Servicio de promoción de autores de Letralia Saltar al contenido

Diálogos con Julia (XXXIX)
Julia y las noticias

martes 5 de mayo de 2020
¡Comparte esto en tus redes sociales!
Julia y las noticias, por Vicente Adelantado Soriano
Los periodistas, aunque hay excepciones, gracias a Dios, no saben escribir, confunden el lenguaje escrito con el de su barrio. Fotografía: Bank Phrom • Unsplash
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
Los buenos demoledores abundan más que los malos arquitectos.
Benito Pérez Galdós, Prim.

Llegué a casa de Julia con un par de periódicos bajo el brazo: uno me lo habían dado por la mañana, era gratuito, a la entrada del metro, y el otro lo había comprado yo por rutina. Había leído las cabeceras de las noticias sin prestarles demasiada atención.

—Muchas veces —me dijo Julia en cuanto vio los periódicos— confundimos los deseos con la realidad. No quiero engañarme, por lo tanto. Pero ya llevo algún tiempo recurriendo, de nuevo, al periódico en contra de la televisión o de la radio.

—Yo —le repliqué— sí que suelo ver los telediarios.

—Yo antes también lo hacía. Y veía programas de debate. Hasta que me cansaron unos y otros. Los unos por superficiales y los otros por la mala educación de los contertulios: se interrumpen, no se dejan hablar, y la mayoría de las veces no dicen más que sandeces. A veces hasta parece que hablan al dictado.

Tampoco los periódicos se libran de esta ola de frivolidad que nos invade.

—A muchos de ellos, desde luego, se les adivina el pensamiento, por llamarlo de alguna forma, aun antes de que abran la boca.

—Sí. No sé hasta qué punto irán a esos programas pagados por algunos líderes o partidos políticos o las propias cadenas televisivas, porque está claro que imparciales no son. Y además, siempre aparecen los mismos personajes. Harta, de unos y de otros, dejé de ver los telediarios y los programas de debate, que más bien parecen gallineros que otra cosa. Y volví a los periódicos.

—Pues tampoco son una maravilla —dije dejándolos sobre la mesa.

—Sí. Efectivamente tampoco los periódicos se libran de esta ola de frivolidad que nos invade. Hay pocos periodistas que hagan un análisis lógico y cabal de la situación, y que escriban medianamente bien. Algunos, que hacen análisis con un cierto sentido común, que ya es mucho pedir, no escriben; se colocan delante de una cámara, hablo de los periódicos digitales, y graban lo que tienen que decir. De forma que leer ya sólo se leen los etiquetados de los productos cuando vas de compras.

—Tú sabes tan bien como yo —dije sonriendo— que nunca se ha leído mucho. Nada nuevo bajo el sol.

—Sí, claro que lo sé. Y lo noto, además, en esos periódicos que, a no tardar mucho, también dejaré de leer: los periodistas, aunque hay excepciones, gracias a Dios, no saben escribir, confunden el lenguaje escrito con el de su barrio, y lo trufan todo de expresiones sacadas de no sé qué idiomas… ¿Te puedes creer que estoy harta de leer esas imbecilidades como esa de “el día después”, “poner en valor”, “empoderar”, “noticia obtenida a pie de playa” y algunas lindezas más? ¿Dónde han aprendido estos el castellano? Deberían leer a Quevedo, entre otros. Aunque tal vez eso sea pedirles demasiado.

—Esa es una parte —le dije—; la otra, y no menos importante, es la manipulación que se hace de las noticias. Éstas no se dan como tal, sino que ya van trufadas de ideología, de comentarios, etc.

—Para eso está el lector inteligente. Debe saber leer entre líneas. Pero, claro, eso es mucho esfuerzo.

