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Diálogos con Julia (XXVII)
Julia y la consolatio

martes 11 de febrero de 2020
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Cicerón y Tulia
Me he llenado de una tristeza infinita al leer la muerte de la hija de Cicerón, Tulia. He sentido todo su agudo dolor al imaginarlo paseando solo por su finca. Creo que Tulia fue la persona a la que más amó en su vida. Imagen: Tulia, hija de Cicerón, lee delante de su padre una de sus composiciones literarias, por Antonio Solá (1780-1861) • Museo del Prado
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
Los que quedan en el puerto
cuando la nave se va,
dicen, al ver que se aleja:
¡quién sabe si volverá!
Y los que van en la nave
dicen, mirando atrás:
¡quién sabe, cuando volvamos
si se habrán marchado ya!
Augusto Ferrán en M. Cubero Sanz, Vida y obra de Augusto Ferrán.

Cuando llegué aquella tarde a casa de Julia, el patio de la finca lo ocupaba un grupo de personas mayores y enlutadas. Todas estaban cabizbajas y cariacontecidas. Esperé a que se pusieran en movimiento, cosa que hicieron en cuanto apareció una viejecita encorvada a la que llevaban, casi en volandas, dos trajeados mocetones. Entré entonces y llamé al ascensor. La finca olía a llantos, tristeza y desolación.

—Te has tropezado con el duelo, ¿no? —me preguntó Julia apenas me abrió la puerta.

—Sí. Me he esperado a que salieran. Me daba apuro entrar…

—Tú siempre tan mirado.

—Bueno, no todo van a ser virtudes.

—¿He dicho yo que sea un defecto?

—No, pero por si acaso. ¿Y qué es lo que ha sucedido?

—Lo que suele suceder en la vida: a esta señora se le murió el marido hace unos años, se vino a vivir con su hermana, y ahora se le ha muerto su hermana.

Tenemos que ser capaces de reponernos, por mucho que, en un principio, el dolor nos parezca insoportable.

—Mortales nos engendraron, y no contando, como Aquiles, con ninguna madre que nos quite esta cualidad, de mortales seguimos.

—Y quizás sea mejor así por mucho que nos duela la muerte de un pariente o de un allegado, ¿no te parece?

—No lo sé. Imagino. Tal vez. Desde luego, ya que nos vamos degradando, lo mejor es terminar cuanto antes. ¿Para qué mantener un motor que no nos va a llevar a ningún sitio?

—Tampoco hace falta correr. No hagas como hizo mi marido el día que lo denunciaron. Llevaba más de cuarenta años conduciendo, y nunca le habían puesto ninguna multa. Y el día que le llegó la primera, por exceso de velocidad, se excedió en diez kilómetros por hora, juró que nunca más le volvería a pasar. Hasta que un día lo paró la guardia civil para preguntarle si tenía algún problema con el coche: iba muy despacio. Y a punto estuvieron de denunciarlo por ello.

—En el término medio está la virtud.

—Ni más ni menos. Y además tenemos que ser capaces de reponernos, por mucho que, en un principio, el dolor nos parezca insoportable.

—¡Vaya! —exclamé sorprendido—, ya veo que te vas empapando de filosofía estoica.

—Creo que, al final, mis esfuerzos comienzan a dar sus frutos. Quiero decir que ya soy capaz de retener ciertos pasajes de la filosofía. Quizás porque éstos me llegan muy de cerca o son de uso cotidiano.

—¿Te refieres a la consolatio, a la consolación ante la muerte?

—Sí. He llegado a esa parte en el libro de Cicerón, en Tusculanas, y la verdad creo que esas consolaciones hoy en día no tienen mucho interés. Y dudo incluso que lo tuvieran entonces.

—A mí sí que me resultaron útiles —le confesé—. Sobre todo las de Séneca.

