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Diálogos con Julia (XLV)
Julia y la añoranza
(Cualquier tiempo pasado no fue mejor)

martes 16 de junio de 2020
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Jasón y Medea
Medea discute con Jasón y se venga. Le tira en cara su traición, abandonarla por una princesa, por la herencia de un reino. Jasón y Medea en el templo de Júpiter (hacia 1745), por Jean-François de Troy
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
Cada uno tiene sus preferencias entre los dioses y los hombres.
Eurípides, Hipólito.

Se ha convertido ya en un tópico, o tal vez lo ha sido desde que el mundo es mundo, que las personas mayores, a partir de una determinada edad, se vuelven unos insufribles cascarrabias que siempre reniegan de todo y por todo. Nada de lo nuevo lo juzgan atractivo o interesante, comparándolo, una y otra vez, con su época, a la que añoran, y que viene a ser algo así como la edad de oro de la historia de la humanidad. Lo nuevo es la decadencia.

—No es mi caso —me dijo sonriendo Julia—. Es cierto que muchas personas consideran que sus años mozos son los paradigmáticos, los que han marcado lo que ellos llaman “toda la vida o nunca en la vida”. Así, no es raro oír decir a ciertas personas que nunca ha habido tanta falta de respeto, divorcios y separaciones, ni asesinatos de mujeres, como ahora. “Nunca en la vida —dicen— ha habido tanta violencia ni tantas muertes. Antes había más educación, y la gente se quería más”. Ahora todo es decadencia.

Yo me harté de oír en mi juventud aquello de que “pasa más hambre que un maestro de escuela”. Así que nada de añoranza por ese pasado.

—Si no recuerdo mal —dije sonriendo a fin de que siguiera hablando— Séneca ya se quejaba de que en su tiempo, la escuela era un verdadero desastre. De asesinatos y separaciones habla poco.

—Pues imagínate—respondió rauda— si hubiera conocido la escuela de ahora.

—Te diría que no hay tanta diferencia. Por lo que he leído, las escuelas en Roma, las populares al menos, las llevaban esclavos griegos que estaban, obvio es decirlo, muy mal pagados.

—Yo me harté de oír en mi juventud aquello de que “pasa más hambre que un maestro de escuela”. Así que nada de añoranza por ese pasado.

—Afortunadamente eso, al menos, ha cambiado; tienes razón. Hoy no pasamos hambre. Por cierto, ¿estamos dando por sabido que los asesinatos de mujeres es por una falta de educación? ¿Tú crees que la escuela tiene algo que ver?

Julia, sin decir nada, se levantó de la butaca con una ligereza que siempre me llama la atención. Se dirigió a un estante, cogió un libro, y, como tenía por costumbre, leyó en voz alta:

—“La aspereza forzada de nuestras vidas no nos dolía, acostumbrados a ella desde que nacimos. Pero había algo que nos preocupaba más que el dinero: la falta de consideración social que sufría nuestra profesión. Sabíamos de compañeros que eran auténticos esclavos de los caciques de sus pueblos. Otros se convertían en criados distinguidos de unos padres que, en su ignorancia, les exigían dedicación absoluta a lo único que les interesaba: cuentas, cuentas, cuentas. Cualquier intento de hacer de la escuela un lugar atractivo era rechazado por los padres influyentes del lugar”.1 Son palabras —dijo Julia— de una maestra española que ejerció allá por los años de 1920 y 1930. No creo que nadie se refiera a esa época como la edad de oro del magisterio español. No, no me parece tan mala la escuela de hoy, pese a que, como todo, es muy mejorable.

—No creo que fuera un paradigma de nada, máxime después de haber visto fotografías de libros, escuelas y alumnos de aquellos lejanos días. No creo que haya nada que añorar.

—No, no lo hay. Vale más centrarse en el presente y luchar para que no conviertan la escuela en lugar cerrado y maloliente, como pretenden algunos que quieren regresar a las “cuentas, cuentas, cuentas”. Que sea, por el contrario, un lugar agradable, donde se pueda debatir todo y estimar todo.

—Difícil lo tenemos con las fobias que se están despertando de un tiempo a esta parte.

—Tienes razón. Anoche, sin ir más lejos, estuve viendo una película que me puso los pelos de punta. Se titula Descifrando Enigma, en versión original The Imitation Game. Cuenta parte de la vida de Alan Turing, humillado, y tal vez asesinado, por su homosexualismo.