—Quizás ahí esté el problema. Vivimos unos tiempos superficiales, vacuos, sin consistencia. Es raro hoy en día, por ejemplo, quedar con una persona, y que ésta acuda a la cita o sea puntual. La amistad, en la Roma clásica, tenía sus reglas y sus normas. Era sagrada. Ahora la única norma, sea de amigo o de enemigo, es hacer cada uno lo que le viene en gana sin tener en cuenta la palabra dada o comprometida. Puedes quedar con alguien, y si ese alguien, camino de la cita, se encuentra con una hormiga que le hace gracia, te dejará plantado. El resto se cae por su propio peso.

—O quizás el problema —me dijo sonriendo— es que nos estamos haciendo mayores, yo ya lo soy, y no nos adaptamos a las nuevas circunstancias.

—Puede que tengas razón. He pensado eso mismo más de una vez… Te hice caso a lo que dijiste en una de nuestras conversaciones, y comencé a leer novelas. Y tengo que confesarte que no entiendo nada. No veo ninguna lógica, ni me despierta ningún interés. Prefiero, con mucho, los libros de historia. ¿Me he hecho mayor? Quizás.

—Algunas de esas novelas —dijo Julia condescendiente— tratan de reflejar el mundo caótico en el que vivimos…

—Sí, todo eso lo conozco. Pero creo que debemos tener claro que una cosa es la vida, y otra el arte, la novela, el cine o el teatro. Algunos, por no decirte muchos, de esos monólogos interiores de algunas de esas novelas, con su falta de lógica, me dejan indiferente, y eso cuando logro terminarlas. Sin embargo, los discursos, inventados o no, de los historiadores griegos y romanos, me llegan al alma. De todas formas, es posible que tengas razón, que esté envejeciendo, y que no sepa adaptarme a las nuevas tendencias, que ya no son tan nuevas.

—Quizás nos suceda lo mismo con las noticias y los periódicos. Están hechos para otra mentalidad, que, desde luego, no es la nuestra. Las noticias, en la televisión, aparecen trufadas de publicidad cuando no de lo que verdaderamente importa: el deporte. A él se le dedica todo el tiempo del mundo.

Panem et circensis.

—Sí, pero a pesar de eso la sociedad ha evolucionado y mucho. Antes, el común de los mortales no leía porque no sabía hacerlo. En compensación tenía cuadros y retablos en las iglesias. Hoy todo el mundo sabe leer, pero muy pocos leen. Y menos te sabrían explicar ninguno de los cuadros que antes colgaban de los muros de las iglesias, y ahora lo hacen de las paredes de los museos.

—Nos estamos haciendo mayores.

Quienes nos hemos educado oyendo hablar a Sancho Panza sabemos que quien algo quiere, algo le cuesta.

—Esa —dijo sonriendo—, seamos honestos, es otra frase hecha. Y tú lo sabes mejor que yo: todavía sigues en activo, sigues en las aulas. Pero esto, y ahí te doy la razón, no viene de ahora, no es nuevo. En Alcalá de Henares, creo recordar, los estudiantes, allá por el siglo XVI votaron a un inútil como rector dejando de lado a Nebrija, si no recuerdo mal. La explicación era que con el otro resultaba más fácil aprobar y terminar los estudios.

—La eterna ley del mínimo esfuerzo.

—Está bien que economicemos fuerzas. Que cambiando una vocal tengamos dos sentidos diferentes, col y cal, por ejemplo. Pero de ahí a no hacer nada, a la pura pereza… Se ha perdido la noción del esfuerzo, de la superación…

—Quienes hemos leído algo de literatura clásica, tarde o temprano, nos hemos tropezado con la famosa aseveración de que los dioses no regalan nada, o con el dicho griego de que las cosas hermosas son difíciles. Es cierto.

—Y quienes nos hemos educado oyendo hablar a Sancho Panza sabemos que quien algo quiere, algo le cuesta. No se pescan truchas a bragas enjutas.

—Siempre he pensado que ahí el cristianismo ha jugado un papel nefasto, como en muchas otras cosas.

—Explícate.

