

De la misma manera que, para el cultivo de la tierra, es necesario, primero que la tierra sea buena, y, luego, un labrador entendido y, después buenas semillas; del mismo modo la naturaleza se parece a la tierra, el maestro al labrador y los preceptos y consejos de la razón a la semilla.1
Plutarco, Moralia (“Cómo educar a los hijos”)
Entre los diversos libros que nos trajimos de la dulce Francia, casi todos de Jacqueline de Romilly, Julia se mostró muy interesada por uno en especial. En la librería le llamó poderosamente la atención Le trésor des savoirs oubliés, El tesoro de los saberes olvidados. Sin conocerlo, lo miró tan fijamente que, siguiendo su vista, me quedé esperando que, de un momento a otro, el libro saliera volando del estante hacia sus manos. No tardó en suceder lo que había imaginado, aunque a través de un mediador: el librero lo cogió con suma delicadeza y se lo ofreció como se ofrece un gran presente. El rostro de Julia se iluminó.
Yo, por el contrario, me incliné por aquellos libros que hablan de la Grecia clásica o tratan temas de filología. No hubo, pues, discusión a la hora de repartir el botín. Y ni de lejos me hubiera atrevido a poner la mano sobre aquel libro, ni tal vez Julia me lo hubiese permitido.
En muchas ocasiones he pensado en escribir un diario contando aquellas cosas que he olvidado, o me ha interesado olvidar.
—Más hacia delante haremos intercambio cultural —me dijo apretándolo contra su pecho y sonriéndome con dulzura.
—Faltaría más —le repliqué devolviéndole la sonrisa.
No tardó nada en comenzar a leer el dichoso libro. Habiendo leído solamente las diez o veinte primeras páginas empezó ya a hablarme de él.
—Es muy interesante —me dijo— todo cuanto dice esta mujer sobre la educación y la violencia.
—La violencia —le corroboré— es uno de sus eternos temas. O mejor dicho: centra gran parte de sus estudios en resaltar el rechazo de la cultura griega hacia cualquier tipo de violencia. Insiste en ese rechazo en muchos de sus libros. O, al menos, en algunos de los pocos que he leído yo de ella.
—Es, o fue, una mujer muy inteligente. Me hubiese gustado conocerla. Y, desde luego, no atribuye a una sola causa la violencia de hoy en día. Pero hay algo, además, en este libro, que me ha despertado varios recuerdos y pesadillas. Y viejas ideas que tuve en su momento, similares a las de Jacqueline.
—¿Sobre educación y violencia?
—Sí, en efecto. Al principio del libro habla de Proust, de los recuerdos, de la famosa magdalena, de la recuperación de la memoria… En muchas ocasiones he pensado en escribir un diario contando aquellas cosas que he olvidado, o me ha interesado olvidar.
—Arduo trabajo.
—Y tanto. Pero es curioso: leyendo el libro, con gran esfuerzo, todo hay que decirlo, por lo olvidado que tengo el francés, ha sucedido otra cosa que ha sido, para mí, la piedra de toque, la campana, la famosa magdalena proustiana.
—Es inevitable: al fin y al cabo los libros son aprovechables en tanto nos tocan las fibras. Y como los pianos: cuanto más teclas tengamos, más notas daremos o seremos capaces de despertar.
—Así es. Pues como te iba diciendo, leyendo el libro, en un momento de descanso, he leído en un periódico que un parlamentario inglés, un tal Jacob Rees-Mogg, en el parlamento, en tanto hablaban los miembros del mismo, estaba tumbado, como si estuviera haciendo la siesta, y con sonrisa de complacencia por no decir de desprecio.
