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Emily Dickinson desde su cámara de alabastro

domingo 28 de enero de 2018
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Emily Dickinson
Retrato de Emily Dickinson sobre una fotografía del Museo Emily Dickinson, en Amherst, Massachusetts (EUA), tomada por el autor de este trabajo.
Un no rompido sueño,
un día puro, alegre, libre quiero;
no quiero ver el ceño
vanamente severo
de quien la sangre ensalza o el dinero.
Fragmento de “Oda a la vida retirada”, fray Luis de León

Vuelvo los recuerdos a Amherst y veo esta fachada de la vetusta mansión de los Dickinson muy cerca del centro de la población que no llega a ciudad. Allí en el segundo piso, recluida voluntariamente, Emily vivió solitaria después de sus estudios secundarios en el Seminario para Mujeres de Mount Holjoke.

Allí no entramos sino los amigos de ella. La mansión se conserva tan austera como cuando ella vivía. Desde la ventana, cerca de su escritorio y su cama, se asomaba a mirar el mundo por encima de la montaña del frente. Así lo dice en una de sus cartas. Debajo de su cama encontraron 1.775 poemas guardados por ella para que el mundo los gozara pero después de su muerte. En vida, sin su permiso y por medio de su hermana, fueron publicados en el periódico Springfield Republican, de su pueblo, tan sólo siete poemas, dice su biógrafo George Frisbie Whicher.

Los últimos veinte años se recluyó en este recinto y ni siquiera recibía las visitas que le querían hacer sus familiares y amigos. Se podría deducir —y así lo dicen algunos biógrafos— que esta era una obsesión enfermiza. Pero su familia siempre le respetó esta voluntad de no salir a recibir saludos ni visitas.

La casa, tal como se ve, sin modificaciones, fue la de la familia Dickinson. Allí vivía ella con su padre, Edward, su madre, Emily, y sus hermanos Lavinia y Austin. Al frente, hoy ya no existe, ella tenía una larga era en la que sembraba y cuidaba lirios. Hasta allí llegaban las abejas que saludaba desde la ventana, allá arriba a la izquierda: eran sus dos grandes amores: lirios y abejas. Al frente había una hilera de eucaliptos. Por entre ellos alcanzaba a ver por encima de la montaña, así que no necesitó viajar para hablar del mundo. Escasamente si fue a veces a Boston, Washington y Springfield. No salía a la calle, ni asistió a fiestas ni bailes. Más parecía una monja contemplativa que habitaba en el tabernáculo interior de su casa desde donde ofició la poesía.

¿Quién era Emily, de la que estamos hablando? ¿Era un ángel, un lucero, una señal en la pradera, una paloma mensajera? Eso, y algunas cosas más. Era una voz que salía del agua de la mañana, que venía del mar. Una flor escondida, un lirio más.

¡Yo soy Nadie! ¿Quién eres tú?
¿Eres —Nadie— también?
¡Ya somos dos, entonces!
¡No digas nada! ¡Nos desterrarían, ya sabes!

Ser —Alguien— ¡Qué funesto!
¡Qué vulgar! —Como una Rana—
¡Cantándole tu nombre —día tras día—
a la primera Charca que te admire!

Quien pasara en 1862, tal vez el año más prolífico de Emily, por frente a esta casa, la primera de ladrillo en Amherst, no se percataría de que encima de su cabeza estaba una poeta escribiendo de ranas y charcas y de seres que eran nadie y que vivían ahí. Tal vez por esa época hubo un gran terremoto que asustó a los moradores. Su pluma así lo registró:

Se desató un Viento con fuerza de Corneta —
hacía temblar la Hierba
y un Verde Escalofrío sacudió al Calor
a su paso ominoso
atrancamos Ventanas y Puertas
cual si fuera un Fantasma Esmeralda
la eléctrica Serpiente del Destino
pasó en ese instante mismo
sobre una extraña Turba de jadeante Arboleda
y los Cercados salieron volando
y los Ríos que bordeaban las Casas
miraron a los que ahí vivían, ese Día
la Campana en su torre enardecida
pregonaba rauda la noticia
¡Es tanto lo que puede venir
y tanto lo que puede perderse
y aún el Mundo permanece!

Emily, cuidadosa en su escritura, honraba con mayúscula la inicial del nombre de las cosas. Era como una genuflexión ante su nobleza e importancia. No sólo los nombres de personas sino las palabras que representan los seres que nos rodean en el mundo: Ventana, Campana, Hierba, Serpiente, Turba, Cercados, Mundo, Ríos, Viento, Casas, Calor, Destino, Fantasma, Día… Su poesía era fresca, nacida en la mañana y guardada en el cofre de la espera. Era como el vino que tiene sabor cuando es añejo. Sólo se supo de su obra cuando murió en 1886.