—El cristianismo entiende que tú debes pedir a dios lo que te haga falta; que si haces lo que éste te ordena, él te dará lo que tú quieres. Do ut des, te doy para que me des. Una relación mercantil. Eso no existía en Roma. Como tampoco nadie entendía que el trabajo, ganarse el pan con el sudor de la frente, fuera un castigo. Aunque, lógicamente, los grandes señores, ya con el imperio formado, dejaron de trabajar las tierras.

—El trabajo es fatigoso… Pero, al menos, estudiaban, leían, filosofaban.

—Por eso es más fácil tirar mano de las expresiones del barrio que utilizar un buen castellano. Hacerlo, como oír a Beethoven, los llevaría a tener que estudiar, y lo otro, como oír los zumbidos de hoy en día, no exigen ni piden nada. Solamente salir a la calle.

—No había caído en la cuenta. Pero sí, estoy de acuerdo contigo: el trabajo no es un castigo. Yo, al menos, he disfrutado mucho trabajando.

—Y yo. No ha habido cosa que me haya producido más satisfacción que estar toda una mañana, o un día, con un texto en latín, y ser capaz, al cabo de unas horas de arduo trabajo, de entenderlo. Mi abuelo me contaba el placer que le producía ver crecer el trigo en los bancales…

—Sí. Es cierto. Ahora bien, hay que tener en cuenta que, tal vez, seamos unos privilegiados: no todo el mundo trabaja en aquello que le gusta. Y entonces sí, entonces el trabajo se convierte en una maldición.

—Pero también hay que tener en cuenta el enorme esfuerzo que hicimos para llegar a él. Nadie nos regaló nada. Es lógico que esos trabajos no sean para quienes prefieren dormitar.

—Tampoco olvides que no siempre se alcanza lo que se desea. ¿No hubieras preferido tú dedicarte a la investigación en lugar de dar clases?

—Sí, por supuesto. Ahora bien, no me ha disgustado, ni me disgusta, dar clases. Hay un proverbio budista que dice que quien sabe vivir hasta en el infierno estará a gusto. O como diría Séneca, aquello contra lo que nada puedes tú, que nada pueda contra ti.

—Eso está muy bien. Hay infinidad de cosas que ni dominamos, ni dominaremos nunca.

—Cierto. Pero siempre quedan resquicios, y siempre hay que intentarlo. Sucede lo mismo que con las noticias: no te fíes, lee otras versiones, hojea otros periódicos, busca otros enfoques.

Las mentiras, el derrumbe sistemático a la verdad, desde luego, no nos conducen a la paz.

—De ahí la importancia de la censura. O de las grandes cadenas por hacerse con todos los medios de comunicación. Repitiendo todos al unísono lo mismo, como hacen los miembros de los partidos políticos, una mentira se convierte en una verdad. Por fortuna, todavía nos quedan los libros. Al ser minoritarios se pueden permitir el lujo de analizar, discutir y decir algo que se aproxime a la verdad.

—Tampoco te fíes mucho. Ya te he dicho en más de una ocasión, creo, que Julio César, en sus libros, miente como un bellaco. O silencia aquello que le puede perjudicar. Leer, por ejemplo, la frialdad con la que cuenta asesinatos en masa, o asaltos de ciudades, pone los pelos de punta. Todo, dice él, por mor de lavar su honor, por no caer en manos de un tribunal corrupto…

—Creo que no hay nada más absurdo, necio y bestial que una guerra. Y las mentiras, el derrumbe sistemático a la verdad, desde luego, no nos conducen a la paz. Las reacciones de muchos, cuando se dan cuenta de que les han tomado el pelo, pueden ser violentas.

—Todo eso, como sabes, es evitable. Pero hay demasiados intereses por el medio, demasiada vagancia, frivolidad y autocomplacencia. Un poquito de autocrítica de vez en cuando no nos vendría nada mal a nadie.

—Difícil me lo pones. Pero, como decía aquel, cultivemos el jardín. Y cenemos, que, sabido es, tripas llevan pies que no al contrario.

—Vamos a ello.

 

Otros textos de esta serie

Vicente Adelantado Soriano
Últimas entradas de Vicente Adelantado Soriano (ver todo)

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio