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José Asunción Silva, sombra de luna

viernes 27 de abril de 2018
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José Asunción Silva
La poesía de Silva es intimista, algo fotográfica, tejida con imágenes entresacadas de la naturaleza y los lugares que habitaba.
Asómate a mi alma
en momentos de calma
y tu imagen verás, sueño divino,
temblar allí como en el fondo oscuro
de un lago cristalino.
José A. Silva, poema “A la manera”.

El creador de “Una noche toda llena de perfumes…” nació en la apergaminada Bogotá, cuando merecía el renombre de la Atenas Suramericana, en 1865. Aparece en las fotografías como uno de esos dandis ingleses al estilo de Allan Poe.

El joven Silva, hijo de padres de fortuna y elegantes relaciones sociales y comerciales, con una educación refinada, viajó a Francia y conoció y leyó autores que le comunicaron su aura y su inspiración. Le dedicó varios poemas a Víctor Hugo y tuvo acceso a la obra de Mallarmé, Flaubert, Verlaine, Rimbaud, Martí, Whitman, Wilde, Rubén Darío. Leyó a Clorinda Matto, Rosalía de Castro, Emilia Pardo Bazán, Mercedes Cabello, Soledad Acosta. En 1884 publica en El Liberal “Encontrarás poesía”, su primera arte poética, y al final de este año concluye la redacción de su primer cuaderno poético, Intimidades. Tuvo como amigo y maestro a Rafael Pombo, a quien defendió desde El Telegrama contra los ataques y burlas de El Semanario y escribió “Las crisálidas” en la muerte de su hermana Inés. Por estos años mueren Emily Dickinson en Amherst, Estados Unidos, y José Hernández en Belgrano, Argentina.

La poesía de Silva tiene la forma, los contenidos y la cadencia de la época.

José Asunción, al parecer, tuvo una vida azarosa. En su niñez entre lujos, en su juventud entre flores y en el ocaso entre abrojos y cruces. Su padre, empresario afortunado, murió en la desgracia, su hermana enferma y muerta en su niñez fueron los contrastes en los treinta años de su corta vida. Su poesía resplandeció desde la capital donde nació y creció, fue aplaudida en su época y dejó el legado de su elegancia e imagen.

La poesía de Silva tiene la forma, los contenidos y la cadencia de la época. Lo vemos hoy como uno de los más sostenidos líricos colombianos y de selecto verbo. A José Asunción Silva se le ubica dentro de la poesía colombiana al final del romanticismo con su medida y su rima y entra al modernismo y versolibrismo que impulsó el nicaragüense Rubén Darío en América.

Su poema más leído, el “Nocturno III”, según Héctor H. Orjuela, “publicado por primera vez en Cartagena en 1892 en la revista mensual Lectura para Todos, año 2, número 7, presenta dos grandes divisiones que corresponden —a la manera de los movimientos de una sinfonía— a dos momentos complementarios de un solo complejo que en este caso representaría una profunda vivencia espiritual del poeta”, y debería ser la puerta de entrada para hablar de él. Y podría ser leído —si posible fuera— de corrido, desde el comienzo hasta la tercera respiración cuando aparece el signo de admiración.

Una noche, 
una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas, 
una noche, 
en que ardían en la sombra nupcial y húmeda, las luciérnagas fantásticas, 
a mi lado, lentamente, contra mí ceñida, toda, muda y pálida 
como si un presentimiento de amarguras infinitas 
hasta el fondo más secreto de tus fibras te agitara, 
por la senda que atraviesa la llanura florecida 
caminabas, 
y la luna llena 
por los cielos azulosos, infinitos y profundos esparcía su luz blanca, 
y tu sombra, 
fina y lánguida, 
y mi sombra 
por los rayos de la luna proyectada, 
sobre las arenas tristes 
de la senda se juntaban 
y eran una 
y eran una 
¡y eran una sola sombra larga! 
¡y eran una sola sombra larga! 
¡y eran una sola sombra larga!

Es tan fuerte la ambientación de esa noche que el lector se siente arrebatado entre los perfumes, los murmullos y la sonata de las alas de unas luciérnagas fantásticas. Percibe a su amada muda y pálida por la llanura florecida y húmeda. Sólo la luna acompañaba a los protagonistas y con una sola sombra los juntaba y ceñía sobre las arenas tristes. Era un sentimiento frío, como la noche de una primavera muerta.

