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Diálogos con Julia (XXIV)
Julia y la melancolía

martes 21 de enero de 2020
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Julia y la melancolía, por Vicente Adelantado Soriano
De mayor, todo son esperanzas en proyectos y planes. La mayoría de los cuales, inútil es decirlo, no se cumplen. Y entonces viene el desencanto. Fotografía: Sam Burriss • Unsplash

Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.

En realidad, podemos considerar que todo el mundo bucólico es una especie de edad de oro, porque, como ya he recordado, todas las Bucólicas son una utopía, y la edad de oro no es más que una versión perfecta del ideal bucólico.
Nicola Gardini, ¡Viva el latín! Historias y belleza de una lengua inútil.

No sé si el estado de ánimo de los dos, el de Julia y el mío, se debía al cambio climático, o a otras circunstancias no tan fácilmente mesurables. Cito el cambio climático porque fue ella quien dijo, al percatarse de que estábamos deslizándonos hacia la melancolía, que abril es el mes más cruel. Le recordé que estábamos en marzo, y que los versos de Eliot no venían muy a cuento en ese momento. Fue entonces cuando habló Julia del cambio climático.

—Tenía que advertir el poema, nota a pie de página —me dijo con una sonrisa—, que las estaciones meteorológicas ya no son lo que eran; que el mes más cruel, por lo tanto, comienza en marzo.

La infancia es la etapa de la vida en la que no se tiene noción de ninguna esperanza. Se vive el presente.

—Y se alarga unos cuantos siglos.

—Tampoco hace falte exagerar —apuntó con una breve sonrisa—. Aunque algo de razón tienes. Recuerdo que siendo ya un poquito mayor, fui al cine. Vi una película que, en su momento, me encantó, El desencanto, de Jaime Chávarri. Es un documental sobre los hijos del poeta Leopoldo Panero. Pues bien, en un momento de la película, Leopoldo María Panero, el hijo mayor, creo, dice, más o menos, que en la infancia vivimos, y luego nos sobrevivimos. La infancia se convierte, pues, en la época dorada.

—Bueno —dije con un innato deseo de llevarle la contraria—, yo creo que vivimos siempre. Aun cuando nos estamos muriendo continuamente.

—Morimos día a día, desde luego. No obstante, aquella sentencia, dicha con una voz profunda, casi rozando la borrachera, me impresionó en su momento.

—Evocando al fantasma de Séneca, hágase entre nosotros, te diría que la infancia es la etapa de la vida en la que no se tiene noción de ninguna esperanza. Se vive el presente. Los días se suceden unos a otros sin complicaciones, o con las mínimas. Los días son plenos, completos, cerrados en sí mismos… Luego, de mayor, todo son esperanzas en proyectos y planes. La mayoría de los cuales, inútil es decirlo, no se cumplen. Y entonces viene el desencanto, el soñar con aquella edad dorada, aetas aurea, que jamás existió. ¿O sí?

—Creo que te contradices, y que la infancia, cuando uno no sabe ni hablar, es la edad dorada. Existió.

—Pues qué edad dorada tan limitada.

—No se puede tener todo en esta vida. Y lo breve…

—Pues de eso, precisamente, de quererlo todo, surge la esperanza. Y ésta, como las religiones, es una engañifa. Hay que aprovechar el presente, vivirlo y dejarse de proyectos, si se puede, que jamás se cumplirán.

—¿Me estás diciendo —me preguntó sonriendo— que no iremos al cielo?

—Yo particularmente no me creo merecedor de ningún cielo. Me gustaría, eso sí, tener todas las galaxias a mi disposición para poder recorrerlas con mi mochila y mis botas de siete leguas, sin olvidar la botella de agua.

—Y encontrarte por allí con Séneca, Cicerón y todos los demás…

—No sé. No creo que me dijeran mucho más de lo que ya me han dicho a través de sus libros. O igual —dije riéndome—, igual me acusaban de plagio en cuanto me pusiera a hablar.

—Entonces las galaxias se iban a convertir en un clamor: todos se acusarían a todos de lo mismo. Los poetas griegos, los creadores de la bucólica, pondrían al bueno de Garcilaso cual no digan dueñas.

—Se salvarían los escritores malos, que no imitan a nadie.

La melancolía es el ardiente deseo de regresar a un lugar en el que hemos estado, pero del que no guardamos una noción muy clara.

—Y por eso son tan malos.

—Pero quizás en otra dimensión fueran buenos. Ten en cuenta que las lenguas se han formado por errores, o variaciones no muy correctas, que, poco a poco, se han ido asentando y conformando una norma. Esa norma se rompe con el uso, y vuelta a comenzar. Puede suceder lo mismo con la estética.

—¿No hay nada estable entonces? ¿Ni la misma estética? ¡Uf! —exclamó—, vaya tontería que he dicho. Todo es mudable y cambiable.

—Efectivamente: nadie se baña dos veces en el mismo río.

—Sin embargo, hay cosas que perduran: la muerte, el amor, la melancolía… A veces me da la impresión de que la melancolía es el ardiente deseo de regresar a un lugar en el que hemos estado, pero del que no guardamos una noción muy clara. Algo así como “entonces estuve bien”, “fui feliz”, pero sin poder precisar cómo, dónde ni por qué.