—Sí. He visto la fotografía. Lamentable. Los parlamentos se están convirtiendo, si no lo eran ya antes, en verdaderos muladares. Es curioso: los guerreros, en la Ilíada, cuando se enfrentan entre ellos en la llanura de Troya, o tras un combate, se hablan con toda cortesía, con bellas y aladas palabras, jamás se faltan al respeto como hacen estos señores a dos por tres. Incluso intercambian regalos, pero sin la mala fe que se pone ahora: Héctor, tras el combate, le regala a Áyax, su oponente, su tachonada espada, y éste su bien labrado cinturón a aquél. Regalos nefastos: Áyax se suicidará lanzándose sobre esa espada tachonada de oro, y Héctor, muerto, será arrastrado por Aquiles, el de los pies ligeros, tirando de ese cinturón… Pero esa es otra historia. Te he interrumpido. Perdona.
—No hay nada que perdonar. Esa postura indolente de este señor, en el lugar indebido, su sonrisa de autosuficiencia, de estar perdonando la vida a todos, me ha parecido de una mala educación tan brutal como un puñetazo en pleno rostro. Sin embargo, fíjate, lo peor ya no ha sido eso. Lo peor ha sido un comentario de un lector, puesto al pie de la noticia.
—Acabáramos. La mayoría de esos comentarios los escribe gente ociosa que quiere demostrar no sé qué cosas…
—Aquí, el hombre, tras soltar dos palabras en inglés, cómo no, decía que no le parecía tan censurable la postura del lord en el Parlamento. Ahí comienza, o sigue, el fracaso escolar: ni respeto ni educación.
—Ya sabes lo que dijo aquel torero de un banderillero suyo que se metió a político: la profesión se degrada. Y en todo caso, es el fracaso de toda una sociedad, no de la escuela.
El exceso de democracia produce terror, y éste se traduce en que los profesores imitan a los alumnos en lugar de los alumnos imitar a los profesores.
—Me ha recordado un sueño que tuve durante una época, y que llegó a angustiarme. A lo largo de varias semanas salía de una clase sin lograr conectar con los alumnos, sin ser capaz de explicar nada medianamente bien… Era desesperante. Por las noches tenía verdaderas pesadillas: llegaba la inspección al colegio, y de resultas de varias pesquisas se ponía de manifiesto que yo no había terminado la carrera, que todos mis títulos estaban falsificados. ¡Dios! Me despertaba llena de angustia y con el corazón latiéndome a cien por hora.
—Siempre has sido muy exigente contigo misma. Los políticos alardean de estudios que no tienen. No hay más que oírlos.
—No sé vivir de otra forma que no sea exigiéndome… Pero dejemos eso ahora. A mí la postura de este señor, tumbado en un banco del parlamento, y el comentario del lector, me ha recordado la posición de muchos alumnos en clase y la relación con sus padres… Poco después de esas pesadillas con mis títulos, novata yo, tuve una tutoría con un padre. Era a principios de verano, ya con el curso casi terminado. ¡Y me vino a la tutoría con un bañador que era un mínimo calzoncillo! Me negué a recibirlo vestido de tal guisa. Aquel energúmeno montó en cólera, habló a gritos de la democracia y de sus derechos y me puso de vuelta y media. Pero yo, huyendo, me negué a sentarme frente a él. También yo tenía, y tengo, mis derechos.
—Es lamentable. El exceso de democracia, como decía Platón, nos ha llevado a esto… Y que termine aquí la cosa.
—Sí, sí. Eso también lo dice Jacqueline. Cita a Platón. El exceso de democracia produce terror, y éste se traduce en que los profesores imitan a los alumnos en lugar de los alumnos imitar a los profesores. Éstos los temen, a ellos y a sus padres. A mí aquel padre tan maleducado me produjo tal desagradable impresión que, durante varias noches, soñé que iba por la calle desnuda… ¡Dios mío! ¡Era una pesadilla! Creí que iba a enloquecer.
—No recuerdo quién envió a su hijo a que se educara en casa de Platón. Al cabo del tiempo, el muchacho regresó a casa de su padre. Y éste, un día, se enzarzó a gritos con alguien por un error, o por algo que no había sido hecho a su gusto. “Eso” —dijo el hijo ante los gritos paternos— “jamás lo vi en casa de Platón”.