—No me hagas mucho caso, pero esto de las consolaciones me suena un poco a falso, a justificación, a admitir lo inevitable. Ahora bien, también es inevitable que el ser humano llore, se rebele contra lo que no entiende y hasta se desespere… No debe haber nada peor que ver morir a un hijo.

—Sí, en eso tienes razón. En Roma, los niños morían como moscas. Y tal vez no estuvieran tan vacunados contra ello como se nos ha dicho ya que hacía falta tanta consolatio. No obstante, el común de los mortales no contaba con estas lecturas. Igual funcionaban de boca en boca.

—Sea como fuere, no por ello serían menos sensibles a la pérdida de un hijo. Ya sé que tenemos tendencia a juzgar según nuestras apreciaciones y limitaciones, pero no creo que el amor de una madre haya variado mucho a lo largo de los siglos.

—Hay algo atávico en eso —dije intentando quitarle hierro al asunto.

—Tanto como lo puede haber en el amor —me respondió Julia que no deseaba rebajar el nivel de la conversación. No supe qué contestarle en un principio.

—Es cierto —dije tras unos segundos de vacilación—, cada uno tendemos a interpretar las cosas de acuerdo con nuestro momento…

—Además —dijo interrumpiéndome—, la consolatio sólo comienza a funcionar pasado un tiempo. Yo, por ejemplo, sería incapaz esta noche de subir a casa de la vecina que ha perdido a su hermana, y comenzar a decir eso tan obvio de que era mortal, y de que polvo eres y en polvo te convertirás.

—Sería una verdadera impertinencia.

—Desde luego. Hay momentos en que lo mejor es el silencio, la soledad, no oír nada, no decir nada… Me he llenado de una tristeza infinita al leer la muerte de la hija de Cicerón, Tulia. He sentido todo su agudo dolor al imaginarlo paseando solo por su finca, llorando, sin duda, e increpando a los dioses, a los ríos, a las fuentes y los árboles. Creo que Tulia fue la persona a la que más amó en su vida. Y su muerte, sin duda, fue lo más doloroso que le sucedió. Más que el exilio. Muchísimo más.

Nadie tiene el poder, ni quizás la necesidad, de conocer nuestro más íntimo interior.

—No me cabe duda.

—Pero tú —cayó entonces en la cuenta de que me había interrumpido— me estabas hablando de la consolación que encontraste en Séneca.

—No, yo no te estaba hablando de eso. Yo quería incidir en lo que has apuntado de que la consolación sólo es efectiva a posteriori, pasado un tiempo. Y, a su vez, quería también hacer hincapié en lo otro que has dicho: cómo interpretamos las cosas según nuestras vivencias y criterios…

—Quizás por eso es tan grande la incomunicación entre los humanos.

—Tal vez. Pero es salvable con la tolerancia y el respeto: nadie tiene el poder, ni quizás la necesidad, de conocer nuestro más íntimo interior. Cada uno juzgamos según nuestras capacidades. Y éstas, a veces, son muy limitadas. Hay que ser conscientes de ello.

—¿Puedes ser un poco más explícito?

—Antes te he dicho, o es lo que quería decirte, que tras el dramático accidente, yo encontré cierto consuelo en la consolatio de Séneca, la que escribió para su madre Helvia cuando perdió a su hijo. No obstante, pude leer el libro pasados unos días. También tengo que decirte que, en aquellas circunstancias, cualquier libro se hubiera convertido en un consuelo. De hecho, nunca he tenido tanta capacidad de concentración en la lectura. Una mañana, no obstante, harto de leer, salí a caminar. Entré en una librería, y vi que habían sacado un montón de libros descatalogados. Eran bilingües, de autores griegos y romanos. Salí de la librería cargado como un burro. Nada más llegar a casa, me puse a leer uno de aquellos libros, Heroidas, de Ovidio.

—Hermoso libro. Yo también lo leí. Hace muchos años. En una traducción.

