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Diálogos con Julia (LII)
Julia y la educación

martes 4 de agosto de 2020
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Tomatina en Buñol, España (2010)
A los políticos les hace falta ir allí, tirarse tomates, o piedras, o melones, y desahogarse un poquito. Tomatina en Buñol, España (2010). Fotografía: Flydime
Diálogos con Julia, por Vicente Adelantado SorianoEl escritor español Vicente Adelantado Soriano nos presenta estas conversaciones con la lúcida y culta tía Julia, una mujer de alrededor de noventa años que igual discurre sobre temas universales como los prejuicios o las leyes, que sobre otros más cotidianos como los regalos, el cine o la moda. Una mujer, como declara el autor, de otros tiempos.
La república tiene por fin procurar quietud y una convivencia pacífica, para que los ciudadanos se ayuden mutuamente, de buen grado y con benevolencia. El amor se extiende con el intercambio de utilidades. La quietud se conserva gracias a ese amor mismo.1
Juan Luis Vives, Las disciplinas.

—Esta mañana —le conté a Julia en cuanto me abrió la puerta— me he reído de buena gana. Vaya que sí.

—Hombre, me alegro de que estés tan contento.

—Ha sido una tontería, pero me ha hecho gracia. Esta noche pasada no he podido dormir muy bien; tras conciliar brevemente el sueño, me he despertado muy pronto, y me he ido a caminar.

—Hazlo mientras puedas. No te puedes imaginar cuánto echo de menos caminar por la montaña durante una tarde de invierno. Bueno —añadió sonriendo—, sentada aquí también se está muy bien. A veces la posada ciertamente es muy buena. Pero sigue, sigue.

—Cuando ya iba de regreso hacia casa, me han adelantado dos mujeres. Ya sabes que caminando soy muy lento. A menudo hasta los caracoles se me suben por las piernas…

—Exagerado sí que eres.

—Estas mujeres iban hablando animadamente entre ellas y riéndose. Hemos llegado, yo persiguiéndolas, a una explanada situada delante del cementerio. Había allí una enorme cantidad de personas, junto a un autobús de considerables dimensiones. Iban todos, gente joven, vestidos con una camiseta amarilla y pantalones, cortos, blancos.

Salían riadas de personas con atuendos ridículos: salvavidas de juguete, gafas de bucear, pistolas de plástico, pantalones absurdos… todos en busca de la tomatina.

—¡Qué combinación más insustancial!

—Sí, es cierto. Me ha recordado enseguida los colores del Vaticano. Y me ha hecho gracia porque estas mujeres, todavía a escasos metros de mí, han pensado lo mismo. Bueno, una de ellas; la otra ha querido ver una manifestación independentista ya que éstos han escogido el amarillo como el color de sus reivindicaciones.

—El amarillo solo me encanta. O combinado con el negro. No pienses en las capas pluviales ni en los tapices de los féretros. Hablo de unos colores más claros y diáfanos.

—A una de las mujeres se le ha ocurrido, lo ha expresado en voz alta, si no se trataría de una concentración de jóvenes cristianos, con el consiguiente amaño y corruptelas de los políticos organizadores, también creyentes, así lo ha dicho. Pero no tenía constancia, ni ella ni su amiga, de la llegada del Papa o de algún obispo o arzobispo de postín.

—¿Y qué será esto? —ha preguntado una a la otra intrigada a más no poder.

—Mira —ha exclamado la otra—, allí hay más gente, y más autobuses. Esto es alguna excursión. Pero no es de jubilados. Son más jóvenes que nosotras.

—No. Y además, los de los aquellos autobuses no van uniformados.

—No han podido resistir la tentación —le he explicado a Julia—. Han bajado de la acera. Y cuando ya se dirigían a un conductor del autobús, vestido con chaqueta, en cuya solapa una chapa blanca anunciaba su nombre y el de la empresa de autobuses, han visto un cartel pegado a una farola. Ambas han estallado en carcajadas.

—¡Anda, concentración cristiana! —ha dicho la más mayor todavía riéndose—. ¡Se van todos a la tomatina!2

—No solamente se iban ellos. Pocos metros después, yo siguiéndolas como buenamente podía, hemos llegado a la boca del metro. Salían riadas de personas con atuendos ridículos: salvavidas de juguete, gafas de bucear, pistolas de plástico, pantalones absurdos… todos en busca de la tomatina.

—Y las mujeres que caminaban más rápido que tú se han molestado por esas mascaradas.

