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Diálogos con Julia (LXII)
Julia y Heráclito

martes 13 de octubre de 2020
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Julia y Heráclito, por Vicente Adelantado Soriano
¿Quién fue el filósofo que afirmó que nadie se baña dos veces en el mismo río?

Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
 

Y Hermes le dijo [a Pitágoras] que eligiera lo que prefiriese a excepción de la inmortalidad. Entonces le pidió conservar la memoria de sus vivencias, tanto vivo como muerto. De manera que lo recordaba todo.
Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de filósofos ilustres.

Aun antes de sentarme en el cómodo sofá, y sin apenas contestar a mi saludo, Julia me formuló la pregunta. Imaginé que llevaba algún tiempo dándole vueltas a la misma; iba a ser, pues, el inicio de un nuevo análisis o indagación. Al fin y al cabo, le hubiera resultado muy fácil hallar la respuesta sin mi mediación.

—Oye —me dijo—, ¿quién fue el filósofo que afirmó que nadie se baña dos veces en el mismo río?

Aquello que antes lo veía como negativo, aparece ahora como positivo, o sin importancia.

—Heráclito de Éfeso —le repuse sonriendo— alias el Oscuro. Parece ser que su filosofía no era nada clara ni fácil de entender. Al menos para el común de los mortales.

—No te pregunto por su filosofía. Te he preguntado por él porque esta mañana, nada más levantarme, me han asaltado un par de recuerdos. La cosa no tiene más importancia en sí. Lo importante ha sido el giro que han tenido esos recuerdos en mi cabeza.

—Es decir, que éstos han pasado de ser tristes o alegres a lo contrario.

—Sí, es curioso —me explicó—. Por regla general mis recuerdos siempre tienen un carácter negativo. No soy muy optimista que digamos, así que los recuerdos, de una forma o de otra, afianzan ese pesimismo. No obstante, de vez en cuando, me sorprenden. Como hoy. Aquello que antes lo veía como negativo, aparece ahora como positivo, o sin importancia. Por eso, sin duda, me ha venido a la mente el famoso principio de que nadie se baña dos veces en el mismo río. Y he querido saber.

La memoria es un tema que siempre me ha fascinado. Me lancé a defenderla.

—Como sabes —le dije— hubo una época, las modas y los tópicos del momento, en la cual se tiró por los suelos la memoria. Venían a decir, los vilipendiadores de esta joven musa, que de nada sirve estudiar aquello que no se va a recordar. Absurdo aprenderte las declinaciones del latín si no vas a estudiar clásicas; absurdo estudiar física a menos que te vayas a hacer físico, y recuerdes en la vejez las lecciones que oíste en la juventud; absurdo oír música si no sabes distinguir a Mozart de Beethoven… Como puedes ver, una memez. Entre otras cosas porque cada uno es dueño, hasta cierto punto, de sus recuerdos.

—Es, por otra parte, una forma bien sencilla de cargarse la cultura. El recuerdo también sirve para transformar la vida, o darle un pequeño giro…

—Efectivamente. Además, yo creo, como dice la Biblia, que hay un tiempo para reír y otro para llorar. Aplicándolo al tema en el que estamos, hay un tiempo para memorizar, y otro para darle brillo a la memoria. De joven, de niño, era capaz de ponerme delante de un libro y aprenderme de memoria las declinaciones, los verbos, y lo que me dijeran. Ahora me resulta imposible.

—¿Se debe a que con el tiempo vamos perdiendo capacidad o entusiasmo?

—No creo. Entusiasmo yo no he perdido. Ni ganas de aprender tampoco. Sencillamente los métodos utilizados son otros. Tiene razón Heráclito: no nos bañamos dos veces en el mismo río. Cambiamos nosotros, y con nosotros van cambiando los recuerdos, y la forma de aproximarnos a ellos. Y todo.

—Sí, eso lo he experimentado en más de una ocasión. A veces me he empeñado en fijar ciertos recuerdos como si fueran una foto. Impasible al tiempo. Ese recuerdo, pese a todo, cae en el cajón del olvido, y cuando vuelve a surgir viene con la pregunta añadida de si es ficción, sueño o realidad. Es como cuando te encuentras con una vieja foto de otros tiempos: por muy bien revelada y guardada que esté, los colores se van degradando. Además, ya no se sabe quién es el personaje de la izquierda, con su sonrisa desdibujada… A veces ni uno mismo se reconoce.

Aquel señor me daba pánico. Así que cuando me llamó la primera vez para ir a su mesa, no contesté.