—Qué cosas. De esas actitudes sí que puede surgir una gran añoranza. En Grecia y Roma las tendencias sexuales y religiosas no eran perseguidas. Alguna cosa estaba más o menos mal vista; pero a nadie, que yo sepa, le costaba la vida. Las escuelas, como te he dicho, es otro cantar.

—A veces tengo la impresión de que no hubo un pasado glorioso. No, no lo creo. No obstante, y pese a todo, ese pasado hace que el presente y el futuro no aparezcan tan claros… Que hasta hace dos días, como les pasó a Oscar Wilde y a Turing, se condenara a una persona por ser homosexual… Vamos, ¡por Dios!

—Y algunos, con una putrefacta añoranza, pretenden volver a eso. De todas formas, y centrándonos un poco en lo que estamos diciendo, habría que definir muy bien qué entendemos por época gloriosa, y, sobre todo, por decadencia.

—Yo definiría decadencia como la pérdida de los valores humanísticos, es decir de la tolerancia y de la filantropía. La instauración de cualquier dogmatismo es decadencia.

—El otro día estuve leyendo un ensayo sobre los héroes clásicos griegos. En él se insinúa el principio de decadencia ya en tan lejanos siglos. Mientras que los héroes homéricos, Odiseo, Aquiles, Héctor, etc., realizan lo que tienen que realizar sin más ayuda que su ingenio, su lanza, y la aparición, de vez en cuando, de alguna diosa que los protege, los héroes de la siguiente generación realizan sus gestas ayudados por mujeres. Sin ellas nada hubieran llevado a cabo. Se ve claramente con Teseo y Ariadna, y, sobre todo, con Jasón y Medea.

—¿Se considera decadente aceptar la ayuda de una mujer?

—El ensayo que leí no me convenció lo más mínimo: obvia aquello que es importante en el mito, pero que no sirve para sus fines. Quiero decir que no sólo el final de Teseo y Jasón fue desastroso. También lo fue el de Agamenón, héroe homérico de la Ilíada, asesinado por su mujer, como sabes, al regreso de la guerra. Y la flota griega se hace a la mar, camino de Troya, gracias al bestial sacrificio de Ifigenia, una inocente niña. Pero de eso no se dice nada.

Me parece absurdo ese planteamiento de la decadencia por la intervención de las mujeres en las supuestas heroicidades de los hombres.

—Entonces, insisto —dijo Julia—, ¿aceptar la ayuda de una mujer es un principio de decadencia?

—Para algunas mentalidades, modernas aunque parezca lo contrario, sí. Ahora bien, me parece que deberíamos relativizar el concepto de decadencia. No creo, sinceramente, que esa ayuda de las heroínas, mujeres enamoradas, la consideren decadente ni siquiera los mismos griegos de la época. Los finales trágicos de estos héroes, Teseo y Jasón, provienen de su falta de virilidad, de la ruptura de los pactos o de las promesas, no de la ayuda de las princesas. Y de ahí nace la desmesura de Medea: ha sido vilmente traicionada por aquel que sin ella no hubiera logrado superar ninguna prueba, ni hacerse con el vellocino de oro, por supuesto.

—Tampoco Teseo hubiera salido del laberinto sin el famoso hilo de Ariadna, ¿no es así? ¿Qué tiene de decadente la ayuda de una mujer o de un niño o de quien sea?

—Nada. No tiene nada de decadente. Desde mi punto de vista. Tengo que decirte —le dije sonriendo—, como sabes, que a mí me enseñó a leer una mujer. Y pude terminar la carrera gracias a la ayuda de otra mujer. Nunca lo olvidaré.

—Me parece absurdo ese planteamiento de la decadencia por la intervención de las mujeres en las supuestas heroicidades de los hombres.

—Eso del heroísmo es otra cosa que también deberíamos cuestionarnos. Hay unas palabras de Medea, cuando ya ha sido abandonada por Jasón, que ponen los pelos de punta. “Dicen —añade Medea en un largo razonamiento— que nosotras vivimos una vida sin peligros en casa, mientras ellos combaten con la lanza. Mal calculan. Pues tres veces preferiría estar firme junto a un escudo que parir una sola vez”.2

—Me parece un acertado planteamiento: ¿cuántas mujeres han muerto en el parto a lo largo de la historia? Parir en Roma, otra cosa que no es digna de añoranza.

—Imposible de calcular. Infinitas.