—No. Todo lo contrario. Han seguido riéndose de buena gana. Les parecía muy bien que la gente disfrute y goce todo cuanto pueda, mientras pueda.

—Al menos los tomates —ha dicho la más joven cuando han dejado de reírse— no tendrán la listerina esa de las narices.

—Listeria querrás decir —ha corregido la otra.

—Mira, si no fuera por lo que ha sucedido, me estaría partiendo de risa. Pero se me ha atragantado. Creo que ha fallecido otra persona por ese brote.

—Sí —me confirmó Julia—, así ha sido. Y lo más chocante, y vergonzoso, como siempre, ha sido la actitud de los políticos. ¡Dios mío, dan asco! ¿Has visto gente más maleducada, incapaz y mediocre que éstos? Para ellos no ha pasado nada. Han actuado con rapidez y contundencia y total transparencia. Las personas fallecidas, un accidente. Y el bebé que no ha llegado a nacer se suple con otro embarazo, y a vivir que son dos días. ¡Lamentable!

—Hace tiempo que dejé de preocuparme por tamaña gente. Es más, me parece que ya no voy a ir ni a votar. O haré que mi voto sea nulo, como en otras ocasiones.

—No sé qué decirte. Quizás tengas razón porque el senado, o las cortes, o como se llame ahora el lugar donde se reúnen para dirimir sus tonterías, se parece más a un melonar que a otra cosa. No, perdona. La metáfora no está bien escogida. En un melonar reina el silencio. Y allí predominan el griterío, la mala educación y las peores maneras.

—A veces me da la impresión de que ha pasado por allí una cierta Circe en sus momentos de ocio… No me dices nada nuevo. Tenías que leer las Filípicas, de Cicerón. En éstas no falta de nada. Todo lo que puedas imaginar, y un poco más, le dedica Cicerón a Marco Antonio, que fue un pájaro de cuidado. De hecho, en cuanto pudo, se cargó a Cicerón. La cabeza y las manos de éste aparecieron clavadas en el foro. Tenía malas pulgas el chico aquel.

—Cuando los oigo hablar con esa falta de respeto y de educación, y del más mínimo de los sentidos comunes, siempre me recuerdan al típico alumno que no tiene ni idea de nada, y ante su vaciedad, su inutilidad e imbecilidad, no le queda otra sino la risa, la descalificación y el recurso al absurdo y a molestar en clase. De verdad, llega a ser molesto en gente pretendidamente adulta. Y que viven de nosotros.

—No los veas. Apaga la televisión, sáltate la noticia en cuestión… La leas o no la leas, no va a cambiar nada. Mira, por lo tanto, por tu salud.

Los griegos no eran monoteístas: no conocieron las guerras de religión. No despreciaban al extranjero, así que todo aquel que llegaba a la polis era bien acogido. No dejaban morir a los extranjeros en alta mar…

—Lo hago, lo hago. Pero de vez en cuando me salto mi propia norma, y acabo por pagarlo.

—Teniendo a los clásicos, no sé qué necesidad tienes de leer los periódicos y enterarte de las necedades de este o del otro.

—Hombre, es interesante saber en el mundo en el que se vive.

—Por eso te recomiendo que leas los clásicos. Si lees a Sófocles, Eurípides o Esquilo, verás que las diferencias entre aquella época, aparentemente tan lejana, y esta, es mínima por no decirte inexistente.

—Eres un poco exagerado.

—Sí. Tienes razón. Los griegos no eran monoteístas: no conocieron las guerras de religión. No despreciaban al extranjero, así que todo aquel que llegaba a la polis era bien acogido. No dejaban morir a los extranjeros en alta mar…

—Tenían esclavos. Y la mujer no estaba muy bien vista.

—Es cierto, es cierto. Y eso me lleva a una pregunta que quería hacerte. Ayer me encontré con dos compañeros. Uno de ellos, como tú, es muy aficionado al cine y a las series televisivas. Me habló muy bien de una serie que se acaba de estrenar, American Factory, o algo así. ¿La conoces?

—Sí. Anoche mismo la vi.

—¿Y qué tal?

—Como dirías tú, nada nuevo bajo el sol. La crisis de una fábrica en Estados Unidos. Cierra. Mucha gente que se va al paro. La muerte de una ciudad. La llegada de los chinos, prometida por el nuevo presidente como la salvación, y la reapertura de la fábrica. Esperanzas para la gente en paro. Y el brutal aprovechamiento de los chinos. Viendo la película, el documental, no hacía más que preguntarme si en eso, de verdad, consistía el comunismo. En una empresa donde se prohíbe que haya sindicatos, con salarios de miseria, donde un accidente laboral supone el despido de la empresa, y donde lo importante no es la vida del trabajador, su felicidad, sino la productividad, la carrera sin fin… ¿Dónde irá el buey que no are? Es vivir para trabajar, y comer para vivir. De pena.