Et in Arcadia ego. Tal vez tengas razón. A menudo he pensado que toda la literatura clásica no es sino un terrible canto a la melancolía, a ese paraíso perdido que nunca jamás se va a recuperar. He oído varias veces que la ciencia-ficción no es más que una utopía, similar a las de Platón, Moro, Erasmo u otros, ambientada en un futuro que ya se ha hecho pasado.

—Y la bucólica es lo mismo. Tienes razón. Está teñida de melancolía, de paisajes equilibrados, pastores cultos, una naturaleza amable…

—Y sin la venenosa serpiente que muerde el perfecto y blanco pie de Eurídice.

—Efectivamente. Cuando ella muere, Orfeo se transforma en el gran melancólico. Pero éste, al menos, lucha por salir de esa melancolía: viaja al Hades en busca de Eurídice.

—Y ya conoces el resultado: hay situaciones de las que no se puede escapar. Incapacidad humana. O ignorancia.

—Sí, pero lo malo, lo terrible, de la melancolía, no es que no se pueda escapar de ella. Lo terrible es que es tan cambiante como el hombre, o como el tiempo, que no respeta nada, que no deja títere con cabeza, por decirlo más plásticamente.

Julia se quedó callada durante unos segundos. Me miró directamente a los ojos, y me preguntó:

—Sabes de lo que hablo, ¿verdad?

—Lo intuyo.

—Creo —dijo con un tono muy serio— que a nadie he querido más, olvídate de tu primo, que a mi marido. Tras su muerte, todos los recuerdos se tiñeron de tristeza, ternura y melancolía. Luego, pasados unos años, como si me estuviera volviendo loca, comencé a acusarlo de haberse muerto, y haberme dejado sola. Y ahora me ha pegado por pensar que si hubiera vivido más, nos hubiésemos separado.

—¿Y eso? —pregunté extrañado.

—Por el apego a su familia, que anteponía a su hijo y a mí… pero eso es lo de menos —explicó sacudiendo la cabeza—. Lo importante, lo que me parece significativo, es la defensa que, tal vez de forma inconsciente, estoy levantando contra la tristeza y la melancolía.

—Es un viejo truco: reinterpretar la historia para poder seguir hacia delante. No hay nada de malo en ello.

—No he dicho que lo hubiera.

—Por si acaso. Tampoco he dicho yo que sea una cosa consciente, que se haga a sabiendas. Somos unos pobres mortales que nos defendemos como podemos. A veces de forma muy necia y absurda. No es tu caso —me apresuré a decir—. No me malinterpretes. Al fin y al cabo no le haces daño a nadie.

—El daño me lo hago a mí misma.

—No hay rosa sin espina. Tal vez ese mismo dolor te haga seguir hacia delante: aquello no fue tan maravilloso, o sí; pero sea como fuere, el resultado es el mismo: ya no existe. Y tú tienes que sobrevivir.

—Pero no es lo mismo hacerlo de una forma que de otra. Yo creo que inconscientemente, me he rebelado contra Garcilaso, contra aquel bellísimo soneto de

A Dafne ya los brazos le crecían…
(…)
a fuerza de llorar, crecer hacía
el árbol que con lágrimas regaba.

¿Lo recuerdas, no?

—Sí. Apolo persiguiendo a Dafne y ésta, deseando preservar su castidad, es transformada por Zeus en un laurel. Apolo, llorando la transformación de la joven, abrazado a ella, la hace crecer con sus lágrimas. Es un bello ejemplo de lo que es la tristeza y la melancolía.

—Contra eso, según tú, hay que reescribir la historia. O es lo que he hecho yo inconscientemente.

Moriremos los dos. Y no hay nada más de qué preocuparse. Ni siquiera de nuestro entierro.

—Hagas lo que hagas, en este caso, no tiene la más mínima importancia. O la importancia estaría, desde luego, en sacar fuerzas de flaqueza y continuar con lo que se tiene. Lo que hay detrás está todo muerto.

—Yo lo puedo modificar. Revivirlo a través de la memoria, como otro Frankenstein. Aunque ya sé lo que me vas a decir: no puedo bajar al Hades entre otras cosas —dijo sonriendo— porque no sé tocar ni la lira ni ningún otro instrumento. Además, canto fatal.

—Mientras sepas que son fantasías, y no andes buscando cotufas en el golfo, todo irá bien.

—Me da miedo la locura.

—Y a mi ir al infierno, y estar allí con Pedro Botero.

—No se puede hablar contigo.

—Pues no haces otra cosa. Y ni tú te volverás loca, ni yo iré a visitar a don Pedro y sus calderas de condenados. Moriremos los dos. Y no hay nada más de qué preocuparse. Ni siquiera de nuestro entierro: nos dejen donde nos dejen, el camino al infierno es el mismo desde todos los lugares. Esto último es un regalo para ti, pues es una cita de tu amigo Cicerón.

—Alabado sea el Señor.

—Sea por siempre alabado. Y hagamos la cena, y así podremos hacer otra oración de acción de gracias.

—No se hable más, que enseguida brota la melancolía y el ansia de una vida mejor.

 

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