—Sí. Es un gran libro. Ovidio fue un gran poeta. No sabría decirte de todo el libro qué carta de aquellas heroínas me gustó o impresionó más.

—En este momento yo tampoco lo podría decir.

—Da lo mismo. No es importante. La cuestión es que al cabo de unos meses, me matriculé en un cursillo de latín oral. Una de las prácticas de clase consistió en un diálogo: la profesora llevaba un saquito con nombres de personajes clásicos escritos en papeles. El último en hurgar en el saco fui yo. Me tocó en suerte Ulises. Tenía que dialogar con Penélope en latín. Pero la tal Penélope no aparecía. Se había quedado sola en el fondo del saquito. Así que asumió su papel la profesora. Y fue ella quien inició el diálogo citando de memoria los primeros versos de la carta de Penélope. ¿Los recuerdas?

Haec tua Penelope lento tibi mittit, Vlixe;
nil mihi rescribas attinet: ipse veni!

Traducción sin más: “Esta carta te la envía tu Penélope, lento Ulises, pero no me contestes nada: ¡ven tú en persona!”. ¿Sabes lo que me sucedió entonces oyendo a la profesora? Me quedé en blanco, como suelen decir los alumnos en un examen. No sé por qué en aquel momento toda la clase estaba pendiente de nosotros. Yo me quedé mudo, comencé a sudar, y balbuceé cuatro tonterías. La profesora me animaba a seguir; alguna risita absurda me hizo comprender lo que estaba sucediendo a mi alrededor. Aun así fui incapaz de reaccionar.

—Ya. Comprendo. ¿Y dónde estabas tú?

—Entendiendo la carta de Penélope como nunca antes lo había hecho, y era la tercera o la cuarta vez que leía el libro de Ovidio. En esos momentos, por boca de la profesora, las palabras de Penélope se convirtieron en un reclamo para que me fuera a su lado: efectivamente Troya yacía en ruinas, ya no tenía nada que hacer allí, ni en Troya ni en el Mediterráneo donde no me esperaba nadie, ni existía Ítaca… Yo estaba siendo muy lento en abandonar las playas ajenas, sin Circes ni Polifemos…

—¡Dios! —exclamó Julia—. Nunca me habías contando nada. ¿Qué te pasó por la cabeza?

El tiempo no cura nada, ¿verdad? Siempre se reviven las cosas, atenuadas, pero se reviven.

—No lo sé. De alguna forma me convertí en la risa de la clase. Y eso que éramos personas adultas…

—No me refiero a eso —me interrumpió Julia.

—Ya. Hay cosas, Julia, para las que no sirvo. Soy muy cobarde, o la desesperación no creció lo suficiente. Así que me quedé en las riberas de Troya, o en Naxos, mientras todo se derrumbaba a mi alrededor. Luego, uno se acostumbra, y se vive, o se sobrevive, en medio de las cenizas y de las ruinas.

—Sí. Lo entiendo. Yo también he pasado por ahí. Aunque no tuve la intención de abandonar nada. Estaba tu primo por el medio. Y suponiendo que hubiese tenido el valor de hacerlo, no podía condenar al pobre crío al abandono más completo.

—Por eso mismo me he echado a temblar cuando he venido esta tarde a tu casa.

—El tiempo no cura nada, ¿verdad? Siempre se reviven las cosas, atenuadas, pero se reviven.

—Gocemos, pues, del momento que mañana no sabemos lo que pasará.

—Mira, después de cenar, si te parece, salimos a dar una vuelta por el barrio.

—Me parece perfecto. Además, podemos imaginarnos que estamos en Túsculo.

—Una buena idea. Te tomo la palabra. Así filosofaremos sobre si, por ejemplo, es posible la amistad entre dos parientes, uno muy viejo y otro no tan joven.

—Vale. Me parece perfecto. Pero la respuesta, lo sabes, es afirmativa.

—Cenemos —concluyó sonriendo.

 

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