de Riou, al parecer por un aviador novato que efectuaba su primer vuelo pilotando un caza alemán. Muchos años después de su desaparición, en 1998, como en una narración o una fábula, una pulsera de plata junto a un jirón de su ropa fue literalmente pescada en el Mediterráneo. En ella permanecían grabados los nombres de Saint-Exupéry, de su esposa Consuelo, y de sus editores, Reynal y Hitchcock. Dos años después se encontraron por fin los restos de su avión.

Años más tarde, su viuda, la salvadoreña Consuelo Suncín —a ella le gustaba que la llamaran Consuelo de Saint-Exupéry—, escribía recordándolo:

No hay forma de reproducir su risa, su voz, la magia especial con la que relataba sus historias del desierto.

Cuando se vieron por primera vez, aquel osado y desenvuelto piloto de nariz respingona, altura considerable, tan loco-cuerdo y seductor impenitente, la llevó por los aires alocados de un avión que, en sus manos expertas, subía y bajaba haciendo mil piruetas por los cielos argentinos, luciéndose así, como un gallo encrestado, para que la joven, viudita reciente del escritor Gómez Carrillo, aprobara y consintiera tan original y descabellada declaración de amor cuando sólo hacía unas horas que se habían conocido.

Espié sus manos —dice Consuelo—, bellas manos inteligentes, nerviosas, finas y fuertes a la vez. Manos como las de Rafael. Revelaban su carácter.

Y:

¡Qué encanto en sus imágenes!, qué feroz mezcla de realidad e inverosimilitud!

(Memorias de la Rosa, Librairie Plon, 2000. Ediciones B, Barcelona, 2000. Traducción de Francisco Rodríguez de Lecea).

 

Si pensamos en alguien muy parecido al personaje imaginario del principito, siempre acude a nosotros la imagen infantil del escritor en una fotografía de sus primeros años.

Los primeros años del futuro escritor, al que llamaban Tonnio, se sabe que fueron muy alegres, aunque perdiera a su padre tempranamente, a la edad de cuatro años. Su madre, Marie de Fonscolombe, era una dama culta, sensible y comprensiva que adoraba a su familia, leía para ellos cuentos de Andersen, escenificándolos a veces. Antoine y ella siempre se mantuvieron muy cómplices y unidos. El conde Jean de Saint-Exupéry, padre de Tonnio, murió joven. Dejó muy prontamente, en 1904, cinco huérfanos, tres niñas y dos niños, de los cuales Antoine era el tercero. En la desolación del golpe inesperado, una tía suya acogió a la familia en un escenario casi de fantasía, el castillo de Saint-Maurice-de-Rémens, en Ain, donde pasaría cinco felices años que alternaría con el château, en Provenza, de su abuelo materno. A esos lugares idílicos volvería muchas veces a lo largo de su vida.

En su infancia y juventud, Saint-Exupéry pasó por diversos colegios; en Le Mans por ejemplo, en aquel edificio jesuítico de Notre-Dame de Sainte-Croix, no fue un alumno demasiado brillante, era soñador, distraído y echaba profundamente de menos el escenario de sus juegos y de su libertad: la fortaleza idealizada de Saint Maurice donde aprendían música, cultivaban el dibujo, la literatura, el teatro, además de disfrutar de los hermosos paisajes y de correr dichoso entre aquellos muros que siempre lo abrazaban en las deseadas vacaciones.

Antoine de Saint-Exupéry

Si pensamos en alguien muy parecido al personaje imaginario del principito, siempre acude a nosotros la imagen infantil del escritor en una fotografía de sus primeros años. Rubio, de ojos vivos y curiosos, una naricilla de duende simpático, una carita espabilada e inteligente, preciosa e inolvidable. Con ese personal encanto suyo y la generosidad innata en él, que su viuda, hermanas y amigos (entre ellos André Gide, el cual prologaría su libro Vuelo nocturno) no dejan de resaltar. Saint-Exupéry conquistó voluntades y suscitó envidias. Hubo episodios en su vida que le resultaron especialmente dolorosos, patrañas que lo hirieron en lo más hondo, difamaciones difíciles de soportar que lograron que por un tiempo se inclinase demasiado a la bebida. En uno de los pasajes de El principito, el capítulo XII dedicado al planeta del Bebedor, podemos rastrear esa etapa especialmente dolorosa, capítulo que transcribimos íntegramente, por su expresiva y dramática brevedad:

El planeta siguiente estaba habitado por un bebedor. Esta visita fue muy breve, pero sumió al principito en una gran melancolía.

—¿Qué haces aquí? —preguntó al bebedor, a quien encontró instalado en silencio, ante una colección de botellas vacías y una colección de botellas llenas.

—Bebo —respondió el bebedor con aire lúgubre.

