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Diálogos con Julia (XXXVI)
Julia y la publicidad

martes 14 de abril de 2020
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Cneo Pompeyo Magno
En relación con la guerra civil, Pompeyo no dejó nada escrito. Sólo contamos con la versión de César.
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
¿Para qué decir la verdad, puesto que lo único lógico era la mentira?
Émile Zola, La bestia humana.

A lo largo de varias conversaciones nos habíamos planteado, Julia y yo, si era posible el conocimiento cabal no ya de un lejano pasado, sino del nuestro más inmediato. Sabíamos, con relativa claridad, dejando aparte lenguas y traducciones, que Cicerón contaba aquello que le interesaba, y César callaba lo que podía resultarle desfavorable. Con tales premisas presentes, aquella tarde Julia añadió más datos a la conversación, de la que derivó, cómo no, la necesidad de que yo me leyera cierto libro que me ayudaría a ahondar en la complejidad del asunto. Por fortuna no era muy grueso.

—Ya sabes —le dije ojeando dicho libro— que cada día que pasa desconfío más y más de esos volúmenes inacabables. Los megalón de los clásicos.

—Lo mismo me sucede a mí. No todo el mundo puede escribir Guerra y paz o El ingenioso hidalgo, por ponerte dos ejemplos.

—No es conveniente abusar de la paciencia del lector, desde luego.

—Sí, pero actualmente hay una tendencia inquietante hacia la farragosidad: las películas son casi todas de larga duración, las series televisivas se eternizan durante años, y los noveloncios que se editan son tan gruesos como la Biblia y el Diccionario de la Real Academia de la Lengua juntos, unidos y cosidos.

—Los antiguos no tenían ese defecto, o tamañas pretensiones. Por el contrario, las obras que nos han llegado son breves y algunas hasta concisas. Muy concisas.

La brevedad es un arte. Y es crucial una buena labor de síntesis. Cosa nada fácil de hacer, por otra parte.

—Es mejor así. Con la brevedad se gana en intensidad. Un par de veces he hecho la experiencia de ver alguna serie televisiva de las que me han recomendado amigas y conocidas, y entre los anuncios, y el famoso continuará, pierdes todo el interés que la serie, abreviada, podría tener. Amén de la cantidad de personajes que aparecen, que alargan la historia un día y otro día, y que maldita la importancia que tienen. Se nota enseguida el cañamazo, el desesperado intento por mantener el producto pese a que su esencia, si algún día la tuvo, se ha evaporado. Es imposible mantener la atención, la intriga y el interés, a lo largo de tanto tiempo. Se desinfla el producto. O se vuelve repetitivo.

—Espero entonces —dije blandiendo el libro que me había pasado— que este sea intenso dada la poca cantidad de páginas que tiene.

—No hagamos la tontería —me replicó— de medir la calidad de una obra por el número de páginas… No obstante, comprendo tus temores ante esos ingentes volúmenes o grandes mamotretos.

—Sí. Yo también tengo mis experiencia negativas al respecto. La última fue la lectura de un ingente libro explicando las causas de la caída del Imperio Romano. El autor da tantos detalles, resalta tantos y tantos hechos, mezclando lo banal con lo importante, que, al final, termina por no explicar nada.

—Hay una película —dijo Julia riéndose— de Woody Allen en la que un científico loco se plantea lograr un orgasmo de no recuerdo cuántas horas de duración. El resultado —añadió entre carcajadas— es terrorífico, como puedes imaginar. No. Es un error. La brevedad es un arte. Y es crucial una buena labor de síntesis. Cosa nada fácil de hacer, por otra parte.

—No, no es nada fácil. Y requiere, además, de grandes conocimientos.

—Y de saber lo que se va a decir, y a quién se va a decir.

—Eso también, por supuesto. Aunque, a veces, al autor, por muy astuto e inteligente que sea, también se le puede escapar el asunto de las manos.

—Claro, ni todos los lectores ni todos los tiempos son unos. Pero tampoco el autor puede manejarlo o dominarlo todo. Por eso es mejor la concisión, la brevedad.

—Yo, a veces, me he escandalizado, o me he echado a temblar, leyendo los relatos de César sobre la guerra, sea la civil o la de las Galias. Y son muy breves. E intensos, quizás por ser tan intensamente fríos… Imagino que narrando sus hazañas bélicas, César trataba de hacerse publicidad y de meterle el miedo en el cuerpo a sus enemigos y oponentes. Y tal vez en su momento lo consiguió. Pero hoy lo que despierta es todo lo contrario, asco y repulsa por la guerra. Muertes, hambrunas, bestialidades, degüellos, que silencia. Y muchas más cosas que, sin duda, también calla.

—¡La guerra! Me has recordado lo que le dice su padre a Inés, creo recordar, cuando ésta se despide de Gabriel Araceli, quien va a participar en la batalla de los Arapiles, Guerra de la Independencia. Se me quedó grabado. Dice: “La mejor batalla del mundo, hija mía, será aquella en que perezcan todos los soldados de los dos ejércitos contendientes”.1 Me dejó un poco sorprendida la dichosa frase.

—Tal vez se refería a la extinción de la guerra. Pero creo que ésta no se extinguirá mientras el hombre sea como es. Un ejército siempre reemplaza a otro. Y vuelta a empezar.

—Por eso prefiero lo que decía Erasmo: vale más una mala paz que la mejor de las guerras.

