

El beneficio de nuestro estudio es habernos hecho mejores y más sabios con él.
Michel de Montaigne, Ensayos (“De la educación de los hijos”).
Sabía que iba a ser inevitable hablar de la famosa epidemia que está recorriendo todo el mundo. El coronavirus. Aunque también sabía que era inútil recomendarle nada a Julia: es una mujer inteligente, y sabe lo que debe hacer sin necesidad de que nadie se lo diga. Fue ella misma la que inició la conversación al verme llegar cargado con varias bolsas de comida.
—Eres un exagerado —me dijo sonriendo—. O un inconsciente de esos que van por ahí acaparando toda la comida que pueden. No hay ninguna necesidad.
—No he acaparado todo cuanto he podido. He cogido lo indispensable pensado que soy yo quien podía caer enfermo. Y entonces te quedabas tú a la pata coja.
—Te hubieras quedado cojo tú, porque yo no hubiera podido ir a verte. Y no tienes a nadie más. Mi hijo está lejos.
—Sí. Tienes razón. No tengo a nadie. Formo parte del ejército de los solitarios.
Una cosa es tener sentido del humor, reírse un poco, y otra muy distinta el continuo goteo de sandeces y memeces.
—Yo también. Pero para estas cosas, compras y demás, hay un par de personas en la finca que se preocupan por mí. De hecho ya han venido varias veces a preguntarme si necesitaba algo.
—Está claro que estas circunstancias siempre sacan lo mejor y lo peor de la humanidad.
—No obstante, cuídate. No salgas estos días. O mejor, quédate conmigo, y así se nos hará más llevadera la situación. Aquí ya lo sabes, tienes de todo: tu pijama, tu cepillo de dientes, ropa, todo.
—He venido con esa intención. He cerrado la casa, y me he traído trabajo para estos días.
—¿Estás haciendo algo para publicar o para las clases?
—Ni una cosa ni otra. Lo que estoy haciendo no se va a publicar. Seguramente hay versiones mucho mejores que la mía. Y con ese convencimiento, no voy a luchar por ella.
—¿El viejo proyecto?
—Sí, el viejo proyecto. Apenas nos dijeron que nos teníamos que quedar en casa por la pandemia esta del coronavirus, lo volví a desempolvar. Pero fue imposible trabajar los primeros días: el móvil no hacía más que sonar. Y no hacía otra cosa más que recibir mensajes con chistes y más chistes…
—Sí. Creo que se han pasado un poco. A mí también me han bombardeado. Hasta que silencié todos los grupos. Una cosa es tener sentido del humor, reírse un poco, y otra muy distinta el continuo goteo de sandeces y memeces. Algunas hasta de pésimo gusto.
—Eso sin olvidar a los arbitristas, que nunca faltan en toda desgracia o catástrofe.
—Oyéndolos, a ellos, y a muchos periodistas, no comprendo cómo somos un país tan atrasado. Si hacemos caso a sus recomendaciones, a sus gritos y planteamientos, nos ponemos por delante de todos los países del mundo en todo tipo de materias y en un periquete. Pues éstos saben de todo y entienden de todo.
—Eso va a tener de bueno este confinamiento: se silencia el móvil, no se conecta la televisión, y como no podemos salir ni ver a nadie, ni recibir visitas, fluye enseguida la vida interior. Y es una gozada. Para quienes la tenemos, claro. A otros se les va la luz, no pueden conectar la televisión, y llegan al borde del suicidio.
—No deja de ser curioso que los periódicos se hayan lanzado todos, o casi, a anunciar las series de televisión que se pueden ver estos días de necesario confinamiento en las casas. Ni uno solo ha recomendado un libro.
—Tal vez sea porque si la gente se pone a pensar, apaga la tele y deja de ver series, se fastidia el negocio.
—Bueno, pero florecería el de la imprenta. Y luego, como distracción, sería interesante que entrevistaran a algún autor en la televisión…
—Olvídate, Julia. La televisión jamás va a hacer eso. Refleja la medianía del país cuando no la vaciedad total. Yo prefiero más salir a caminar que ver la tele. Aunque ahora no se pueda hacer.
—Pero podemos hablar. Nadie nos lo va a impedir. Con mascarilla si quieres —me dijo sonriendo.
—Sí, pero con un pequeño agujerito para poder meter el cigarrillo por él. Ya lo he visto por la calle.
—¡No me digas! Desde luego hay gente para todo…
—Estamos dando unos ejemplos dignos de encomio. En el supermercado he coincidido con una señora con mascarilla y guantes de látex. Nada más salir del establecimiento se ha quitado los guantes y los ha tirado en plena calle. Poco después, otro, con la mano en la boca por miedo a morir de espanto, arroja el pañuelo al pie de una papelera… En fin, nemo dat quod in se non habet.
Como ahora hay barrenderos, tiramos los guantes a la calle, y las colillas, y los pañuelos, y hasta los botes de refresco.
—Siempre queda el recurso fácil de decir que la escuela no los ha sabido educar.
—Y no les falta razón. No lo hemos sabido hacer. Aunque ellos, como padres, todavía lo han hecho peor, mucho peor.
—Todo cuanto está sucediendo ahora, y otras muchas cosas que han sucedido, siempre me recuerdan el cuento aquel del padre y el hijo que se van a la aldea con un burro: si lo monta el padre, lo critican por permitir que vaya el tierno hijo a pie; si sube el hijo, lo ponen a caldo por la poca estima que muestra hacia su padre; si montan los dos, son más animales que el que los transporta, y sin van todos a pie, son unos imbéciles que no aprovechan lo que tienen a mano.