Pasaba sus días, según le confesó a su amigo, el abogado-pastor Thomas W. Higginson, en “compañía de las Colinas —el Crepúsculo— y un Perro —tan grande como yo, que me compró mi Padre— Ellos son mejores que los Seres humanos —porque saben— pero no dicen —y el ruido del Estanque al Mediodía— supera a mi Piano”. Era poeta y vivía la poesía, no del halo de fama que sale de ella…

La joven Emily no hablaba, estudiaba y dialogaba por medio de su alma con las de la Creación. Su mundo era la belleza de las cosas, no las cosas mismas, que desaparecían. Ella llegaba a penetrar su ser y entrañas: la Flor, el Día, la Montaña, la Luz, la Gota, los Pájaros, la Abeja dorada, el Mar, el Huracán, la Naturaleza toda. Como el mar —que, por fin, vio en Boston— ni el brezal. Para conocer el Mar en su inmensidad sólo le bastó la majestad de la Ola. O para saborear la música celestial le bastó el sonido del agua que rodaba del estanque por la vereda…

Nunca he visto un Brezal —
ni he visto el Mar—
pero reconozco bien el Brezo
y cómo es una ola

Nunca he hablado con Dios
ni he visitado el Cielo —
pero tan cierta estoy de su lugar
como si ya tuviera la Contraseña—

Toda su poesía es un canto a lo que tocaba su corazón. Sus ojos la llevaban hasta las cosas y ella les respondía con un canto. Cómo iba a preferir hablar con la superficialidad de la gente a dialogar con el lirio o la Inmortalidad. A entrar en contacto con lo interior, con el alma en las cosas, que no muere.

Emily Dickinson nos sorprende a medida que abrimos una página en su poemario. No tiene una sucesión o evolución de un tema. Cada poema es un tratado. No tiene relación con el anterior. Es otro descubrimiento. Un suceso casero la lleva a elevar su vista desde el suelo hasta la Eternidad. Pocos son los sustantivos que no llevan mayúscula en sus poemas. Siempre son cortos pues supondría que quien lee no tendrá tiempo de pensar bastante si encuentra un poema extenso y con lenguaje cifrado o inalcanzable. En la primera estrofa plantea la idea y la concluye en la siguiente. No le gustaban las circunlocuciones.

El Ajetreo de una Casa
la Mañana después de una Muerte
es la más solemne de las tareas
desempeñadas en la Tierra —

Barrer el Corazón
y poner a recaudo el Amor
que no vamos a volver a usar
hasta la Eternidad—

Los afanes, lamentos de agrupaciones que suceden cuando se van a ir de casa definitivamente, los que mueren, tienen un rito. No es el pésame ni la lágrima la respuesta de Emily a esta situación. Tiene una mirada más larga y sale en nube y viento. Tal vez ella nunca asistió o su cultura es diferente a nuestra costumbre vernácula. Como poeta evoca esa otra palabra que durará siglos para comprenderse y sentirla. Parece que la Dickinson en vida ya hubiera probado el significado de evo o de un período más denso que un futurible. Su ojo interior lo intuía y lo podía nombrar con precisión. Bastó la solemnidad del barrido con la escoba del alma de las cenizas de un difunto amado para entender qué es la Eternidad.

Lo dice con la sencillez de una mujer de pueblo chico, como si barrer fuera el oficio más sublime o morir la dicha más leve y afortunada. Para luego invocar el Amor y hacer de él el motivo de la ida hacia lo más lejano y en las alturas. ¿Qué hay más duradero y deseable que el Amor?

¡Qué concepto más distinto tuvo Emily del Triunfo! Sólo lo conocen los que se alistan como soldados para ir a morir como un honor y un premio. No lo prueban ni se relamen cuando al morir sigue una duración sin término —sin manos para recibirla—- ni oyen la Voz que los llame por su nombre, llamada Eternidad.

El éxito resulta más dulce
para quienes nunca lo alcanzan.
Asimilar un néctar
requiere muy penosa necesidad.

¡Ni una siquiera de las Huestes púrpura
que hoy porta la bandera
puede dar definición
tan clara de qué es la Victoria

Como el que es vencido —moribundo—
y en su oído agotado
estallan mortecinos y claros
los acordes lejanos del Triunfo!

La paradoja es un recurso de uso constante de Emily en sus poemas. Hay un éxito y muy dulce que no se alcanza fácilmente, pero si se consigue es más hondo: gozar un néctar exquisito duele, la gente que porta la bandera tal vez nunca estará en la victoria, pero el moribundo en su lecho por fin oirá a lo lejos el himno del triunfo. Como los afanes después de una muerte en casa es la tarea más solemne. Cuántas cosas se observan, aprenden y se admiran en la estructura sencilla de la poesía más celebrada de Estados Unidos y del mundo, de esta mujer.