—Yo creo —le dije sonriendo— que los únicos recuerdos que permanecen inalterables son las declinaciones del latín, las tablas de multiplicar, la lista de los reyes godos, que la ele con la a, hace la, y poco más. Todo cuanto es cuestión personal, las vivencias, se van modificando. Como nosotros. Y a veces son de una inestimable ayuda.

—Sí. Es cierto. Yo tenía un recuerdo que me atormentaba. Jamás se lo conté a nadie. Ni lo he contado, por la sencilla razón de que me daba vergüenza. Me acordaba de aquello y me ruborizaba. No podía evitarlo. Estando en primero de carrera, tuve un profesor de latín que era un maleducado, un bestia. Sabes que en aquella época teníamos, los de letras, dos o tres cursos de latín. Pues bien, aquella mala bestia nos llamaba, por orden de lista, para ir a su mesa, colocada encima de una elevada tarima. Allí teníamos que leerle nuestra traducción, y responder a sus preguntas, ante toda la clase. Ocasión que aprovechaba para humillar al alumnado, más si se trataba de mujeres. Las necias preguntas, ante el más mínimo error, sobre la regla, la menstruación y demás, estaban a la orden del día. Alumna hubo que bajó de la tarima llorando a moco tendido.

—Seguramente, y dada tu edad, sin ánimo de ofender, aquel bestia sería un afecto al régimen, sin idea de latín, ni de nada. Trataba de defender su incompetencia y falta de ética con humillaciones y desmesuradas muestras de poder.

—Eso mismo pensé yo más de una vez. Siempre me quedé con ganas de preguntarle a cuántos había mandado al paredón para hacerse catedrático de latín. No hace falta que te diga que en clase no explicaba nada, ni decía nada: seguía, en todo, un texto bilingüe del que no se separaba ni para dormir.

—¡Dios, qué época! ¡Qué triste fue todo aquello!

—La cuestión es que aquel señor me daba pánico. Así que cuando me llamó la primera vez para ir a su mesa, no contesté. Insistió en el llamado. Y yo, a fin de hacerlo callar, me levanté y dije que esa chica estaba enferma. Aquel, como siempre, salió con sus acostumbradas faltas de gusto y ética… ¿Y sabes lo que hice? No asistir nunca más a sus clases. Ni me presenté al examen. Renuncié a la beca. Pero estudié como una loca. Y superé, con creces, el examen de septiembre. Y lo mismo tuve que hacer al curso siguiente, y al otro… Pues bien, no ha habido vez que no haya recordado eso, y que no me ruborice, me salten las lágrimas, y me maldiga.

Nada se puede cambiar, salvo mi percepción de los hechos. Cada uno lucha como puede.

—No eres tú, precisamente, quien se tenía que avergonzar. Quienes tenían que hacerlo ni saben lo que es la vergüenza ni la ética.

—Al cabo de muchos años de no querer acordarme de aquello, hace unos días, el recuerdo me asaltó de improviso. Esta mañana lo ha hecho con una nitidez increíble. Y lo bueno del caso ha sido que, a mis años, con los dos pies en los estribos, el recuerdo ha dado un giro inesperado. Me he reído. Conseguí zafarme de la bestia peluda. Y conseguí aprobar. Pagué con la beca. Pero, aun así, creo hoy, valió la pena. No soporté su fétido aliento, ni temblé delante de él. Fue un triunfo para mí. Así lo veo ahora.

—Como sabes, todo es relativo. Hay gente que te dirá que hiciste mal, que debías haberte enfrentado…

—¿En aquellos tiempos? ¿Siendo mujer? ¿Sabes lo que dices? ¿Sabes a lo que me arriesgaba? La universidad estaba tomada por tipos como él. Los había en grandes cantidades y de todos los tamaños. De todas formas, da lo mismo: nada se puede cambiar, salvo mi percepción de los hechos. Cada uno lucha como puede. Aquel tipo nada pudo contra mí. Y yo no estaba dispuesta a que me estropeara mi carrera. Y lo logré. Como sabes, la fuerza de voluntad es la constante de nuestra familia. ¿Qué te parece?

—Sí. Recuerdo haber oído comentar, muchos años después, tus “fracasos” con el latín. Causaban asombro esos suspensos, dadas las demás notas. Y más asombro causaba tu silencio. Fue la comidilla de la familia durante mucho tiempo.