—No es para añorar aquella época, ¿no te parece? Cualquier pobre de solemnidad hoy en día tiene mejores atenciones médicas que, entonces, las pudo tener el más poderoso de los reyes. Ya, ya sé lo que me vas a decir: en ciertos países y con ciertas gentes.

—Tú misma. Esperemos que algún día, pese a toda la estupidez que campea por ahí, tengamos todos garantizados todos los servicios más elementales. Y ahí sí, ahí hay un motivo de añoranza: en el discurso que Tucídides pone en boca de Pericles. En Atenas no se expulsa a ningún extranjero, ni se persigue a nadie por sus ideas o sus creencias…

—Esa es otra de las ventajas de hoy en día: en la escuela se reúnen niños de diversas razas y creencias. Es bueno que crezcan teniendo a su lado a gente distinta a fin de que no vengan luego con la martingala de que “en mi época eso no pasaba, o esa gente no es de aquí o…”.

—Creo que siempre ha pasado lo mismo. La única diferencia entre el entonces y el ahora es que entonces éramos jóvenes y teníamos toda la vida por delante. Y ahora estamos ya apurando las heces de la copa.

Yavé prefiere a Abel, el ganadero en contra del sufrido agricultor, provoca el rencor y el asesinato, y Afrodita convierte a Medea en su juguete.

—Bueno. También es vida. Así que vivamos.

—Por supuesto. Y lo haremos mientras tengamos una chispa de interés por las cosas. Para que veas que es así, te voy a insistir sobre el mito, o la historia, de Medea. La tragedia de Eurípides no tiene desperdicio. Hay un momento en el que Medea le tira en cara a Jasón su traición, el abandono de quien tanto hizo por él.

—Yo no hubiera reprochado nada: me hubiera ido sin más.

—Entonces —le dije sonriendo— nos quedaríamos sin tragedia. Medea, al contrario que tú, discute con Jasón, y se venga. Como te estaba diciendo, le tira en cara su traición, abandonarla por una princesa, por la herencia de un reino. ¿Y sabes qué respuesta le da él? Que nada le debe puesto que ella, Medea, estaba actuando, cuando le ayudó a hacerse con el vellocino, bajo los dictados de Afrodita. Pues ésta, a través de su hijo, Eros, hizo que Medea se enamorara perdidamente de él, e hiciera lo imposible por salvarlo. Él, Jasón, así se defiende, nada le debe en consecuencia.

—No le falta razón, ¿no te parece? Su agradecimiento debería ser para con Atenea…

—No, no me convence ese razonamiento. Al fin y al cabo él también se deja querer, y da palabra de matrimonio… No obstante, lo que me interesa es que Medea, pese a todos los crímenes que comete, llega a matar a sus propios hijos, no sufre ni recibe ningún castigo. Todo lo contrario. Y eso me llevó a acordarme de la Biblia, de Caín y Abel. Como sabes, Caín mató a su hermano. ¿Y qué castigo recibe de Yavé? Ninguno. Andar errante por el mundo, como todos. ¿No te parece que en el fondo tanto Yavé como Afrodita, y el resto de los dioses, se sienten culpables por las acciones de los humanos? Yavé prefiere a Abel, el ganadero en contra del sufrido agricultor, provoca el rencor y el asesinato, y Afrodita convierte a Medea en su juguete. Hasta que éste planta cara. Si Jasón no debe nada, Medea es inocente.

—No sé qué decirte. Vistas así las cosas, o nos salvamos todos o nos condenamos todos.

—No estoy de acuerdo con eso. Ni mucho menos.

—Entonces —me preguntó sonriendo—, ¿de qué época debemos sentir añoranza?

—¿Es obligatorio sentir añoranza? De la escuela que describe Josefina Aldecoa desde luego que no.

—Y de las acciones de Medea tampoco. Creo que lo mejor —añadió sonriendo—, en vez de pensar que nuestra época es la mejor, o qué época debemos añorar, es que te metas en la cocina, trajines allí un poco, y cenemos, luego, con moderación y alegría.

—Eso está hecho. Además, me parece una inmejorable solución.

 

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Notas

  1. Josefina R. Aldecoa, Historia de una maestra, Editorial Anagrama, Barcelona, 2001, p. 126.
  2. Eurípides, Medea, en Alcestis, Medea, Hipólito. Madrid, 1999. Alianza Editorial. Traducción de Antonio Guzmán Guerra, p. 115.
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