

Para Leonor T. Izquierdo, compañera infatigable de recorridos urbanos.
Hay que reírse de todo o lamentarse de todo.
Séneca, Sobre la ira.
La frase de Séneca, “hay que reírse de todo o lamentarse de todo” de joven me causó serios problemas. Sí, estaba de acuerdo con que hay cosas que no pueden producir nada más que risa, o, al menos, una sonrisa. Pero hay, había otras, que me provocaban todo lo contrario. Tímidamente, porque me parecía una irreverencia hacerlo, me preguntaba, una y otra vez, si también Séneca sonrió cuando fue obligado a suicidarse.
—Todo es relativo en esta vida —me dijo Julia con una sonrisa—. Nosotros, nacidos a la sombra de la Iglesia católica, hemos sido educados con el miedo a la muerte. Creo que es una terrible contradicción del cristianismo: esperan los cristianos el cielo, que todos creen tener asegurado por sus buenas obras, pero temen el tránsito para llegar allí. Comerse la gallina sin desplumarla.
El deseo nos hace tan desgraciados: jamás podremos poseer las estrellas.
—Sí, es cierto —le dije—; ya me percaté de la facilidad, según los textos clásicos, con la que romanos y griegos se quitaban la vida, sin miedo, creyendo hacer algo justo y debido, y el pánico, no al suicidio, que está prohibido y castigado con la pena de muerte, sino a la misma muerte que tienen los cristianos. Y los que no somos cristianos.
—¿Temes a la muerte? —me preguntó asombrada.
—No lo sé. Creo que sí. Pero cuando llegue te lo diré.
—Pues no hay nada que temer —objetó Julia con una sonrisa cada vez más amplia—. Si es el final de una larga enfermedad, descansarás, y si sucede de repente, ni te vas a enterar. Y si llegas a una cierta edad, puede que incluso la desees.
—Siempre me ha parecido mejor eso de que venga de repente. Como César, quiero que sea rápida y sin avisar. Pero, claro, no está en mi mano.
—Pues no pidas ni desees nada.
—¡Ah, el deseo! Desiderium. Para unos desear es estar sentado, sedere; para otros contemplar las estrellas, sidera, desearlas. Por eso el deseo nos hace tan desgraciados: jamás podremos poseer las estrellas.
—Sí, están un poco fuera de nuestro alcance, por mucho cohete que lancemos en su búsqueda. No por eso dejamos de tener nuestras limitaciones, que son muchas. Y una buena forma de vencerlas es el sentido del humor.
—Difícil de alcanzar.
—Tanto como la inteligencia, o el saber estar. Siempre, y no te voy a decir que no tengan razón, nos pintan a los viejos, a las personas mayores, para que nadie se ofenda, como unos niños que reniegan de todo y protestan por todo. Pero somos, al mismo tiempo, quienes tenemos la ventaja de reírnos de todo y por todo porque nada de cuanto hacemos, ni hemos hecho, tiene ni ha tenido la más mínima importancia. Eso se aprende a lo largo de la vida.
—Y de muchos desengaños.
—O de reconocer las propias limitaciones y aceptarlas. Sabes que a mí nunca me ha gustado competir. Pues bien, de joven, estuve apuntada en varios grupos de estos que salían a la montaña… pero el caminar, el contemplar la naturaleza, no iba con ellos. Ellos querían comprobar quién caminaba más rápido, quién llegaba antes a aquí o a allá, y quién era capaz de tragarse más kilómetros. De esta forma, cualquier salida se transformaba, para mí, en un tormento. Así que cuando yo no podía más, regresaba o me detenía e iba a la mía, como se suele decir. Y lo hacía a mi ritmo, parándome aquí, deteniéndome allá, disfrutando de este paisaje, del airecillo que me embalsamaba, de una fuente… Nunca me sentí inferior a nadie por no alcanzar ninguna meta ni llegar a donde ellos llegaban.
—En esta familia no tenemos ninguna aptitud deportiva. O competitiva.
—Tampoco nos hemos esforzado por tenerla. Lo cual tal vez esté muy bien. Ahora, es poco triste y penoso ver a la gente llorar por no haber conseguido una medalla de oro, o no haber sido el primero en esta o en aquella competición.
—Evidente: donde hay ganadores tiene que haber perdedores. Por mucho que a nadie le guste perder. Pero así es la vida.
Dicen que del amor al odio no hay más que un paso. Y ese paso, creo yo, lo único que anuncia es la falta de confianza en uno mismo.
—Y, además, sabes que quien gana hoy, puede perder mañana. Y hay que ser elegantes, tanto en el triunfo como en la derrota. Al fin y al cabo, la vida sigue.
—Es cierto. Quizás el humor sea el punto de equilibrio tan difícil de alcanzar, el saber estar, el no creerte del todo que eres el mejor, ni tampoco el peor. Uno más. Cuando leí el libro de Séneca, Sobre la ira, me percaté de que en la tragedia no hay sentido del humor. O yo no lo he sabido ver. Allí se va de un extremo a otro. Y así la Medea, deshecha en amor por Jasón, pasa a ser la terrible mujer de la venganza más cruel cuando Jasón la abandona…
—Dicen que del amor al odio no hay más que un paso. Y ese paso, creo yo, lo único que anuncia es la falta de confianza en uno mismo. ¿No había más Jasones en aquella época?
—No lo sé. Medea tal vez nunca se percató de que se enamoró de un espejismo, como casi todos. Hablando muy esquemáticamente, las tragedias griegas cuentan acciones, no someten a ningún tipo de introspección a los personajes. Para explicar, pues, que Medea se enamora de Jasón, se vale Apolonio de Rodas, el autor de El viaje de los Argonautas, de Eros, y de su famoso arco.