—¿Por qué bebes? —le preguntó el principito.

—Para olvidar —respondió el bebedor.

—¿Para olvidar qué? —inquirió el principito, que ya le compadecía.

—Para olvidar que tengo vergüenza —confesó el bebedor bajando la cabeza.

—¿Vergüenza de qué? —indagó el principito, que deseaba socorrerle.

—¡Vergüenza de beber! —terminó el bebedor, que se encerró definitivamente en el silencio.

El principito se alejó perplejo.

Las personas grandes son decididamente muy, pero que muy extrañas, se decía a sí mismo durante el viaje.

A Antoine de Saint-Exupéry se le reconocen dos grandes pasiones: la de volar y la de la literatura. Posee otras muchas, desde luego, el dibujo y las mujeres, ese prado de rosas que contempla el principito mientras reflexiona sobre ellas y sobre esa flor especial que habita en su personalísimo planeta, protegida de las corrientes de aire por un biombo. Se trata, sin dudarlo, de su mujer, Consuelo. Reconocido por ella misma y por todos los que la trataron. Consuelo, que fue en gran medida la inspiradora, y también la tenaz instigadora de muchas de las páginas mejores del escritor, padecía de asma y temía, como la rosa del principito, a las corrientes de aire. Todos los rasgos de esa relación especial, tan sosegada a veces como turbulenta otras, ambos apasionados y en ocasiones infieles, son sugeridos a lo largo de este libro y de otros, embelleciendo, aún más si cabe, la magistral narración.

El niño aún no sospecha que todo es ilusorio, que todo es presente y pasado a la vez, que todo saltará por los aires aquel 28 de julio de 1914.

¿Cuándo se despertó su ilusión de volar? Cuentan sus allegados que en el verano de 1912, en las vacaciones, en su amado castillo de Saint-Maurice de amplios salones y muebles señoriales, cuya escalinata “llegaba hasta el cielo”, según nuestro escritor, el despierto muchacho se acercó hasta el cercano aeródromo de Ambérieu, logrando entablar conversación con uno de los más importantes pilotos del momento, Jules Védrines (1881-1919). Al experimentado aviador debió caerle en gracia aquel chico curioso y decidido, puesto que lo invitó a volar con él. Para Antoine este bautismo del aire sería decisivo en su vida. Tuvo muy claro pronto lo que deseaba ser y, nada más regresar de la aventura, fabricó un par de alas con una sábana que adaptó a su bicicleta “volando” por los pasillos, haciendo sonreír y alarmando a la vez a todo el que se cruzaba en su personalísima idea de la aventura del vuelo.

El mundo era entonces un globo de colores, brillante y apacible en apariencia, pero tensado al máximo y a punto de estallar entre dos terribles y cruelísimas guerras, como los personajes de este cuento real tendrían la ocasión, por desgracia, de comprobar muy pronto.

Verano, a principios de julio, la línea de la sombra y la indolencia, entre dos alas la mañana y la luz se difuminan. Frente al agua, la vida, ante los ojos brilla el paraíso. Pero el mundo está ahí, desenfrenado, con el ansia de sangre y la crueldad. Arrugas en la frente, tersa, del día que comienza. El niño aún no sospecha que todo es ilusorio, que todo es presente y pasado a la vez, que todo saltará por los aires aquel 28 de julio de 1914, cuando la vieja Europa, tomando como excusa el asesinato de todos conocido perpetrado en Sarajevo, se envolvió en un conflicto de proporciones tan sangrientas donde a más de nueve millones de combatientes y siete millones de civiles les arrebataron la vida.

 

Todo ha cambiado, escenarios felices, risas, paisajes. La madre de Saint-Exupéry trabaja de enfermera abnegada curando a los heridos en el cercano hospital de Ambérieu. Los dos hermanos, Antoine y François, ingresan en un colegio especialmente duro y sombrío “nido de brujas”, lo llama el futuro escritor, en el que sólo aguantarán tres meses. De ahí pasan a un colegio marianista en Friburgo, en la neutral Suiza, lugar ideal rodeado de bosques y jardines que los devuelven de nuevo al perdido paraíso. Con buen criterio, su madre los aparta de los escenarios de la guerra y allí Antoine descubrirá la poesía, lee muchísimo, disfruta con su hermano al que adora… Un oasis en medio del dolor de una Europa convulsionada. Pero de pronto todo en su entorno feliz se tambalea; su hermano, que en una de las excursiones es víctima de un severo enfriamiento, se desmaya en los brazos de Tonio y muere con catorce años sin que nadie pueda hacer nada para salvarlo. Es el primer dolor insoportable del que tiene verdadera conciencia; después vendrán las muertes de algunos pilotos amigos que andan por las páginas de sus libros, y todos sabemos lo que él valoraba la amistad. No obstante, aunque jamás se olvidará de esa muerte prematura de su hermano, se refugia en el estudio y en 1917 aprueba el bachillerato superior. De nuevo un cambio, Escuela Bousset, Liceo Saint-Louis de París, desea preparar oposiciones de ingreso en la Escuela Naval hasta que un suceso banal se lo impide. Se matricula en Arquitectura, pero nada le satisface, hasta que a sus veintiún años la mili le proporciona lo que más anhela: enrolarse en la aviación. Finalmente, tras algunos intentos, con perseverancia y sacrificio, consigue el diploma de piloto civil. También logra el título militar de subteniente. Tiene dos accidentes pilotando, debido a su inexperiencia. Uno de ellos se salda con fractura de cráneo. Peripecias incontables, que son fáciles de rastrear consultando su bibliografía, y amores que van y vienen, jalonan una primera parte de su existencia. Después llegó la hora de la literatura. Lo vivo mínimo. Pasaban los fantasmas del pasado: vivos, ajenos, próximos e indiferentes.