…Esta noche
solo, el alma
llena de las infinitas amarguras y agonías de tu muerte,
separado de ti misma, por la sombra, por el tiempo y la distancia,
por el infinito negro,
donde nuestra voz no alcanza,
solo y mudo
por la senda caminaba,
y se oían los ladridos de los perros a la luna,
a la luna pálida
y el chillido
de las ranas,
sentí frío, era el frío que tenían en la alcoba
tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas,
¡entre las blancuras níveas
de las mortuorias sábanas!
Era el frío del sepulcro, era el frío de la muerte,
Era el frío de la nada…

Y mi sombra
por los rayos de la luna proyectada,
iba sola,
iba sola,
¡iba sola por la estepa solitaria!
Y tu sombra esbelta y ágil
fina y lánguida,
como en esa noche tibia de la muerta primavera,
como en esa noche llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella… ¡Oh las sombras enlazadas!
¡Oh las sombras que se buscan y se juntan en las noches de negruras y de lágrimas!…

Su “Nocturno” es como el saludo a la nueva era, un himno a la mujer, al amor, a la noche, a la luna, temas eternos para cualquier poeta. La voz se mece en la boca cuando se lee el poema, el oído se relame cuando oye los acordes de marcha nupcial y la noche se hincha de orgullo aunque el frío, los ladridos de los perros a la luna y el chillido de las ranas fueran el velo que cubría a los dos enamorados en aquella noche de entrelazamiento.

El lector de ayer y de hoy bebía así en vaso de cristal los ecos del romanticismo y del modernismo naciente de esas fechas. La musicalidad, el movimiento y ritmo que provocan los sonidos dentro del poema “Nocturno III”, bastarían para exaltar a José Asunción Silva como uno de los mejores bardos de la patria.

Su poesía es intimista, algo fotográfica, tejida con imágenes entresacadas de la naturaleza y los lugares que habitaba. Toma sus temas de la vida diaria y no hay rebuscamientos en su expresión. Va como recogiendo sentimientos, espacios, movimientos y ternezas que encuentra al vuelo.

Las crisálidas

Cuando enferma la niña todavía
salió cierta mañana
y recorrió, con inseguro paso
la vecina montaña,
trajo, entre un ramo de silvestres flores
oculta una crisálida,
que en su aposento colocó, muy cerca
de la camita blanca…

Unos días después, en el momento
en que ella expiraba,
y todos la veían, con los ojos
nublados por las lágrimas,
en el instante en que murió, sentimos
leve rumor de alas
y vimos escapar, tender al vuelo
por la antigua ventana
que da sobre el jardín, una pequeña
mariposa dorada…

La prisión, ya vacía, del insecto
busqué con vista rápida;
al verla vi de la difunta niña
la frente mustia y pálida,
y pensé ¿si al dejar su cárcel triste
la mariposa alada,
la luz encuentra y el espacio inmenso,
y las campestres auras,
al dejar la prisión que las encierra
qué encontrarán las almas?

Su transcurrir en la poesía no fue muy abundante pero sí suficiente para ubicarlo en el pedestal de los vates más profundos del sentimiento humano. Bastarían los dos temas anteriores para certificarlo, mas su producción está avalada en variadas facetas para verdad de lo dicho. En efecto, hay más poemas —de hondura, forma y estatura— que muestran la crudeza del amor por su exuberancia, ausencia o su pérdida.

José Asunción Silva también tocó la lira para sonreír y escandalizar. Su estilo cambia en sorna y burla y muestra que tiene afilado el ceño.

La producción literaria de José Asunción Silva no se queda en su vena poética. También dejó un legado en la narrativa. Silva fue un autodidacta, lector consumado, que le hizo florecer nuevos paradigmas que revolucionaron el panorama literario vigente hasta el momento. Dejó una muestra del ensayo titulado Por el amor de Louis y De sobremesa, novela a manera de diario escrita al final del siglo. Emerge allí la figura “prerrafaelita” de Helena con rasgos casi de ángel o virgen al estilo y la candidez de la femme de Fra Angélico. Eran los modelos que aún hoy se tienen de la castidad o la pureza en la mujer cristiana de esos tiempos. Silva remite en esta obra a las tendencias culturales, la modernité, vividas por él en su estadía en Francia, y cita con frecuencia la Vita Nuova del Dante. Había una inevitable comunión de usos y versiones de toda una époque.

