

Las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres, pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias.
Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
No hacía falta que nadie me llamara para acompañar a Julia. Como ésta teme olvidar las citas con el médico tiene un calendario, enorme, sujeto con un imán, en la puerta de la nevera. En él, con círculos rojos, marca las fechas y las horas de las regulares visitas al ambulatorio. Por regla general, siempre acude a primera hora, si puede escoger, pues de esta forma le queda por delante toda la mañana. Sin interrupciones. Se asombró al verme en la puerta de su finca, pero no puso ninguna objeción a que la acompañara.
Yo tengo ese calendario suyo fotografiado en mi móvil.
Siempre han pintado el más allá como un mundo de horror y espanto. Aunque tengo que decirte, como seguramente ya sabrás, que en la Divina comedia el libro más divertido es el del infierno.
—Esto de ir al médico —me dijo a la salida de la consulta, camino de casa— es como el reo que va presentando recurso tras recurso ante el tribunal de apelación: te aplazan la pena, sí, te felicitan incluso, pero nunca abandonas el corredor de la muerte.
—Es la vida —le dije, ¿qué otra cosa podía decir?
—Es indudable. Y lo menos que podemos hacer es alegrarnos de contar con un poco más de tiempo. Siempre y cuando valga la pena.
—Evidentemente. En otras circunstancias creo que es preferible la muerte, diga lo que diga la Santa Madre Iglesia y quienes viven de ella y de sus inciensos. No es tan grave morir por propia voluntad. ¿O es que no se puede hacer uso del libre albedrío más que cuando les interesa a ellos?
—No, no es grave. Ni triste. Sobre todo para quien se va. Porque de la muerte —puntualizó sonriendo— siempre hablan los vivos.
—Desde luego. Quizás por eso, desde bien temprano, el hombre ha tratado de saber qué es el mundo de los muertos, cómo viven éstos, qué hacen… Todo fantasías, y muy limitadas por cierto. Desde la misma Odisea.
—Tal vez no podía ser de otra forma. Además, siempre han pintado el más allá como un mundo de horror y espanto. Aunque tengo que decirte, como seguramente ya sabrás, que en la Divina comedia, el libro más divertido es el del infierno.
—No me cabe duda.
—Con razón decía Lope de Aguirre que quería morir sin confesión a fin de ir al infierno: en el cielo no hay más que pescadores, carpinteros y doncellas tan estrechas como aburridas.
—Yo nunca me he imaginado así el más allá. Hubo una época durante la cual todas las noches soñaba con ella. Era un sueño repetitivo, absurdo, pero con infinidad de variantes. No obstante, el argumento siempre era el mismo: me había abandonado por otro, no había fallecido. Y yo, como otro Orfeo, iba a buscarla al más allá, o al inframundo.
—Sí, a veces la realidad es dura de aceptar.
—Por las mañanas, y despierto, lo aceptaba, pero por las noches se liberaban todos los fantasmas. Una vez —le confesé sonriendo— me imaginé, como un nuevo Orfeo, descendiendo a los infiernos. El corazón me brincó de alegría. Recuerdo que camino del Hades, o de lo que fuera, no cesaba de repetirme que no debía mirar atrás, bajo ningún concepto. Hasta la saciedad me lo repetí. Ya sabes que no tengo ninguna gracia cantando, ni sé tocar ningún instrumento. Aun así, no sé por qué, estaba seguro de que Eurídice se vendría tras de mí. Me enfrenté con Plutón y Proserpina. No sé lo que hice ante ellos, pero Eurídice apareció por allí… Y me desperté, empapado en sudor, cuando, con ella siguiéndome, estaba a tres dedos de llegar a la madre patria.
—Y el despertar —me dijo Julia con una media sonrisa— fue doloroso.
—Sí, lo fue. Mucho. Pero ahí comencé a sorprenderme a mí mismo. Pues a la segunda o tercera vez que se repitió este sueño, empecé a sospechar que la tal Eurídice estaba muy bien instalada en el Hades, y que no se deseaba salir de allí por nada del mundo.
—¡Vaya por Dios! —exclamó Julia—. ¿Crees que de verdad pasó eso?
—Bueno, Eurídice no estaba muy enamorada de Orfeo que digamos. Se casó con él porque éste tañía muy bien la lira, y cantaba como los ángeles. Tal vez ella se hizo morder por un áspid, antecedente de Cleopatra, en un día que Orfeo estaba afónico y un poco artrítico. Y luego, si te he visto no me acuerdo. Vete a saber lo que hacen en el Hades. Tal vez allí se esté tan ricamente.
—Tal vez, ¿por qué no? Aunque yo creo —me dijo ya en casa, tomándonos un café con leche— que Eurídice sí que estaba enamorada de Orfeo.
—La distancia siembra dudas.