Él deja siempre constancia escrita de lo inútil de los “accesorios” en literatura.

Porque en realidad, cuando la creación y el volar en serio se consolidan, será a partir de los veintiséis años cuando conoce a Jean Prévost. Prévost, que por esas fatalidades del destino moriría un día después que Saint-Exupéry, creyó en su fuerza como escritor nada más escucharlo en casa de unos amigos, redactor jefe de La Navire d’Argent, le publicó enseguida El aviador. También el mismo año de 1926 forma parte de una importante compañía de aviación, Latécoére, tiempos heroicos aquellos en los que volar representaba una difícil aventura con un riesgo considerable. Pero para saberlo yo recomiendo cualquiera de sus libros, que desprenden inmediatez y verdad, la fuerza sobrehumana de quien sabe, porque lo sufre y lo vive intensamente. Vuelo nocturno, por ejemplo, que entusiasmó a André Gide prologándolo, obra que ganó el prestigioso premio Fémina y que arrastró a su autor a una vorágine de popularidad de tal magnitud que tambaleó cimientos matrimoniales, y algunas cosas más, pero que a cambio hizo girar la vida del escritor hasta límites insospechados. Rodeado de lo mejorcito en el París dorado de aquel tiempo de genios, Antoine conversaba en su casa con Picasso y Duchamp, y con multitud de artistas y escritores de primera fila que no dudaban en ratificar su altura literaria “hecha de experiencia y realidad” incluyendo El principito, que, aunque sea una hermosa fábula parte directamente desde un hecho real; Tierra de hombres, Ciudadela, etc. Prosa tensa y directa, de médula y de músculo, de superaciones y fracasos, trasminada de honda pasión por la existencia misma. Escueta, cortante, sin perder tiempo en demasiados adjetivos. Él deja siempre constancia escrita de lo inútil de los “accesorios” en literatura. En Cartas a una amiga desconocida dice: “No se debe aprender a escribir, sino a ver. Escribir es una consecuencia. Los epítetos son capas de pintura (…). Las cosas nacen de la reacción que te provocan, son descritas en profundidad. Solamente así deja de ser un juego”. “Ve cómo los monólogos más incoherentes de Dostoievsky dan la impresión de necesidad, de lógica, mantienen un ritmo. La conexión es interna. Una emoción aun sencilla, como la alegría, es demasiado compleja para ser inventada. Una alegría nunca se parece a otra”.

“Esta alegría brotará de sí misma con su identidad propia, como una determinada alegría que experimentas y a la que no puede aplicarse con exactitud adjetivo alguno”.

 

Tarfaya fue también uno de los lugares que lo atrapó fascinándolo.

No puedo sustraerme a leeros estas maravillosas “Gacelas en Tarfaya”, que se encuentran en el libro Tierra de hombres. Dicen mucho más de lo que dicen:

En Tarfaya crié gacelas. Todos allí criábamos gacelas. Las encerrábamos en un espacio cerrado, al aire libre, porque las gacelas necesitan el agua corriente de los vientos y no existe nada que sea más frágil que ellas. Capturadas jóvenes, beben y comen en la mano. Se dejan acariciar y hunden su hocico húmedo en el hueco de la palma. Se las cree domesticadas, se cree que ya están a salvo del pesar desconocido que las consume en silencio, y les depara la más dulce de las muertes.