—Lo malo es que ésta goza de más predicamento, es más divertida. Y, en consecuencia, encuentra más eco entre la población. Cuando no es aprovechada como mera publicidad. Si lees los Comentarios a la guerra civil, de Julio César, verás cómo es constante la insistencia que hace éste en su búsqueda de la paz, en contar la cantidad de emisarios que, una y otra vez, envía a Pompeyo para evitar la guerra. Por supuesto nunca obtiene una respuesta favorable. La guerra, pues, es culpa del otro, como siempre.

—Esa actitud, teniendo en cuenta a Cicerón, y todo cuanto había detrás, es personalizar el asunto, o la crisis. Algo que ya se les escapaba de las manos, y a la que se había llegado haciendo oídos sordos a unas situaciones injustas, resueltas siempre en favor de un determinado grupo de personas.

—Eso está claro. Como hemos dicho en más de una ocasión, todo sistema político, o toda creación humana, si quieres, lleva en sí el germen de su destrucción. Tal vez por no saber adaptarse a los tiempos. El senado romano no lo hizo. Y aun así duró muchísimos años. El ejército y el dinero ahí tienen mucho que decir.

Una película que anuncien mucho a través de los medios, puedes tener la seguridad de que es mala, o cuanto menos, floja.

—Hay una cierta tendencia, muy humana por otra parte, de eternizar aquello que ha funcionado más o menos bien. El ejemplo más claro lo tienes con la constitución española de 1978. No hay forma de moverla.

—Ese inmovilismo, por supuesto, también obedece a muchos intereses.

—Por supuesto. Y hay una lucha a muerte por hacer triunfar la inercia o las viejas perspectivas. Y aquí también tiene mucho que decir la publicidad.

—Evidentemente. En eso César fue un genio. Hay un capítulo en Comentarios a la guerra civil en el que cuenta que los campamentos enemigos, partidarios de César y partidarios de Pompeyo, están separados por un río, el río Apso. Los soldados de ambas facciones, enemigos, desde las orillas del río, hablan entre ellos, habiendo pactado no atacarse durante aquellos coloquios. Pues bien, un día César manda allí a un legado suyo para que proclame a voz en grito todo cuanto se le ocurra para lograr la paz. De resultas de todo ello, surge la conveniencia de unas conversaciones, interrumpidas por las flechas de los pompeyanos, que hieren a algunos de los parlamentarios cesarianos.

—La paz era imposible.

—Sí. No la deseaba nadie. Y encima Pompeyo no dejó nada escrito. Sólo contamos con la versión de César. Y éste, pese al uso de la tercera persona, no tiene nada de objetivo. Se exculpa, o se hace publicidad favorable, como quieras.

—No debió de ser muy efectiva dado que terminó como terminó.

—Sí. Y así lo debió de comprender él cuando tanta insistencia hizo sobre lo mismo.

—Es sospechoso. Si te sirve de ejemplo, una película que anuncien mucho a través de los medios, puedes tener la seguridad de que es mala, o cuanto menos, floja. Aun así debe de ser muy efectiva la publicidad cuando algunas televisiones viven de ella.

—Sin duda —dije abriendo el libro que me había prestado. Siguió un breve silencio. El libro tenía muchas páginas subrayadas y con anotaciones escritas con lápiz. Por el distinto color de los trazos, más el cambiante tipo de letra, deduje que lo había leído y releído.

—Espero que te guste —sonrió—. Al menos es esclarecedor.

Sonriendo también, leí uno de los párrafos subrayados: “Es decir, somos quienes somos, quienes creemos que somos y quienes cree el otro que somos”.2

—Dicho de otra forma: me presento ante ti como quiero que me veas; tú me ves como te interesa, y la suma de todo eso, más lo que permanece oculto, nos forma y conforma.

—Muy complejo.

—Como la vida misma.

Santa Teresa de Jesús decía que la verdadera virtud se demuestra viviendo en el mundo o con las personas.

—No obstante, ni a César lo salvó la publicidad o el presentarse como él quería ser visto.

—Claro. Tú preséntate como quieras, pero nunca olvides que el otro te verá según sus intereses o su capacidad.

—Nunca he creído que por mostrar esta o aquella cara fuera mejor o peor. Lo más sensato es despreocuparse de lo que piensen los demás, que tampoco son infalibles.

—Eso se puede hacer según a lo que te dediques en esta vida. O lo que pretendas conseguir. Qué descansada vida

Beatus ille

—Ahí está la clave para lo que tú dices. Pero sea como fuere, entre las multitudes o en la soledad, hay una cosa que sí que eres, y en la que coincidimos todos los habitantes de esta espaciosa casa, cosa que, por otra parte, la demuestras continuamente —me dijo sonriendo y señalando la cocina con los ojos.

—Esa también es una visión interesada —dije levantándome.

—Sí, pero está llena de cariño. Además santa Teresa de Jesús decía que la verdadera virtud se demuestra viviendo en el mundo o con las personas. Y favoreciéndolas.

Habemus Caesarem.

—Per omnia saecula saeculorum.

 

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Notas

  1. Benito Pérez Galdós, La batalla de los Arapiles, capítulo XXX.
  2. Miguel de Unamuno, La novela de don Sandalio jugador de ajedrez. Ediciones Siruela, Madrid, 2005, p. 15.
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