—Es una explicación tan válida como otra cualquiera, ¿no te parece?
—Sí, me parece que sí. Y creo que no está exenta de cierto humorismo. Quizás la cultura griega no esté falta de humor pese a las tragedias, o con ellas: me encanta, como hacen los trágicos, la creencia en el destino, en los dioses… A veces el hombre aparece como un juguete de los mismos, totalmente inocente de unas acciones que no puede dejar de realizar.
—Es un poco peligrosa esa idea.
—Sí, lo es. Por una parte nos priva del famoso libre albedrío, y por otra deja bien claro que tenemos muy poco margen de acción y elección. Y de ahí nace el humor. O debería nacer. Los dioses me van a obligar a hacer algo que yo no quiero. No lo hago. Vamos a ver lo que pasa.
—Que el hombre siempre lleva las de perder.
—Porque se toma en serio a los dioses. Tal vez en el fondo éstos no sean más que unos bromistas. Nos están advirtiendo continuamente de que muchas cosas no están en nuestras manos y que estamos equivocados. ¿Luchar por ellas? Sí, pero hasta cierto punto.
—Esa prédica puede ser un tanto peligrosa para algunos…
—Por supuesto. Para quienes se toman las cosas al pie de la letra. Medea, volvemos al tema, se podía haber evitado la tragedia si hubiese sabido que Eros, el dios del amor, lleva en el carcaj dos tipos de flechas: unas con punta de oro, el verdadero amor, y otras con punta de plomo, la indiferencia. A Medea le clava una flecha áurea. No así a Jasón, a quien no lanza nada, ergo… era cuestión de tiempo que Jasón siguiera los pasos de Teseo o viceversa.
—La inconstancia del hombre.
—De todo hay en la viña del Señor. Sabido es que también ha habido grandes amores, y que no forman parte de ninguna tragedia ni drama ni comedia. A veces el bueno de Eros, un niño un tanto alocado y juguetón, lanzaba flechas áureas a diversos y cercanos corazones. Y surgían y surgen verdaderos amores. Todos los hemos conocido.
—Sí. Tienes razón: todos los hemos conocido. De todas formas —añadió riéndose— tanto el bueno de Eros como los hombres en general estáis un poco de capa caída. El final del mito.
—¿Qué quieres decir? —pregunté con asombro.
—Hace tiempo —dijo riendo de buena gana— que ya no sois necesarios para procrear: hoy día va cualquier chica a una tienda de inseminación y se puede hacer madre sin haber entregado ningún hilo para salir del laberinto, o ningún ungüento para vencer al custodio del Vellocino de oro, a ningún boquirrubio tan constante como el viento en un vendaval. Eso es lo que sucede con Ariadna y Medea, ¿no?
—Exactamente.
—Hay una película, con mucho sentido del humor, que te recomiendo encarecidamente. Se titula Hysteria, de Tanya Wexler. No dejes de verla. Se cuenta, en ella, los inicios de los estimuladores sexuales femeninos…
—Ya. Empiezo a intuir por dónde vas. Las amazonas…
—No, esto no tiene nada que ver con las amazonas, o sí. Tal vez sí. Estas, las modernas, pueden parir sin intervención del hombre. Ya no necesitan a Heracles ni a los Argonautas para procrear. Y últimamente —añadió riendo— con el aparato ese que han inventado, el succionador de clítoris, ni siquiera para el placer sois necesarios.
—Desde luego las ciencias avanzan que es una barbaridad. Pero son unas ciencias inhumanas —dije sonriendo—: dejan de lado a media humanidad. No es justo.
Yo sigo pensando que los dioses son unos cachondos.
—Yo creo que es justo y divertido. Yo, al menos, me partí de risa el otro día al enterarme de que una mujer había robado no sé cuántos succionadores de clítoris y los había regalado a todas sus vecinas. Me imagino que éstas deben de estar encantadísimas con el tal juguete. Igual que en la película que te he comentado lo están las mujeres que prueban el aparato diseñado por los médicos. Un vibrador.
—Parece que el sueño de las Amazonas se ha hecho realidad. Aunque sin parir, o pariendo. De todas formas —dije sin saber muy bien qué decir— donde esté lo natural…
—Y lo de toda la vida —añadió Julia riéndose—. Pero tenemos que evolucionar, ¿no? Ya no hace falta aguantar al Manolo que llega del bar oliendo a tabaco y a cazalla…
—Me dan ganas de repetirte —repuse riéndome al mismo tiempo— lo que dice fray Jorge de Burgos en la novela El nombre de la rosa. La ciencia, dice, debe ser recapitulación, no investigación.
—Buen ejemplo me has puesto. Estaríamos todavía en la Edad Media y con los labios cosidos para no reírnos.
—Verba vana aut risui apta, non loqui. Yo sigo pensando —y voy a decir palabras vanas, añadí sonriendo— que los dioses son unos cachondos. Que al principio el ser humano era una esfera, la figura geométrica perfecta para los griegos, y que Zeus, por un quítame allá esas pajas, partió esa esfera por la mitad. De forma que el ser humano sólo es feliz cuando vuelve a la esfera, al estado originario. El resto, incluidos juguetes eróticos, son distracciones.
—Sí, pero qué distracciones, querido, qué distracciones —dijo riendo ya abiertamente.
—Vale. Me rindo —dije secundándola en las risas—. Ya no somos necesarios sobre la faz de la tierra. Va a ser un poco aburrido, pero en fin… ¿Qué quieres que haga para cenar?
—Tú mismo —me respondió sin dejar de reír—. La nevera está a rebosar, ábrela e inspírate.
—Dios mío, cómo estamos hoy. Ahora bien, no olvides que donde esté lo natural…
—Sí, la esfera demediada. Pero cuando no hay lomo de todo como. Y a veces habiéndolo.
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