Pero llega el día que se las encuentra empujando con sus cuernecillos contra el cerco en dirección al desierto. Están magnetizadas. No saben que huyen; vienen a beber la leche que les traen, se dejan acariciar, hunden aún más tiernamente el hocico en la palma… Pero no bien se las deja, se ve que luego de un simulacro de galope feliz vuelven contra el cerco. Y, si se las deja, permanecen allí sin intentar siquiera luchar contra la barrera, simplemente presionando contra ella, la nuca baja, con sus cuernecillos, ¿será la época de los amores o la mera necesidad de galopar hasta perder el aliento? Lo ignoran. Cuando las capturaron sus ojos aún no se habían abierto. Nada conocen de la libertad de las arenas o del olor del macho. Pero ustedes son mucho más inteligentes que ellas. Lo que buscan, ustedes lo saben, es la extensión que las consumará. Quieren ser gacelas y bailar su danza. Quieren conocer la fuga rectilínea a 130 hilómetros por hora, cortada de bruscos saltos, como si de un lado a otro escapasen llamaradas en la arena. ¡Poco importan los chacales, y la verdad de las gacelas es saborear el miedo que las obliga a superarse y logra de ellas mayores acrobacias! ¡Qué importa el león si la verdad de las gacelas es ser destrozadas a zarpazos bajo el sol! Ustedes las miran y piensan: tienen nostalgia… La nostalgia es el deseo de no se sabe qué. El objeto del deseo existe, pero no hay palabras para expresarlo.

Y a nosotros. ¿qué nos falta?

 

El principito se escribió en el exilio. En 1943. Concretamente en la casa alquilada por él y por Consuelo en Long Island. André Maurois, visitante asiduo, nos lo cuenta magistralmente.

Sin trampas aleatorias, sin ardides superfluos, el ser humano busca sus espacios, unidad de elementos que convergen en ese solo que el interior percibe como vínculo de su propio destino, centro gravitatorio donde un paisaje y un paisanaje vive, respira y crece como su propio ser, tan sujeto a las leyes de la naturaleza. Antoine de Saint-Exupéry es imparcial observador, dotado de un olfato privilegiado para percibir la más pequeña porción de lo artificial.

Lleva consigo la marca de esa intemperie de luz de los viajeros curtidos por la sombra de todas las imposible travesías que la existencia propone. Él asume los riesgos.

Una pasión donde su mismo espíritu se funde, en la concentración y la contradicción, algo simbólico, interior y exterior.

La idea del viaje, tierra de nadie, vacío, aunque la naturaleza también se halle presente, donde de pronto todo puede acumularse o revelarse.

Alguna fuga en las transformaciones. Y los puntos suspensivos perdidos en la pizarra negra de la noche.

Una voluta caligráfica que se eleva de pronto en el pensamiento de los que contemplan sus obras, una sombra que crepita en la luz y una luz que proviene de otras fuentes, de otras edades, de otras épocas pero que se abre paso hacia el futuro con una energía subversiva y simultánea que traspasa conciencias y actitudes desde el dolor, el goce de vivir y la extrañeza. Hay escenas que no respetan proporciones ni perspectivas; liberadas, no observan nada más que la irrealidad visionaria del conjunto, juegos de movilidad donde las formas se han desmaterializado y los colores son expresión alucinada que nos deja en suspenso.

Una pasión donde su mismo espíritu se funde, en la concentración y la contradicción, algo simbólico, interior y exterior, sustrato vertical y horizontal, raíz profunda de su propio fondo ligada para siempre a su extrañeza. A un paso de la muerte está la vida, devorándolo todo.

Magia que une y en todo prevalece; fluye sobre el aire diáfano, hace volar los pétalos del mundo y es capaz de transformar un horizonte en el sueño donde escapar del tiempo y a las humildes flores en otra forma de constelaciones.

Mirados desde arriba, cuando aún la luz no absorbe los entornos, todos los elementos se armonizan.

No hay horizonte sino arena y cielo, la soledad de pasos y espejismos y lo que se desprende de nosotros sin que nada podamos hacer para evitarlo. Una óptica ilusión que fluye en paralelo de un cielo reflejado que interroga al silencio.

Imágenes que pasan en la geminación de los matices frente al brillo opalino que el sol dora. Atracción, espejismo, planos iridiscentes, y esa división de la mirada bisecando una línea, un esquema, la veta primordial que segrega el lenguaje que la absorbe; convergencia del agua en la atracción del fondo y de la forma, desnuda, fragmentada perspectiva que define el sentido, donde el ojo al mirar experimenta.

Puesto que: “Cuando el misterio es demasiado impresionante no es posible desobedecer”.

Y en esta tentación de afable vuelo, miro cómo los pájaros se llevan, calibrando la huida, la esencia de los creadores que también nos arrebataron hacia otra perspectiva… La de saber mirar con los ojos del corazón.

Horizontal la línea en lejanía, el mar, la propia tierra, la mirada para siempre tendida en el amor, como en la muerte…

Y ahora, por favor, desde estos desiertos que experimentamos, decidme si escucháis sonidos de roldana y viento sobre el trigo… Decidme, por favor, si el principito ha vuelto.

Efi Cubero
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