—Es posible que un esclavo en Atenas o en Roma viviera mejor que cualquiera de esos millones de chinos o de americanos caídos en las garras de estas empresas, y sus planes quinquenales.

—Francamente no me extrañaría nada. ¿Y sabes qué tuvo de bueno, además, este documental? No presentar a ningún político, al maleducado de Trump, por ejemplo, alabando la productividad del chino o autoalabándose, él mismo, por haber sido capaz de levantar una ciudad que estaba muerta. Su mera presencia hubiese sido un insulto. Han avanzado tanto en esta materia que no les hace falta ya ni abrir la boca.

—A menudo me he preguntado por qué los dioses griegos castigan con tanta dureza el orgullo, la famosa hybris, y dejan sin castigo la imbecilidad y la corrupción.

—¿Hace falta que te responda?

—No, no es necesario. Como observó un alumno, joven y comunista, los dioses griegos siempre se mezclan en las guerras y los combates, a favor de este o de aquel, pero jamás se presentan en el taller de un alfarero, por ejemplo, o de un fabricante de espadas para pedirle cuentas.

—A veces los alumnos son una caja de sorpresas.

Siempre he pensado que nadie de mi familia sería político. No tenemos madera. Demasiado educados.

—Sí. Es cierto. Y divertidos. Otra vez, en otra clase, un chico, muy joven, me dijo que era imposible que Edipo se casara con su madre: como mínimo le doblaría la edad. Y él, desde luego, no se casaría con una mujer de cuarenta años…

—¿Y qué le dijiste?

—Me cogió a traspiés. No se me ocurrió otra cosa que decir que en el teatro griego, los actores llevaban máscaras, y Edipo no podía saber la edad de su madre…

—Te buscaste una excusa muy floja.

—Lo sé, lo sé; soy consciente. El mismo alumno lo notó. Por eso mismo volví a sacar el tema en otra clase. Me disculpé y…

—¿Te disculpaste?

—Por supuesto.

—No me extraña. Siempre he pensado que nadie de mi familia sería político. No tenemos madera. Demasiado educados.

—Es posible. Pero tampoco tengo vocación.

—No te habrás fijado, por casualidad, si en los autobuses de la tomatina había algún político, ¿verdad?

—No. Bastante tenía con seguir al dúo que iba delante de mí riéndose.

—Es una pena. Les hace falta ir allí, tirarse tomates, o piedras, o melones, y desahogarse un poquito. A lo mejor así se les iba la mala educación y dejaban de decir estupideces y presentaban algún proyecto sobre algo, educación, sanidad…

—No creo. Desde luego les hace falta divertirse, en el buen sentido de la palabra. Y leer a los clásicos griegos y romanos. Pero eso es pedirle agua a una piedra pómez. Y yo prefiero, con más, la sana risa de las mujeres de esta mañana. O toda esa gente, vestida de forma ridícula, que se iba a participar en una guerra de tomates.

—El Señor nos coja confesados. Porque si hemos de esperar que éstos, trajeados aunque ya no encorbatados, unan a la república y se esfuercen por la felicidad de las personas, ya sabes lo que nos espera: fábricas chinas y morir al pie de la máquina por la patria.

—Siempre es dulce y decoroso morir por ella.

—Sí, pero de forma lenta, muy lenta. No perdamos la esperanza: a lo mejor de aquí a unos años, si vivimos lo suficiente, los vemos abrir la boca para no decir sandeces ni faltarle al respeto a nadie.

—La esperanza es lo último que se pierde. No hay más que ver a la pérfida Albión en manos de Boris.

—¡Dios mío! Ni lo mientes.

—Cultivemos el jardín: hagamos la cena.

—Hagámosla.

 

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Notas

  1. Juan Luis Vives, Las disciplinas, tomo II, Valencia, 1997. Traducción de Pablo Francisco Magraner Girona, p. 248.
  2. Fiesta que se organiza en Buñol (Valencia) consistente en encerrarse en varias calles y lanzarse los participantes en la fiesta toneladas de tomates bien maduros. Al terminar el evento ni se conocen entre ellos ni los conociera la madre que los parió.
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