—Nunca se lo quise contar a nadie. Me daba mucha vergüenza. Por mi cobardía, si quieres. Y por muchas cosas más. Hace un par de días, y con medio siglo de retraso, cambió mi visión, el río y yo.

—Los bustos de Heráclito deben de estar sonriendo. Sin duda. Y es curioso, Julia, muy curioso lo que pasa en la vida.

—¿A qué te refieres?

—A que algo similar me ha sucedido a mí. Podríamos escribir un tratado titulado Recuerdos paralelos. Verás, hace muchos años, muchísimos, estuve saliendo con una chica. Es un decir, porque de cada diez citas, aparecía en una y media. El resto eran plantones. El más sonado, el que más me dolió, fue el de una noche de sábado. Un amigo me había recomendado una película que acababan de estrenar, Barry Lyndon, de Stanley Kubrick. Quedé con ella en que iríamos a verla los dos juntos y de la mano. La esperé en un bar durante más de media hora con las entradas en el bolsillo. Me fui luego al cine esperando que estuviera en la puerta. Entré, solo, cuando la película estaba a punto de comenzar. Y vacía permaneció la butaca de mi derecha durante toda la proyección.

—Una maleducada, sin duda.

—Estaba dolido. Muy dolido. Pero aun así la película me encantó. Ahora bien, no había vez que me hablaran de ella, o de sus actores, u oyera la música, que no se me redoblara el dolor.

—Normal. Aunque a veces es mejor…

—Hace unos días la volví a ver en la televisión. Me siguió pareciendo una película hermosa, con una preciosa música, una impagable fotografía, ambientación y actores geniales. Y el gozo fue doble. Pues recordé que, herido por este último plantón, dejé de llamar y de ver a aquella chica. Entonces fue ella quien insistió gastando un par de bromas necias y absurdas. No quise volver a quedar con ella. Y viendo la película por la tele, el otro día, recordé que gracias a aquella ruptura, gracias a aquel plantón, acudí, solo, a las pocas semanas, a una cena. Y allí la conocí a ella. Y sí, valió la pena. No sé por qué he tardado tanto tiempo en percatarme de ello. Fue de golpe. Una silenciosa inundación de alegría. Frente a la tele, Barry Lyndon se convirtió en una película doblemente hermosa. En un río que me estaba despojando de todo el absurdo dolor.

—Precioso. ¿Y ves? No hay que darles mucha importancia a las cosas. A veces un dolor, que creemos insoportable, nos conduce a una gran alegría.

—¿Y por qué hemos tardado tanto tiempo en percatarnos de ello? ¿Nos gusta aferrarnos a nuestras desgracias? ¿Es la memoria, y la imaginación, y no otra cosa, lo que nos hace desgraciados?

La memoria es una buena aliada. Nos sorprende la más de las veces haciendo aflorar cosas que parecían olvidadas para siempre.

—Tal vez. O en algunas situaciones, sí, y en otras no tanto. Lo importante es que recordamos. El recuerdo no es ningún castigo. Es parte de la vida. Se transforma con ella. Y lo que a veces nos parece una enorme desgracia, con el tiempo se convierte en todo lo contrario. Es muy curioso, desde luego. Pero vale la pena recordar.

—Heráclito habló de un río. No de la velocidad del agua. En ocasiones ésta parece estancada. Pero nunca deja de fluir. La vida, a menudo, es un gran misterio. La otra noche, viendo Barry Lyndon, emocionado, recordé aquella butaca vacía a mi lado. Ya no hubo dolor. Se estaba preparando la llegada de ella. Si se hubiese ocupado la butaca, no hubiera conocido al gran amor de mi vida. Hubiera llevado una vida anodina. Valió la pena sufrir un poco.

—El recuerdo de mi no enfrentamiento con aquella bestia de profesor me ha hecho reconocer la fortaleza de mi carácter. Pese a él conseguí todo cuanto me propuse. Sin aguantar insultos ni humillaciones… Estoy contenta. Muy contenta.

—A menudo tardamos en reconocer las cosas. Pero, en serio, la memoria es una buena aliada. Nos sorprende la más de las veces haciendo aflorar cosas que parecían olvidadas para siempre. Sólo hay que mirarla con buenos ojos.

—En las condiciones en que estamos deberíamos recordar más a menudo. O más cosas. Espero y deseo, en fin, que te acuerdes de cómo se hace una bonita y suculenta cena.

—Eso, Julia, nunca se olvida.

—Sí. Pero hay que practicar.

—Entendido —dije riendo.

 

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