—Sí, pero como diría el bueno de Sancho, de largas tierras, largas mentiras. Y tal vez el Hades esté muy lejos. Sea como fuere, los sueños, sueños son. Y cada uno sueña con lo que es.
—Pues yo de Orfeo tengo bien poco.
—Tendríamos que ir a un psicoanalista.
Tal vez deberíamos aprender de las películas americanas: me llama la atención que en esas películas, a dos por tres, se están abrazando.
—Mejor lo dejamos estar. ¿Soñaste tú cosas parecidas cuando falleció tu marido?
—No. Yo no tengo una mente tan clásica. Si soñé algo, no lo recuerdo. Lo que sí que recuerdo es que, al día siguiente del entierro, me desperté con la sensación de estar en otra habitación que no era la actual. Fue una sensación muy extraña. Y también repetitiva: amanecer tras amanecer, me veía en mi habitación de niña, en el pueblo. La cama estaba sobre un poyo de cemento. Y no sé a santo de qué, habían pintado mi habitación con una cenefa de soldaditos que daban la vuelta por las cuatro paredes. En aquellos momentos, éstos se movían y marcaban el paso… Me volví loca pensando si él me había contado historias de la mili o de la guerra, pero no conseguí descifrarlo.
—¡Vaya! —dije—. Qué cosa más curiosa.
—Hasta cierto punto, diría yo. Si lo piensas con un poco de atención, los dos estábamos haciendo intentos desesperados por salvarnos, por sobrevivir. Tú culpándola a ella de que te había abandonado por otro. Y yo regresando a la infancia, a unos soldaditos que divertían mis noches cuando, a la luz de un cirio, imaginaba que se movían y marcaban el paso o entraban en combate. Y me dormía, cursi que era yo, imaginándome una heroína o una enfermera… en fin, cosas de locos.
—Para que luego digan que la mitología y la fantasía está muerta.
—Está muerta para quien no la conoce. Y es curioso lo que me has contado. Curioso. Entronca directamente con el uso que hizo Garcilaso de la mitología. Se esconde detrás de ella para no mostrar su dolor como luego sí que harán los románticos hasta de forma un poco obscena.
—Me imagino que, como a ti, a veces el dolor me ha desbordado. Pero siempre he procurado que se adueñara de mí cuando estaba solo.
—Es lo mejor que se puede hacer. Lo contrario es poner a la gente en un aprieto, pues no sabe cómo comportarse. Tal vez deberíamos aprender de las películas americanas: me llama la atención que en esas películas, a dos por tres, se están abrazando. Aquí lo de tocarnos en un poco tabú.
—Depende. Porque hay personas que van marcando el fin de cada frase con un toque de atención al brazo más próximo que tienen. Es un vicio que me puede. Y a veces hasta me deja lastimado.
—Es un toque de atención, vale. Pero nada afectuoso.
—Sí. Tienes razón.
—De todas formas está muy bien no dejarse llevar por la tristeza. Hay que dominarla sea como fuere. Y es muy posible que tengas razón, y que en el Hades se esté tan ricamente. Y sí es así, y con la cantidad de personas que debe de haber allí, Gustavo Adolfo Bécquer se equivocó radicalmente: no son los muertos quienes se quedan solos, sino todo lo contrario.
—Entonces, pobre Orfeo, qué le habrá sucedido cuando fue él quien llegó a la eterna morada.
—Pues, supongo que nada, que encontraría otra Eurídice o similar, y aquí paz y allá gloria. Siempre hay un roto para un descosido.
—Me tranquilizas. Y sí, tienes toda la razón del mundo: son dos espacios distintos, diferentes. Y lo mejor es pensar que allí están muy bien, que se lo han montado de maravilla, y que lo mejor que podemos hacer es olvidarlos porque ellos ya tienen, como se dice tan neciamente, rehecha su vida. O eso o no hay nada. En cuyo caso viene a ser lo mismo.
—Sí, hasta en los momentos más dolorosos hay que tener prestancia y ser elegantes y comedidos. Y si la mitología te sirve para ello, ¿por qué no utilizarla? Y el humor. Éste nos coloca, inmediatamente, en el lugar que nos corresponde.
Est modus in rebus. Hay una medida en las cosas.
—Algo así decían los clásicos: asusta más la pompa de la muerte que la propia muerte. Esto no tiene mucha relación con lo que estamos diciendo, ¿verdad?
—¿Y qué más da? Imagino que te quedarás a comer, ¿no?
—Tengo que solucionar algunos problemas burocráticos sin falta.
—Pues soluciónalos y vente. Te prometo que seguiremos hablando de Orfeo y de los soldaditos. Sin tristezas ni amarguras.
—De acuerdo. Est modus in rebus. Hay una medida en las cosas.
—Hayla. Y si no la hay, la buscaremos.
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