El Agua se conoce por la sed
la Tierra —por los Mares navegados
el Arrebato —por el tormento—
la Paz —por el recuento de sus batallas—
el Amor por el Moho de la Memoria—
Por la Nieve los pájaros

Emily sabía que el lenguaje es oro y que no debe malbaratarse en fruslerías o juegos que no aportan sabiduría. La anterior estrofa tiene seis versos: cada uno de ellos contiene una aparente contradicción. Una verdad se encuentra en medio de una frase. Emily sabía que la lengua es oro y no debe desperdiciarse dando vueltas o escondiendo el valor de cada palabra. Sabía economizar el tesoro. ¿Quién después de una rabieta grande no dijo que había estado como en ascuas? O, ¿quién no cuenta la cantidad de escaramuzas que ocurren para ganar un pleito? O, ¿qué enamorado no rumia y rumia en su mente el amor no correspondido?

He probado un licor que nunca ha sido —
en Tazones de Perla destilado —
¡Ni siquiera las Cubas del Rhin
hacen Alcohol así!

Ebria de Aire —estoy—
embriagada de Rocío —
me tambaleo— en días interminables de verano —
por posadas de Azul Desvanecido—

Cuando los “Amos” arrojen a la abeja borracha
del umbral de la Dedalera —
cuando las Mariposas —renuncien al licor—
¡yo aún más beberé!

Hasta que los Serafines sacudan la nieve de sus Tocados —
y los Santos —corran las ventanas—
para contemplar pequeña a la Beoda
reclinada en el —Sol—

Cada Palabra que toma Emily Dickinson de su extraordinario diccionario inglés tiene la fuerza que la define: licor, tazones, cubas, alcohol, ebria, tambaleo, rocío, posadas, azul desvanecido… No hay palabras de sobra, ni faltan. ¡Qué ebriedad tan palpable derrama este poema! El aire, el rocío, los días de verano, el azul desvanecido, el umbral de su Dedalera, la nieve quedada en los tocados, ¡la beoda reclinada en el Sol! Feliz Emily borracha en el Umbral. Hasta los Serafines corren las ventanas para ver tal espectáculo. Y ella quería seguir libando. Hasta nosotros la vemos por nuestra ventana… con sus dos Tazones de Perla.

Esta era Emily, la solitaria de Amherst, la filósofa epicúrea, la química, la que dominaba varias lenguas, la poeta y de desconocida pluma. La Abeja fue su maestra y émula, la pequeña ebria de licor que extraía de la flor, como ella también lo hacía. Era feliz en su escondida celda, como lo cantaron Horacio y fray Luis de León.

Al leer a Emily, muchas veces he sentido que estaba leyendo una historia, como en prosa. Su poesía es tierna, cercana, se mueve silenciosa como el agua en una pecera grande. Y cuando termina el poema queda Emily debiéndole a uno la mitad o más de lo mismo. Es su estilo tan íntimo y personal.

360

La Muerte torna significante una Cosa
en que el Ojo se había detenido
a menos que un Ser ya perecido
nos pida con ternura

Que observemos sus Artesanías
al Carbón o con Hilo,
diciendo: “Fue lo último que tejieron sus dedos” —
no dejó su Labor hasta que —

El Dedal se le hizo muy pesado
las puntadas se detuvieron —ellas solas—
y fue entonces colocado entre el Polvo
sobre los estantes del Armario

Tengo un Libro —me lo dio un amigo—
que con el lápiz —aquí y allá—
había dibujado en el lugar que más Le complacía—
descansan ya —Sus dedos—

Ahora cuando leo —no leo—
pues la interrupción del Llanto —
destruye los Grabados
y hace Costoso Repararlos

Todo era importante, las cosas y las palabras que las personificaban. En este poema la Muerte, el Ojo, las Artesanías, el Dedal, los dedos, el Libro y el Llanto. Y el “Ser ya perecido”. Qué universo tan completo en el que no falta nada… No podía ya usar el dedal y podía destruir los grabados con su llanto.

Se describió a sí misma en estos versos:

627

El matiz que no alcanzo —es el mejor—:

El bello —impalpable atavío—
tan fanfarrón para la vista
como la Guarnición de Cleopatra —
se repite —en el cielo—

Momentos de Dominio
que ocurren en el Alma
dejándola en un Descontento
demasiado exquisito —para darle Nombre—

El humor a partir de unir dos situaciones que se repelían era un sello de garantía en el discurso hablado y escrito de Emily Dickinson. Su ser se elevaba con una respuesta o una frase de despedida o un verso puesto ahí, sin la menor intención, en un momento de Dominio o impensado, como aquí.

 

Fuentes

  • Dickinson, Emily. Antología bilingüe. Edición de Amalia Rodríguez Monroy. Primera reimpresión. Alianza Editorial. Madrid, 2005.
    . Cartas poéticas e íntimas (1859-1886). Traducción, introducción y notas de Margarita Ardanaz. Primera edición. Grijalbo Mondadori. Barcelona, 1996.
  • Frisbie Whicher, George. Emily Dickinson, su vida y su poesía. Editorial Hobbs-Sudamericana. Buenos Aires, Argentina. 1972.
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