Silva murió en su ley. Entre la realidad y la ficción en que había vivido durante toda su vida. ¿Era un dandy extrapolado y solitario de una sociedad bogotana que nadaba entre los viajes a Europa y las costumbres refinadas de esa crema y nata bastante cerrada y sórdida, casi invisible hoy? Su muerte aún ahora es leyenda. ¿Cómo fue encontrado ya muerto en su cuarto en donde al lado había una fiesta? Algunos dicen que oyeron un disparo. Otros que lo encontraron muerto con un revólver a su lado y un disparo en la sien. Todo un cuadro dantesco para quien había vivido entre novela y poesía. Toda una tragedia para una sociedad que él semejaba y que a su muerte la dejaba herida, perpleja y casi agonizante.

José Asunción Silva también tocó la lira para sonreír y escandalizar. Su estilo cambia en sorna y burla y muestra que tiene afilado el ceño. Su estro, como cualquier humano, tenía sus ratos de ocio y donosura, de reposo y aspaviento.

Notas perdidas

VI

Encontrarás poesía
dijo entonces sonriendo
en el recinto sagrado
de los cristianos templos
en los lugares que nunca
humanos pies recorrieron
en los bosques seculares
donde se oculta el silencio
en los murmullos sonoros
de las ondas y del viento
en la voz de los follajes
del amor en los recuerdos
de las niñas de quince años
en los blancos aposentos
en las tristezas profundas
como el Cristo
en las noches estrelladas
¡jamás en los malos versos!

No obstante la espléndida juventud, José Asunción presumió de viejo y escribió de los recuerdos en la edad que el hombre devuelve la mirada. Previó con fruición realidades que, tal vez, las hubiera dicho cuando fuera un abuelo soñador. Sólo en años maduros saben a ensueño y chocarrería. En este poema Silva exhibe con holgura su capacidad de valorar hechos y actitudes que sólo se saborean en la edad de la sabiduría.

Vejeces

Las cosas viejas, tristes, desteñidas,
sin voz y sin color, saben secretos
de las épocas muertas, de las vidas
que ya nadie conserva en la memoria,
y a veces a los hombres, cuando inquietos
las miran y las palpan, con extrañas
voces de agonizante dicen, paso,
casi al oído, alguna rara historia
que tiene oscuridad de telarañas,
son de laúd, y suavidad de raso.
colores de anticuada miniatura,
hoy de algún mueble en el cajón, dormida
cincelado puñal; carta borrosa,
tabla en que se deshace la pintura
por el tiempo y el polvo ennegrecida,
histórico blasón, donde se pierde
la divisa latina, presuntuosa,
medio borrada por el liquen verde,
misales de las viejas sacristías,
de otros siglos fantásticos espejos
que en el azogue de las lunas frías
guardáis de lo pasado los reflejos,
arca, en un tiempo de ducados llena
crucifijo que tanto moribundo
humedeció con lágrimas de pena
y besó con amor grave y profundo,
negro sillón de Córdoba, alacena
que guardaba un tesoro peregrino
y donde anida la polilla sola,
sortija que adornaste el dedo fino
de algún hidalgo de espadín y gola,
mayúsculas del viejo pergamino,
batista tenue que a vainilla hueles
seda que te deshaces en la trama
confusa de los ricos brocateles,
arpa olvidada que al sonar te quejas,
barrotes que formáis un monograma
incomprensible en las antiguas rejas,
el vulgo os huye, el soñador os ama
y en vuestra muda sociedad reclama
las confidencias de las cosas viejas
el pasado perfuma los ensueños
con esencias fantásticas y añejas
y nos lleva a lugares halagüeños
en épocas distantes y mejores
por eso a los poetas soñadores,
les son dulces, gratísimas y caras,
las crónicas, historias y consejas
las formas, los estilos, los colores
las sugestiones místicas y raras
y los perfumes de las cosas viejas.

José Asunción Silva fue una caja de vicisitudes que Pandora le fue abriendo con el paso de los años. Ella, adivina, sabía del infortunio que Fortuna le había preparado y él, obsecuente, viró la cuerda del paquete de su vida, como un niño de treinta abriles.

Leopoldo de Quevedo y Monroy
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