—A eso iba. Y de eso, creo, todavía no lo he terminado, trata el libro de Jacqueline de Romilly. ¿Tú crees que ha servido de algo nuestra labor en la educación? ¿Hemos hecho las cosas bien? A veces me angustio pensando la cantidad de cosas que, ahora, haría mucho mejor.
—Y dentro de ochocientos años las bordarías. Y si vivieras más, todo lo pasado te parecería mejorable, como de hecho lo es. Pero el río Ebro, querida Julia, no pasa por la llanura de Troya. ¿Me sigues?
—Te sigo. Y sí. Es cierto. Nosotros no hemos educado a ese lord inglés, ni al energúmeno aquel que me vino a una tutoría casi desnudo… Lamentable. No sé ni cómo lo dejaron entrar en el instituto.
—Lamentable. La excesiva democracia nos ha hecho creer que todos somos iguales y todos tenemos derecho a hacer lo que nos dé la gana. Sin pensar nunca en el otro, por supuesto. Bueno, en el otro se piensa cuando hay que culpar a alguien de algo.
—Eso es lo malo: que nos culpamos los unos a los otros, y nadie carga con su parte de responsabilidad. ¿Qué educación le dieron a este señor para que se comporte de semejante forma en el parlamento?
—Seguramente le darían una educación exquisita. Pero no olvides que vivimos en un mundo donde prevalece el dinero por encima de todo. Y al rico y al loco todo les sienta bien. Por otra parte, los políticos no son un dechado de educación y buenas maneras. Ser educado no es rentable, no da votos. Por eso me he planteado yo, en más de una ocasión, si no sería mejor no darles tanto la murga a los alumnos con la literatura y la educación, clásica o moderna, César y Tito Livio, y decirles que cuanto más bestias sean, mejor les irá en la vida.
—No puedo estar de acuerdo contigo.
—Ni yo tampoco lo estoy. Pero no dejo de sentir un terrible escozor. Amo los libros profundamente, tú lo sabes. No obstante, vivimos en un país, y no creo que sea una excepción, donde se lee poco y se piensa menos. Hay un sitio para cada cosa —añadí pensando en su vieja tutoría— y un vestido para cada ocasión. El otro día un grupo de nudistas reivindicaba su derecho a ir desnudos por la calle…
Lo primero sería dictar una ley que prohibiera que cualquier maleducado ocupara un cargo público.
—No, no tienen derecho. Vivimos en sociedad. Como yo tampoco tengo derecho a ir disparando por la calle a farolas y semáforos y todo aquello que me moleste. Para eso está la educación. Y la educación es pensar en el otro, es solidaridad, tenerlo en cuenta.
—No para culparlo.
—Desde luego. Y coincido con Jacqueline: debemos cambiar muchas cosas si, de verdad, deseamos evitar el fracaso escolar. Hay que ilusionar a los jóvenes con cosas que, verdaderamente, tengan valor y que los llenen.
—Sí, pero eso no es cosa de la escuela solamente.
—Evidentemente. Es cosa de todos. Así que lo primero sería dictar una ley que prohibiera que cualquier maleducado ocupara un cargo público.
—¿Aunque valga mucho?
—Seguramente el trabajo no lo harán los ministros sino toda la gente que tienen detrás. Bueno, no sé… Hay tantas cosas. Y como dices tú, el Ebro no pasa por las puertas de Troya.
—Así es. Seguramente nos hemos equivocado en muchas cosas en las aulas. Pero algo habremos hecho bien. Siempre les hemos recomendado leer. Un libro, lo sabes, puede ayudar mucho. Y ser un verdadero alivio en muchísimas ocasiones.
—Sí. Tienes razón A veces me encuentro con ex alumnas y me saludan con cariño y efusión. Se alegran de verme… Y me hablan del día que les leí tal o cual poesía.
—Pues ya está. No hay más, Julia.
—Te pasaré el libro de Jacqueline en cuanto lo termine. Ahora hagamos algo de cenar, ¿te parece? Así aliviaremos este pequeño escozor de lo que pudo haber sido y no fue.
—Cómo no. Te voy a hacer sardinas con gabardina.
—Muy ocurrente.
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