—A mí me recuerdan la fábula de Esopo: Zeus nos dio una alforja a cada uno de nosotros: en la de delante llevamos los defectos ajenos, y en las espaldas los propios.
—Pues eso. Hace muchos años, cuando empecé a dar clases, trabajé en un colegio que no me gustó nada. Pero tenía una cosa buena: terminadas las clases, los alumnos, por riguroso orden de lista, tenían que barrer el aula, borrar las pizarras y dejarlo todo limpio y ordenado para el día siguiente. Aquello me pareció una buena idea: creí que era una forma de responsabilizar a cada uno para no arrojar cosas al suelo, y tener un poco de miramiento con el material.
—Pero como ahora hay barrenderos, tiramos los guantes a la calle, y las colillas, y los pañuelos, y hasta los botes de refresco. Como decía un cínico, así le damos faena a esta gente que, de otra forma, estaría en el paro.
—Creo que por la misma regla de tres se debería volver a instaurar la pena de muerte; pero nada de ejecutar al reo en prisión: en la calle, así habría que hacer un patíbulo, gradas para los asistentes, paños mortuorios… Imagínate la cantidad de gente que íbamos a emplear. Y se podía mandar azotar a gente tan maleducada: habría que hacer látigos, formar verdugos… Me gusta la idea.
—Bueno. Cuando llegue al poder lo estudiaremos. Y dime, ¿qué pasó con aquellos alumnos que barrían y arreglaban el aula?
—Lo de siempre: que se metieron los padres de por medio. Y empezaron a clamar en contra del colegio: sus hijos no eran empleados de la limpieza, que el colegio contratara gente que hiciera esa faena que no tenían por qué hacer los alumnos, etc., etc., etc.
—Y el colegio se plegó a las benditas exigencias paternas.
—Por supuesto. Y hubo clases que parecían muladares. Una profesora, de hecho, se negó a comenzar la clase en tanto no recogieran los papeles y demás que habían tirado por el suelo. Ellos se negaron, ella se fue del aula, y ya te puedes imaginar a quién sancionaron. Le explicaron a esta buena profesora que había otros métodos…
—Eso lo oí también el otro día en el ambulatorio. Un supuesto enfermo le estaba explicando a otro enfermo doliente, en la puerta del médico, qué es lo que estaba sufriendo. Y que le iba a pedir al médico que le recetara tal y tal cosa, pues había leído en Internet que eso era mano de santo… Somos un país de sabios, pensé. Todos sabemos de todo y entendemos de todo. Para qué iría aquel pobre médico a la universidad teniendo enfermos tan ilustres. Dios mío, qué pérdida de tiempo. Por cierto, ¿tienes silenciado el móvil?
—No te preocupes, nadie nos va a molestar con estúpidos chistes: sólo suena si me llamas tú o tu primo. ¿Y tú?
—Exactamente igual: sólo suena si me llamas tú o tu hijo.
—¿Vas a trabajar estos días en tu viejo proyecto? ¿Lo vas a terminar?
—Sí, voy a trabajar en él. Pero no creo que lo termine. Como sabes es un homenaje a ella, y a su irrepetible forma de ser.
—No nos pongamos estupendos.
—Tranquila. No lo voy a hacer. Además, está muy en consonancia con todo cuanto estamos diciendo. Como sabes, siempre he sido una persona muy solitaria. Cuando llegaban las navidades me encantaba comprar grandes postales, eso si no las dibujaba yo mismo, y luego, con plumillas de letra redondilla, escribía unas felicitaciones que parecían manuscritos medievales…
—Y nunca te contestó nadie, ni te dio las gracias.
—¿Cómo lo sabes? Solamente lo hizo una persona, al cabo de algunos años. Repetí la experiencia con ella. Y le encantó. Conservaba todas mis postales como oro en paño. Y entonces me surgió la idea: iba a traducir para ella Cartas de las heroínas, de Ovidio; pero, además, las iba a transcribir en una gran libreta, hecha ex profeso, de mi puño y letra, con letra redondilla. No me dio tiempo a terminar el proyecto. Quizás fui demasiado ambicioso.
—Una pena. A mí, con tu permiso, sí que me gustaría leerlo.
Dada la edad que tengo, si me contamino, nos despediremos para siempre, lo sabes, ¿no?
—No falta mucho para acabarlo. Quizás lo haga en estos días de confinamiento obligatorio. Y no hay ningún problema: te lo pasaré y lo lees. Por supuesto. Eres lo único que me queda.
—Y tu primo. No lo olvides. Oye, ¿y cuánto crees que va a durar este encierro casero?
—No lo sé. Sólo espero que sobrevivamos.
—Dada la edad que tengo, si me contamino, nos despediremos para siempre, lo sabes, ¿no?
—Por eso no quiero que salgas de casa, y por eso he venido. Por cierto, antes de venir me he hecho las pruebas pertinentes. Estoy sano: le he dicho al médico que eso es lo que me tenía que decir. Y eso mismo me ha dicho.
—No hay nada mejor, de verdad, que dar con personas educadas y humildes. Lo eres, querido nieto. Así que doy gracias a Dios por haberte hecho estudiar, y que los estudios hayan hecho de ti una persona educada y buena.
—Siempre que me dices eso, o algo similar, es para, a renglón seguido, enviarme a la cocina.
—Da gusto hablar con gente inteligente. Y cuando termines, por favor, la arreglas un poquito. Que no se diga que no te he sabido educar.
—¡Cuánto me gusta estar contigo, Julia! Eres un encanto.
—Tú también, cariño, tú también.
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